Domingo, 26 de julio de 2009 | Hoy
Por Mariano Kairuz
La mejor escena de Enemigos públicos, la cacería de Dillinger (Johnny Depp) por Melvin Purvis (Christian Bale) según Michael Mann, transcurre dentro de un cine. El legendario gangster de los años de la Depresión, sentado en una enorme sala llena, asiste desde su butaca a las variedades del programa del día. Entre ellas, un anuncio del FBI al público, advirtiéndoles que John Dillinger, el criminal más buscado del momento, puede estar entre ellos. Pidiéndoles que observen con atención a sus costados, a derecha e izquierda. Que se cuiden, que denuncien. El público responde obediente, mientras el hombre más buscado asiste sin mosquearse al espectáculo coreográfico de las cabezas de los espectadores girando de un lado a otro, pasándolo por alto. A Dillinger, dice la leyenda, le gustaba correr este tipo de riesgos. Hay otra escena, bastante más adelante en las dos horas y media de película, en la que sale del refugio en el que se oculta de la cada vez más intensa pesquisa de Purvis y sus hombres, para entrar en la comisaría local. Una vez allí, a metros apenas de las fotos policiales de él y de sus secuaces, saluda a los hombres de la ley, se les pasea delante de sus propias narices, y luego sale del edificio como si nada. Dillinger, según Mann (que basó su guión en el libro de 600 páginas escrito por el periodista de Vanity Fair, Bryan Burrough), es el criminal al que nada le gusta más que aquello que hace. Un hombre con una vocación verdadera. Un hedonista y un adicto a la adrenalina. Mann, como antes el director John Milius, vuelve a hacer cool a uno de los asaltantes más violentos del siglo XX norteamericano.
El pulso que les falta a las escenas de los asaltos a bancos (o al menos que van a extrañar quienes hayan visto lo que Mann es capaz de hacer a la hora de filmar tiroteos, en Fuego contra fuego, Colateral, Miami Vice) parece tratar de suplirse “conceptualmente”, en esos momentos que buscan pintar al gangster como un tipo duro pero a la vez, en cierto modo, romántico en tiempos especialmente difíciles. “Vine por el dinero del banco, no por el de sus clientes”, dice Dillinger, rechazando los billetes sueltos que le ofrece un rehén circunstancial, manos en alto, en pleno robo. Esto no convierte a Dillinger en Robin Hood, pero si no les da a los pobres, tampoco les roba; sólo les roba a los bancos. Asesta sus golpes en el centro del perverso sistema financiero que años antes llevó al país al colapso. Es ladrón que roba a ladrón.
Así que cómo no va a caernos bien el tipo que vive de lo que le gusta, que les roba a los malos, que cancherea en la cara misma de la aburridísima ley (encarnada por el cada vez más aburrido Bale), y al que le gusta tanto el cine que hasta se manda a ver, con los federales en los talones, una película de tiros con Clark Gable a una sala en cuya salida lo espera la muerte.
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