CINE > PEQUEñA GUíA PARA VER COCó ANTES DE CHANEL
Cocó antes de Chanel es la película de Anne Fontaine en la que Audrey “Amélie” Tautou interpreta a la modista que revolucionó el mundo de la moda y que lo elevó a la categoría de arte siendo contemporánea de Picasso, Cocteau, Honegger y Artaud. Y aunque bastante fiel a la extraordinaria biografía de Edmonde Charles-Roux, la película, que hace foco en los comienzos, se disfruta muchísimo más si se conocen los personajes reales, las referencias, el entramado personal y social sobre el que emerge uno de los grandes nombres del siglo. Por eso, María Moreno ve la película y explica lo que hace falta saber.
› Por María Moreno
Cocó antes de Chanel, de Anne Fontaine, es una película para los que saben quién es Chanel. Les permite degustar los pormenores del nacimiento de una vocación por el lado del mito de la mujer hecha por sí misma. Es agradable, claro, incluso tiene escenas bellísimas y Audrey Tautou está muy bien y hasta parece una reencarnación pero... hay peros. La epifanía no es fotogénica. Ni siquiera representable. Filmar a un sujeto mortalmente pálido comiendo una masita nunca podría dar el narrador de Proust soltando la memoria de la magdalena. Tampoco la epifanía es instantánea: está hecha de una funambulesca sucesión de momentos venidos de quién sabe dónde y que preparan para recibirla; Anne Fontaine no sólo pretende representarla sino multiplicarla, enfriándola en módicos referentes mitológicos de la biografía de Edmonde Charles-Roux. Vemos a Audrey Tautou mirar desde una playa del Mediterráneo a los marineros que recogen las redes, ataviados con amplios pantalones blancos y remeras de algodón rayadas, descubrir frente al espejo la buena caída de un chaleco de tweed sobre su cuerpo lacio y por eso futuro, acariciar con mirada de posesa el sweater deportivo de su amante Arthur Boy Capel hecho de una tela ordinaria e indomesticable a la que sólo puede confiársele la línea (el jersey), colocar sobre la cortesana Emilliene D’Alençon (chisporroteante Emmanuelle Devos) una suerte de rancho castrado y laqueado que desplazará su sombrero, que parece haber sido provisto por un taxidermista. Los chanelistas de larga data que ven la película van reconociendo por el lado más grueso los elementos archi-citados con que Chanel armó el embrión de su estilo. Pero Cocó antes de Chanel para nada explica las tempranas habilitaciones de Chanel para materiales y síntesis formales impensables antes de ella. Tal vez, cierta morosidad en la escena de la playa, planeada más para prolongar la idea de clímax amoroso –es la primera escapada de Chanel con Boy Capel, Etiènne Balsam, su amante, lo ha consentido negociándola como un alquiler inmobiliario– permita seguir un pensamiento en situación, mirar a Chanel, mirar a su vez esa tela a rayas que acompaña el trabajo de fuerza sin rasgarse ni oprimir el músculo, la camiseta marinera.
La irregular Chanel, es decir una de esas chicas con las que los hombres no se casan, necesitó menos un proveedor que un productor a cambio de que ella se convirtiera en la mujer camarada que fuma sin parar y monta a horcajadas, compañera de las actividades machonas. A Etiènne Balsam, su primera amante, y a Boy Capel, el más querido, no sólo los hizo invertir en su local sino que los tomó de musas. A uno le copió un diseño de pantalones parecidos a los de montar, a otro el blazer. En 1916 aparecería en Harper’s Bazaar el charming chemise dress de Chanel –plenos tiempos de Boy–, de neta influencia inglesa, un vestido sencillo con solapas que se acompañaba con un sombrerito chato adornado por una tira de marta cibelina.
