Dom 22.12.2002
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ESCRITORES

Un maldito ético

En octubre de este año, Imre Kertész
sorprendió al mundo y se llevó el Premio Nobel de Literatura. Aplacado el revuelo mediático que el evento suscitó, Tomás Abraham vuelve sobre los pasos y los libros de este húngaro judío, sobreviviente de los campos de concentración, que publicó su primera novela a los 45 años y –junto con Primo Levi, Jean Améry, Bruno Bettelheim y otros– plantea el tema clave de una nueva reflexión filosófica de la modernidad: la condición humana vista con los ojos del que volvió de la muerte.

Por TOMAS ABRAHAM

El 10 de octubre de este año, al mundo literario lo agarraron de la nuca. El jurado del Premio Nobel hizo su jugarreta, una buenísima broma. Tan gracioso fue que basta mirar la cara de Imre Kertész para compartir con él su alegría. Está como un niño gozoso con su regalo. Nadie preveía que un escritor desconocido sacara el trofeo. Esto de las incógnitas no previstas es una consecuencia obviamente redundante, no se puede prever lo desconocido. Alguna vez sucedió que un autor poco difundido estuviera entre los candidatos y en la mira de los apostadores. Pero esta vez ni siquiera fue así. Kertész es un autor con pocos libros publicados, menos traducidos y menos aún que hayan merecido comentarios. Alguna que otra entrevista, contadas reseñas, análisis y ninguna crítica (salvo las de circunstancia que aparecieron cuando el rey Gustavo Adolfo le entregó el obsequio).
Quizás alguien la haya hecho, un olvidado visionario, lo ignoro. Pero en los suplementos culturales de Le Monde, El País, en las noticias de The Guardian, en todos los suplementos argentinos, un día después, el 11 de octubre, desenterraron viejas entrevistas, editaron escuetos cables, le arrebataron una breve llamada telefónica, rastrearon posibles comentaristas. El editor de la cuidada revista de crítica literaria catalana Lateral, el húngaro Mihaly Dés, escribió su editorial refiriéndose al golpe seco que recibió el fervor snob de los suplementos culturales españoles siempre tan al día. Dejaron pasar una presa bien gorda.
Kertész llega al mundo castellano en 1996. Su primer libro es de 1975, cuando tiene cuarenta y cinco años. Se editaron cuatro en nuestra lengua, cinco en francés, y creo que la totalidad de su obra consta de siete libros traducidos del húngaro al alemán. He leído cinco y, como no sé alemán, hay dos que compré para mi madre.
Comenté a Kertész hace dos años en la última parte de mi libro La empresa de vivir, dedicada a la psicología de guerra y al pensamiento del dolor en los escritos de los sobrevivientes de los campos de exterminio. Como el único crítico literario que lo leyó en su momento es el de La Voz del Interior de Córdoba, el periodista Demián Orosz –que acaba de publicar una excelente nota sobre Kertész en El País de Montevideo– me llamó para pedirme una breve columna al instante. En el libro había referencias y observaciones sobre Primo Levi, cuya obra me recomendó Gustavo Noriega. Levi fue el inicio de una búsqueda que me llevó a descubrir Sin destino de Kertész por azar en una librería. Para seguir con este anecdotario, les cuento que mi amigo Marcelo Pompei resolvió a principios de este año dedicar su curso del CBC a leer con los chicos el libro de Kertész junto a los de Primo Levi, Jean Améry, Paul Steinberg, todos sobrevivientes de Auschwitz. Fue muy divertido el día en que acompañé a Marcelo en los exámenes finales y vi a los alumnos que trataban de cumplir con el ritual del cuatro para zafar del aplazo mientras se esforzaban por recordar la vida cotidiana de Auschwitz y el tema de la cucharita y el plato de sopa aguachenta de los condenados, que Levi no desperdiciaba ni dejaba caer, resistiendo las patadas de los kapos en el campo de exterminio. Laboriosos exámenes de genocidio.