Cocó, después de Capel, tuvo una relación que duró seis años con el gran duque Dimitri, un Romanov que había participado en el asesinato de Rasputín y que pronto sería reemplazado por otro duque, el de Westminster, apodado Bend’or en homenaje a un caballo de carrera. Del primero copió la rubachka, esa blusa que en Rusia era usada tanto por el zar como por los mujiks; del segundo, distintos modelos de abrigos para ir a las carreras y el jersey negro de cuello alto. Bend’or era un extravagante que había organizado un ejército privado que incluía sus amigos, criados y Roll Royces y con el que fue a liberar prisioneros ingleses al desierto de Libia. Generalmente ocioso, solía pasearse en yate por el estrecho de Gibraltar en donde cada noche desviaba el rumbo sin informar a sus invitados.
En sus tiempos de cabaretera, Cocó ya habría aprendido que el negro disimula el escaso valor de una prenda y subraya los ojos; semióloga temprana, aprovechó que es un color que, indefectiblemente asociado al duelo, inhibe la burla, mientras que, al utilizarlo, no renuncia al matiz autobiográfico en clave homenaje de clase: el traje para el cementerio suele ser el más formal del campesino. Supliendo la falta de plata por el trabajo, cubrió de lentejuelas un vestido corto de tela burda al que agregó un tul sobrante y así salía a cantar. En 1930 lo pondría de moda simplemente desplazándolo a la alta costura. De su condición de “mantenida” hizo de la sobriedad un objetivo que garantizaba que no la confundieran con una cocotte. Pero, ¿qué es un genio sin la historia?
La Primera Guerra puso a trabajar a las mujeres, y para eso debió soltarlas. Que el corset no impidiera el acceso al coche ni al amante, que los zapatos no obligaran a pisar huevos antes de sentarse ante la máquina de coser o el toilette, que el reguero de rosas rococó de organza no forcejeara con el manubrio del descapotable. ¿Clases sociales? Antes de Chanel, el concepto era el mismo para todas: “Si quieren moverse, jódanse”. Pero no fueron primero la Historia, las sufragistas, el psicoanálisis a las que luego Chanel les haría el vestuario. Ella también fue coautora del modernismo. ¿Qué iluminación fúnebre le hizo consentir, en un día de 1960, que Jackie Kennedy comprara un dos piezas color rosa, ese color que subraya como ninguno la sangre, para hacerlo inolvidable durante el atentado a su esposo John en Dallas?
Como Evita, Chanel tuvo un origen que le permitiría una y otra vez corregirlo.
Nació el 20 de agosto de 1883 en un pueblito llamado Saumur, donde fue bautizada “Gabrielle”, que en hebreo significa “fuerza y poder”, algo que seguramente ignoraba su padre, Albert Chanel, un borrachín que se las daba de vendedor ambulante. Su madre, Jeanne Devolle, era la clásica ingenua que se prendó del primero que pasaba. Técnicamente Gabrielle fue hija ilegítima, al igual que su hermana mayor Julia, pero la ausencia del padre durante el parto –estaba recorriendo los pueblos vecinos con su carro de vendedor a domicilio– permitió que se fraguaran algunos papeles con el testimonio de unos vecinos, todos analfabetos. Un sombrío carro llevó a Gabrielle al monasterio de Obasine donde fue educada; la escena del carro era de cajón en Cocó antes de Chanel, que sigue casi al pie de la letra la biografía de Edmonde Charles-Roux. Gabrielle tenía una tía nacida el mismo día que ella, una muchacha de gran belleza, Adrienne (delicada Marie Gillain). Con ella se instaló en la ciudad de Moulins para iniciar su carrera de cantante de café concert. Su voz era un fiasco; sus ademanes, los de un palurdo tímido (en la película no tanto, al parecer Audrey Tautou no está dispuesta a degradar demasiado la imagen de la tontona de Amélie). Una de sus canciones favoritas decía “¿Quién ha visto a Cocó en el Trocadero?”, de la que abusa Cocó antes de Chanel.