Menos divertida resultará la falta de destino de nuestra cultura por la estrategia eutanásica de los distribuidores de libros y la indiferencia de los Entes que permiten triplicar los precios de los ejemplares traídos de España. Un Kertész que sale, en las librerías españolas, unos treinta pesos (ocho dólares), es vendido al distribuidor con más del 50 por ciento de descuento, quince pesos, pero en nuestras librerías cuesta setenta. Como los libros en otros idiomas serán traducidos en España –el mercado monopolizador de la lengua castellana–, no se traerán libros, cuando se los traiga será a cuentagotas, y a la ya acendrada apatía lectora de los lectores que aún quedan se les sumará la barrera de un precio exorbitante.Bien valdría la pena agregarle a la famosa ley del libro el inciso correspondiente contra el olvido, porque llegaremos a la amnesia y miopía culturales y vitales con estas políticas de alta selección y ningún riesgo que no sirven para defender a las editoriales nacionales y suprimen lectores.
Difundido al mundo su nombre, la gigantesca Feria de Frankfurt que se realizaba en aquellos días de octubre se engalanó para recibirlo. Todavía lo están esperando. El presidente de Hungría tuvo que enrollar su alfombra roja porque Kertész –quien estaba en Alemania dictando un seminario en el momento del premio– dijo que durante meses tenía compromisos ineludibles antes de volver a su odiado país.
Pero es un odio sin odio: simplemente dice que escribir en húngaro siempre le resultó extraño, porque se expresaba en la lengua de sus asesinos. El húngaro es su lengua, de la que rescata a insignes nombres de su literatura, la que nunca quiso ni pudo abandonar. Le gusta escribir con ella, hacer comparaciones léxicas, traducir al húngaro a Nietzsche, a Wittgenstein, a Freud. Hablando de Freud, ¿saben cómo se dice “inconsciente” en húngaro? Nazi.
Así de breve: nazi. Éste es el inconsciente húngaro al que Kertész dedica todos sus pensamientos. Es un hombre agradecido a su país. Le debe su vida. Pudo salvarse de los dolores de Primo Levi, Améry, que se suicidaron porque el momento de la desilusión fue demasiado oprimente. Volvieron de los lager (los campos) y se integraron a la vida doméstica, laboral y cultural de la Europa democrática y capitalista. Reanudaron una vida nueva, por eso se mataron. Para muchos fue imposible. La mayoría de los sobrevivientes que han escrito dicen que el único modo de convivir con lo sufrido es contarlo. Kertész tuvo la suerte de no salir nunca de Hungría, y a pesar de no ser leído, pudo hacer perdurar la humillación de un régimen de vida que luego de encerrarlo en Auschwitz a los catorce años le hizo vivir la degradación soviético-húngara el resto de su vida. Al menos hasta 1989, fecha después de la cual estima que Hungría no está mejor, quizás peor. Por eso se siente favorecido por el destino que lo hizo acreedor de una situación de sometido en la que se inició como becario del genocidio y cuyo posgrado cursó en una Budapest stalinista, tiránica, antisemita y mediocre, hasta hoy, el momento del regalo de un millón de dólares y la fama. Nunca se desilusionó, por eso sobrevivió.
Es un hombre inquilino y cautivo, dos condiciones de una precariedad existencial de la que no pudo deshacerse desde la sobrevida del campo. No puede poseer departamento ni muebles, ni tener esposa, a pesar de que hoy esté alegremente acompañado. No sé si esta mujer es la misma a la que le está prohibido pronunciar la palabra “amor”, “te quiero” y otras menudencias sentimentales que impuso como condición para establecer una relación perdurable, según lo cuenta en Kaddish para un niño no nacido.
Con esto no quiero decir que Kertész esté emparentado con el estilo misántropo de Thomas Bernhard, a quien lee y cita. No es sardónico, no tiene la rabia primordial. Su sensibilidad no es guerrera ni vengativa, a pesar de que al volver del campo de exterminio dice haber sentido odio hacia todo el mundo. Tiene el estilo de la estupefacción.
El personaje de Kertész –que quiere decir jardinero–, un señor llamado Kövés –que quiere decir empedrado–, es un ser estupefacto. Kertész nos dice que su temor y su angustia no tienen que ver con la muerte, a la que vio de cerca con todos sus ropajes, sino con el estado en el que “no hay nada más que hacer”, sólo durar, esperar, aguantar. Sin cambios, lo mismo mañana que hoy, el mismo terror sin esperanza.
Dice derivar literariamente su visión de Kafka, a quien considera el espíritu más sabio de nuestros tiempos, y se inspira en Camus, de quien toma el estilo presente de un testigo al que le suceden cosas horizontales. No hay relieve en su relato sino un discurrir metonímico enel que se yuxtaponen los acontecimientos con la necesidad del ser. El ser es necesario e inapelable. Pero además misterioso, porque existe el azar. La suerte puede cambiar las cosas pero, por el hecho de estar en manos a la diosa Fortuna, apenas depende de nosotros. Podemos volcarla a nuestro favor si tenemos la rapidez suficiente para comprender lo que sucede. No podemos conocer todas las variables, pero sí nos puede salvar nuestra inteligencia, ayudada por un múltiple cruce de coincidencias. Es otra lección de Auschwitz, ésta de la oportunidad única. Al bajar del vagón del tren que se detiene en el andén que tiene el letrero de significado aún desconocido –Auschwitz-Birkenau–, Kövés, de catorce años, en medio de una masa de hombres rapados vestidos como presos que le gritan en iddish –idioma del que apenas entiende algunas palabras por su rústico pero utilísimo conocimiento del alemán– escucha que uno de ellos le dice tirándole de la ropa: Zescáin... Verstaist di? (Dieciséis... ¿Lo entiendes?)
Cuando, desnudo frente a la primera inspección, le preguntaron la edad –el que dirigía la selección era el jefe nazi Menguele–, Kövés repitió con serenidad y en alemán bien pronunciado aquel número, lo que lo salvó del horno crematorio. Su compañero respondió con ansiedad, lo que hizo dudar de la veracidad de su afirmación y que fuera gaseado de inmediato.
El libro Sin destino comienza así: “Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando ‘razones familiares’. Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos forzados. No planteó objeciones”.
Es el estilo desnudo de Camus. El extranjero comienza así: “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: ‘Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias’. Pero no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer”.
Este modo de expresarse refleja el sentir del sobreviviente. En estos párrafos existen dos “hoy” que anulan la distancia entre el que cuenta y el que lee. Son parte de un mismo instante. Pero además hay una vacilación, característica de lo que se vive en el momento. Narrar el pasado ofrece solidez y seguridad. Compartir la percepción de lo que se está viendo tiene una realidad incierta. La literatura de los sobrevivientes, a pesar de ser variada, transmite la sorpresa. El prisionero no sabe adónde va, ni para qué. Sabe que ser judío es un inconveniente. Se convive con la discriminación. La ciudad de Budapest, como otras del centro de Europa, organiza la persecución y el hostigamiento de los judíos de un modo normal. Kövés lleva su estrella amarilla, como los otros judíos de Budapest, debe viajar en la parte posterior del tranvía, tiene horarios especiales para los mandados, debe aceptar una serie de disposiciones administrativas no demasiado sorprendentes en tiempos de guerra y de rencor antisemita. Los judíos suponen que ya cambiarán las cosas. La gente está resignada, hay algunos judíos religiosos, como unos tíos de Kövés, que interpretan que el sufrimiento se debe a la falta de verdadera obediencia y fe en los preceptos de Dios, que nos hace merecedores de castigo, y que sólo una mayor devoción a las palabras divinas y oraciones más fervientes darán la luz que iluminará el camino de la salvación. Además, con todo, dentro de las calamidades y desdichas que se viven, no olvidan que los alemanes son gente respetuosa, atenta y correcta.