En 1900, Gabrielle consiguió su primer protector; Etiènne Balsam, en 2009, Benoît Poelvoorde lo exhuma para el cine con tanta gracia que dan ganas de llevárselo: es difícil mezclar en el mismo personaje el bruto con el dandy, el señor feudal con el cancerbero. Ni lindo ni feo, ni gordo ni flaco, el original era un millonario cuya única pasión eran los caballos. Cuando Gabrielle decidió dejar su carrera, Balsam la llevó a vivir a su castillo de Royallieu, donde tenía una sala para la práctica del squash y ella solía amenizar las reuniones disfrazándose con ropa masculina. En los hipódromos su estilo comenzó a llamar la atención (cosa que Cocó antes de Chanel ilustra). Etiènne decidió prestarle su garçonière para que pusiera una tienda de sombreros. Quedaba en la calle Malesherbes 160 (en esto, Cocó antes de Chanel es difusa). Allí Gabrielle inició una carrera meteórica. “Le puse el pie en el estribo”, decía Balsam.
Chanel diseñó para Evita un tailleur de fajina real con forma de trajecito, pero ella tenía un concepto bien diferente de cómo se vengaba un pasado. Chanel aprovechó para sacudirle: “Usted debería vestirse menos”.
En 1900 y pico, Victoria Ocampo estaba casada con Mónaco Estrada pero se moría por Julián Martínez. Años más tarde iría a interrogar a Chanel sobre ese hombre que habían compartido pero tardó en pronunciar el nombre. “¿Stravinsky?”, dijo distraídamente Cocó. Tampoco registró a Julián en sus memorias; debió parecerle un trofeo de poca monta este argentino doctor Martínez al lado de los que había conseguido: el Conde de Westminster, el Gran Duque Dimitri Romanov, el industrial carbonero Arthur Boy Capel.
Chanel era amiga de Colette, lo que no impidió que le comprara su bella casa de La Gerbière por una bicoca. Maurice Goudeket, marido de Colette, que estaba en la mala, negoció en el jardín mientras su mujer, tal vez triste, descansaba junto a la chimenea. Cuando los vio entrar, Colette se puso de pie y le cedió el paso a Chanel, quien le contestó: “No lo haga, me corresponde a mí cederle el paso... puesto que ahora estoy en mi casa”. Francamente, a veces era una perra.
Cocó Chanel se inició en el arte por la puerta del dinero. Empezó por darle plata a Diaghilev para costear El espectro de la rosa y terminó pagando su entierro.
La oportunidad de ser algo más que una modista le llegó en 1922. Jean Cocteau decidió montar una versión de la Antígona de Sófocles en el Theatre de l’Atelier. Los telones eran de Picasso, la música de Honegger y el mago Tiresias estaba interpretado por Antonin Artaud. Chanel hizo los vestuarios atendiendo a las gamas propuestas por Cocteau: beige, negro, ligerísimos toques de ladrillo. La ausencia de luces fue suplida por pintura blanca en el rostro de las mujeres y roja en el de los hombres. La crítica de Vogue no mencionó a Picasso ni a Honegger ni a Artaud, pero aprobó especialmente a Chanel: “Esos trajes de lanilla de tonalidades neutras producen la impresión de antiguas vestimentas desenterradas después de muchos siglos”.
¿Y acaso el Chanel Nº 5 no es arte conceptual? Es un perfume sintético. Durante la ocupación alemana, decenas de gigantes de uniforme mejoraban sus modales para ir a comprar un frasquito a lo de Chanel. “Allí se apretujaba una multitud de compradores de uniforme”, cuenta Edmonde de Roux. “Cuando Chanel N°5 faltaba, los extraños turistas se conformaban con robar de los estantes frascos ficticios con la marca de las dos C entrelazadas.”
Durante esa misma guerra, mientras Simone Signoret y Marguerite Duras trabajaban en la Resistencia, Gabrielle Chanel estaba de romance con Von D, un espía alemán de baja categoría que alternaba sus servicios a Goebbels con amantes en diversos puntos de Europa. Gabrielle lo instaló en el piso alto de la rue Cambon. Le salió casi gratis: cuando terminó la guerra, una Chanel enfurecida fue arrancada de su habitación del Ritz para un interrogatorio. Eran miembros del Comité de Depuración. Ella los llamó “fifís” y advirtió con horror que llevaban camisetas y sandalias. A las pocas horas volvió al hotel. Una influencia poderosa habría salvado, desde las sombras, a la acusada. La mujer de un jardinero, antiguo servidor de Chanel, cometió una infidencia: un breve llamado telefónico de Sir Wiston Churchill habría sugerido la liberación. Chanel era inimputable.