Kövés-Kertész se divierte en Auschwitz, cuenta los momentos de recreación que se entremezclan con otros de agonía. La vida del campo también tiene matices. No están separados por tabiques puritanos. Por eso a Kertész le gusta la película de Benigni, La vida es bella, que muestra que aun con una muerte marcada hay momentos de irrisión, comedias. Latragedia las incluye. Critica a los puritanos de la industria del Holocausto, que son los mismos que se deslumbran con la película de Spielberg. Filmar dinosaurios o judíos es lo mismo para Spielberg, a quien Kertész considera kitsch.
Paul Steinberg, en Crónicas del mundo oscuro –su único libro, escrito a los sesenta y ocho años–, recuerda él también los momentos de esparcimiento cuando discutía con sus compañeros –la mayoría serían asesinados e incinerados– la receta de la bouillabaise: que si debe prepararse con langosta porque es una delicia, o si la langosta es un crimen contra el paladar y la tradición. O cuando silbaban conciertos mozartianos haciendo perfectos contrapuntos o escuchaban las reflexiones de uno de ellos sobre la filosofía de Kant y Kierkegaard.
En Sin destino, Kertész cuenta que los amigos de la familia lo saludaron cuando cruzó el umbral de su casa al regresar de Auschwitz, contentos de verlo vivo después de lo que suponían el infierno. Lo recibían para darle la bienvenida a un mundo donde –ya lo sabía– “me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los ‘horrores’, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.
Por supuesto que no es la felicidad el logro duradero de aquel via crucis de Kertész sino la libertad. Es un hombre libre, nos da envidia su libertad. No tiene vergüenza. En sus escritos expresa sentimientos que otros esconden bajo la alfombra; fundamentalmente respecto de su ser judío, de su judeidad. No siente orgullo por ser judío. Ni se siente fiel a su tradición religiosa, ni obligado a conocer su idioma, ni a tender lazos solidarios con sus hermanos. Dice lo que piensa y lo que piensa es contradictorio, molesto, desagradable a veces, más claro otras. La judeidad nace para él en Auschwitz. Hoy esta judeidad constituye para él un deber ético, de fidelidad y custodia de su experiencia concentracionaria. Así como responde con vehemencia a Saramago por sus afirmaciones de odio hacia Israel disfrazado de justicia –ni siquiera diría de odio sino de necedad y de stalinismo largamente aprendido–, Kertész nos dice en uno de sus libros que no tendrá un hijo porque no lo obligará a ser judío.
Con su relato, la complejidad del alma humana está a la vista. Miedos expuestos, ambigüedades y ambivalencias en los sentimientos, fisuras lógicas, contramarchas en la conducta. Dice que es libre de no entender, no siente la necesidad de saber. No cree en el saber. La literatura de los sabios le parece aburrida porque da una versión de la vida en la que prima la costumbre. Un sabio sabe alertarnos, digiere las acciones, les saca el jugo de la repetición. Los análisis históricos le parecen interesantes, pero sólo interesantes. Por ejemplo, los estudios sobre la historia de la comunidad judía en tiempos de la Ilustración hasta el siglo XX que hace Hannah Arendt dan cuenta de las trampas de la asimilación, pero no de la vida cotidiana en Auschwitz. Lo que allí se vivió no tiene explicación histórica. Kertész dice que los análisis históricos son una calesita giratoria que nunca se detiene. Tienen inercia argumentativa y sobresaturación escolástica.
En ciertos momentos, él también emplea lógicas sociales. Hay conferencias en las que transmite sus reflexiones sobre las relaciones entre el totalitarismo y la discriminación. Afirma, del mismo modo en que lo pensaba Primo Levi, que la combinación de un poder administrativo y tecnológico con una política de exclusión y discriminación sostenida y consecuente lleva al genocidio. La novedad de nuestra época, agrega, no esla matanza de seres humanos sino la eliminación, la tortura de miles o millones de seres humanos, mientras el resto sigue su rutina de bienestar en la indiferencia y la resignación de una vida normal.
Para Kertész, el nazismo no tiene explicación. No es pasando las hojas de los capítulos de una historia del antisemitismo entre persecuciones y pogroms como se llega a la estación Auschwitz. El nazismo es matar por matar, la jauría desatada, la locura del crimen, la perversión desnuda, la animalidad instintiva puesta al servicio de la muerte. Los hombres, nos dice, creen que deben ofrendarle al poder y a sus líderes una investidura de seriedad, motivos racionales, visiones estratégicas. Visten a los jefes de la nobleza de los motivos, que por más execrables que sean siempre se los considera argumentables. El nazismo no es eso, es la nada, matar por matar. Señala que fue la primera vez que se mató sin invocar la pasión del Crucificado. El nazismo se diferencia así del bolcheviquismo, al que describe como un jesuitismo por su vocación disciplinaria y sus madejas silogísticas. Los bolcheviques deliraban en fiebres utópicas, los nazis sólo sabían de comandos operativos.
Hay que entenderlo. Nada le interesa el hecho de que un recién egresado de ciencias políticas le recuerde la lógica fascista, el sentimiento de humillación de la pequeña burguesía alemana, los usos hidráulicos de la hermenéutica del chivo emisario, ni la psicología de las masas que escuchan a Wagner. Todo eso está bien, pero Auschwitz era otra cosa. La mirada del sobreviviente no es sociológica, sólo ve el gozo del que mata, el que patea, el que tortura, o la generosidad de un SS que abre una puerta, da una doble ración de sopa o cierra los ojos para salvar a alguien. Es un mundo mínimo y criminal. De lado de las víctimas y del de los verdugos.
Kertész dice que las masas son repulsivas. En realidad, en sus escritos no hay masas sino burócratas, palabra algo anacrónica para designar al personal de subalternos que puebla una sociedad de Partido único. Son los personajes que ya entrevió Kafka en la agonía de la cultura burguesa– imperial del centro de Europa. Inspectores de aduana, policías, porteros, bedeles, jefes de cuadra, presidentes de consorcios: una red de pequeños hombres al servicio de la vigilancia y la delación. Se desesperan aquellos que caen en desgracia, y los que son favorecidos por los milagros de la suerte, los que reciben la gloria de haberle caído bien a un jefe, la sonrisa esperanzadora de un subalterno, disfrutan de la felicidad de aparato. Es la cadena de favores y desdichas de la lógica palaciega.
Dice haber vivido una “experiencia negativa”. Es un estar al margen sin ser un marginal, integrado a un grupo y a la salvaguarda de su código. Decide no formar parte de las capillas literarias de Hungría. Desprecia a los comisarios culturales y su repartija de prestigios. Se hace traductor para no renunciar a leer y escribir y para ocultarse bajo el nombre de otro. Tiene la oportunidad por la intervención de un amigo de salir del cautiverio húngaro y emigrar. No lo hace para poder escribir su novela, la que sería la historia de su adolescencia en Auschwitz. No puede renunciar a su idioma.
Ni siquiera forma parte de los círculos de intelectuales y artistas que lo invitan a pronunciarse públicamente contra actos antisemitas. Le parece que firmar manifiestos contra el antisemitismo es grotesco, provinciano y anacrónico. Después del genocidio ya no hay antisemitas, sólo imbéciles. No por eso ahora, antes del Nobel, siendo más conocido, deja de denunciar que, con sus ataques a Israel y su defensa del pueblo palestino, la prensa europea y algunos de sus voceros inquietos expresan rencores largo tiempo guardados.
En Hungría, el genocidio fue un tema silenciado desde la guerra hasta hoy. Kertész recuerda que para el régimen era “un tema delicado”. No caben dudas. Si recordamos que cientos de miles de judíos fueron detenidos yenviados a los campos de exterminio por la propia organización política, por voluntad y silencio de buena parte de los húngaros, no sorprende que fuera y siga siendo un asunto ríspido. Más aún porque muchos siguen rumiando su envenenado antisemitismo.
Sin destino fue rechazado por los lectores de un comité editorial con la resolución número 482 del 27 de julio de 1973 que decía, entre otras cosas, lo siguiente: “Nuestros lectores de forma unánime consideran que no es posible encarar la publicación de su manuscrito. Usted no ha conseguido dar una expresión artística a su experiencia vivida. Emplea frases de mal gusto: ‘Entonces, en medio de aquella masa humana, vi por primera vez a los hombres que se encontraban allí (Kertész cuenta su primera impresión al llegar a la estación Auschwitz-Birkenau). Me sorprendió mucho, puesto que era la primera vez en mi vida que veía, por lo menos desde tan cerca, unos presos de verdad, con el típico uniforme a rayas de los delincuentes, el gorrito redondo y la cabeza afeitada. Mi primera reacción natural fue retroceder (...). Sus caras tampoco inspiraban confianza: orejas separadas, narices aguileñas, ojos pequeños, hundidos y pícaros. Según todos los indicios parecían judíos. A mí todos me parecieron sospechosos o, cuanto menos, extraños’”.
“Es increíble –continúa el comité– que la percepción de los hornos crematorios le causen gracia al personaje, una especie de broma... Su conducta, sus comentarios desubicados son repulsivos y ofensivos para el lector, quien también se irrita ante el fin de la novela en la que el héroe, a pesar de su conducta y su insensibilidad, emite un juicio moral y se coloca en el sitio del acusador... Ni hablar del estilo. La mayor parte de las frases son pesadamente torpes, y encontramos expresiones como casi, en realidad... muy naturalmente... aparte de eso...”
Éste fue el dictamen con el que esa comisión editorial juzgó la novela por la cual Kertész decidió quedarse en Hungría. Un comunicado por demás instructivo. Nos señala que los custodios del lenguaje moral y políticamente correcto hace años que trabajan al servicio de la necedad. Tampoco es la primera vez que los guardianes del orden rebosan de principios, ni que tienen una visión de las virtudes literarias a la altura de una comadre de Windsor. Pero a Kertész le sirvió para enriquecer su experiencia negativa y para contarnos este desplante en su novela El fiasco (o El rechazo) de 1988.
El llamado “mal gusto” de Kertész es una muestra de su libertad, la que consiguió en Auschwitz y practicó en su experiencia negativa. En Kaddish para un niño no nacido investiga a fondo la impresión que produce en algunos lo judío. El judío puede provocar en el gentil, en el no judío, lo mismo que produce cualquier otra raza o pueblo en el ser humano educado en la fobia y el terror ante un amenazante y supuesto inferior que puede erigirse en su superior. Conforma un abanico amplio de repulsiones y claustrofobias magníficamente narradas y exclamadas por Céline –para quien le guste la literatura– en su horror hacia los judíos y chinos. Está más cerca de un movimiento digestivo –como lo es para el pobre escritor francés imaginar a un ser amarillo con ojos rasgados y sin prepucio– que de un rechazo espiritual.
El mismo judío puede sentir respecto de su judaísmo no un odio así, digestivo, pero sí un malestar. Al menos una ambivalencia. Nada tiene que ver con el mentado “odio respecto de sí” con que los comisarios del judaísmo persiguen a los que expresan con su palabra los daños y perjuicios con los que los marca la discriminación. Ser judío no es siempre un orgullo de pertenencia, una lealtad incuestionable ni la portación altanera de un apellido. No es sólo un placer. Puede ser una molestia y un dolor. Y esto en nada significa que la persona tenga sueños marranos, porque muchas veces esta molestia produce un sentimiento contrario: una reafirmación de la identidad atacada. Kertész quiere imaginar por qué una mujer jamás se acostaría y haría el amor con un judío. Se le ocurre esta meditación por una frase que escuchó en boca de una mujer de un grupo de bellas señoras que platicaban en una mesa de café: “Nunca con un gitano, ni con un judío...”. El joven Kertész recuerda que en su infancia unos tíos religiosos lo albergaron en su casa. Su amable tía poseía una abundante cabellera. Sin querer inmiscuirse en asuntos extraños y por una involuntaria torpeza protocolar, el niño abrió la puerta del dormitorio de su tía y se encontró con una escena que lo dejó rígido y sin aire. Había algo así como un muñeco calvo cubierto con una robe de chambre roja sentado frente a un espejo. Miraba su reflejo y comenzó a hacer un gesto que el niño no vio porque volvió a cerrar la puerta de inmediato. Se quedó pasmado porque había reconocido a su tía. No sabía que en las familias judías ortodoxas las mujeres usan peluca y que de noche pueden desnudar su cabeza. Nunca hizo un comentario. Esa imagen de un ser conocido convertido en un algo irreconocible, un alien, presencia de lo siniestro que lo deja pasmado, helado, sin palabras, ese ser horrible e incomprensible convertido en muñeca calva, es lo que cree Kertész que las señoras imaginan ante la hipótesis de un acto sexual con un judío, salvo que se dirima en los limbos alambicados de la perversión.
En Kaddish... quiere explicar por qué no quiere tener un hijo. Por supuesto que no lo explica, apenas lo menciona. Reflexiona sobre cosas varias e interrumpe con un ¡NO!: sus contrainstintos actúan y actuarán contra el instinto de conservación y perpetuación de la especie. Lo dice un sobreviviente. Habla con el ser que no tendrá ser por su decisión de no darle vida. Se comunica con aquella inexistencia. Le dice “tú” a lo que desconoce. Quiere pedirle perdón, pero se retrae. No puede dar vida a un ser que quizás no quiera ser judío. ¿Cómo condenarlo por eso? ¿Cómo criticar el deseo de no sufrir lo que él mismo sufrió en su infancia?
Pero en realidad Kertész no habla de este niño que no nacerá sino de la mujer de la que se separará. Es a ella a quien le dedica el libro: a su primera esposa, que lo dejó porque no pudo salvarlo. Aquella que quiso que terminara con su permanente fascinación por su infancia concentracionaria y que hiciera uso de los favores que aún le daba la vida y construyera un futuro. Favores como ella misma, que podía darle un hijo, y como su talento de escritor, que podía favorecerlo con el éxito. Éxito e hijo son las dos caras de una paternidad que Kertész dice no querer. Huye de ambas. Pero esa mujer no entiende, cree que está aferrado a su pasado y a una identidad judía que le impide asimilar lo diferente. Lo acusa de ser víctima de un racismo negativo. Pero Kertész, en su protesta de despedida, la desprecia por ser una ignorante, una corta de vista, de no darse cuenta de que lo que no puede asimilar no son los no judíos ni ninguna entidad particular sino la existencia, y que esta imposibilidad es la que le permite vivir.
Kertész junto a Primo Levi, Jean Améry, Paul Steinberg, Bruno Bettelheim, Victor Frankl y otros, constituyen la piedra basal de una nueva reflexión filosófica de la modernidad. El tema se da por añadidura: la condición humana vista con los ojos de un sobreviviente. Un sobreviviente no es sólo un ser viviente: es alguien juzgado y condenado por su ser y no por su hacer, por su nacimiento y no por su vida. Nada lo puede redimir, ni la suerte, ni el esfuerzo, ni las circunstancias. Es un maldito ético. Su mensaje nos conmueve a veces, y otras veces resistimos como lo hacemos frente a toda autoridad que se levanta sobre un dolor exclusivo con el que parece clavarnos una deuda. Por eso Kertész dice que mientras los hombres de Occidente no se identifiquen con las víctimas del genocidio, mientras crean que aquello fue una locura nazi que jamás podrá repetirse, no tendrán derecho a la felicidad. La complejidad, la humildad y a veces la violencia con la que los sobrevivientes narran la experiencia –y el relato nunca antes escrito de este modo sobre la dignidad humana ysu quiebre en la víctima– nos pone aún más alertas respecto de los horrores del presente y las aventuras de la sangre.
Literatura no de héroes ni de mártires sino de inocentes –atributo raro porque asoma entre la acusación y la falta–, la literatura de los sobrevivientes nos entrega algo nuevo respecto de nuestra habitual concepción de la dignidad y la libertad. La dignidad que aquí surge nace de la debilidad, del terror que impone el poder del verdugo que doblega moralmente a su víctima. No es la dignidad de la rebelión y de la resistencia, no es la del NO sino la del

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