Antes de la Segunda Guerra siempre solía responder a las reivindicaciones sociales como si se tratara de un atentado al pudor. Cuando en 1936, durante una gran crisis económica que llevó a numerosos gremios de Francia a la huelga, incluidos los textiles, y Chanel se encontraba ya en el hotel Ritz, fue visitada por una delegada obrera de su establecimiento. Pretendió ignorar qué significaba la palabra “delegada” y la despachó con el conserje. A pesar de que se le advirtió que su tienda había sido tomada por el personal, decidió ir a realizar las negociaciones. Se puso su “número uno” –solía numerar con un “dos” sus trajes sastre “de batalla”–, un tailleur negro al que quitó severidad con un collar de perlas auténticas, y se presentó en la rue Cambon. No fue recibida. Amenazó con despedir a 300 obreras. No lo logró, y a comienzos de la guerra se vengaría cerrando su local y dejando a todos en la calle. Con la misma impasibilidad libre de culpas despediría a su criado Joseph Leclerc, que la había servido durante años. Según su hija, las últimas palabras de éste antes de morir fueron: “Hoy hay colección”. Realmente era una perra.
Anne Fontaine no es sutil: cuando Cocó-Tautou entra en la sala del castillo de Etiènne, Balsam parece haberle indicado una expresión de simple codicia, el deslumbramiento de una chiruza ante la multiplicación de signos de riqueza Luis XVI. Sin embargo, tal vez debió marcarle cierta ambigüedad porque lo que Chanel iba a destruir con el tiempo era ese manierismo reminiscente cuyo representante en la moda era Paul Poiret, un exotista: vestía, dicen, a las mujeres como princesas orientales y a los hombres como a sacerdotes tártaros. Llegó a condenar a una baronesa a un tricornio napoleónico que pesaba como los futuros cascos de los secadores de peluquería y andaba siempre como bronceado a fuer de creerse un pachá. Chanel también lo derrotó en la industria perfumera, en donde él lanzaba perfumes florales que mareaban como los vahos de las coronas que se pudren en una tumba no demasiado reciente. Claro que no fue menos audaz que su enemiga a la que desafiaba: “¿Qué inventó esa Chanel? ¡El miserabilismo de lujo!”, diseñó para Isadora Duncan un cuarto sin ventanas, organizó fiestas para las que contrató mendigos que hacían de mendigos y, sobre una barcaza sobre el Sena, hizo poner un restaurante e instaló un tiovivo en donde en lugar de animales, había puesto réplicas de sí mismo, con lo cual logró ser montado por todo París.
Cocó antes de Chanel es una historia de amor, la de Cocó y Arthur (Boy) Capel (melifluo Alessandro Nívola), un británico que poseía minas de carbón en New Castle y se casó prolijamente con otra, Lady Diane Lister. Su muerte debida a un accidente automovilístico ocurrido en la Navidad de 1919, mientras se dirigía por la Costa Azul hacia Cannes, es la pieza clave de la película que sigue sólo a medias la biografía de Edmonde Charles-Roux, donde Chanel se dirige sola con su chofer a ver los restos del automóvil. El chofer contaría: “Allí estaba todavía el coche del capitán, en la banquina, semiquemado, irrecuperable. La joven señora anduvo en torno a él, palpándolo como si fuese ciega. Luego se sentó en un mojón y allí, de espaldas a la ruta, con la cabeza gacha y sin moverse, lloró de una manera atroz”.
En Cocó antes de Chanel la acompaña Etiènne Balsam: de este modo, Anne Fontaine le prolonga una protección de la que el personaje real había ya abdicado. Curiosamente, en la película no se da agradecimiento suficiente al vademécum libertino ya que el diseño del traje de orfelina, protomodelo de Chanel, viene tanto del internado de Obacine, en donde se crió, como de la batuta de Monsieur Willy, marido de Colette. En 1900, luego de publicar Claudina en la escuela, Willy empezó a pasear, supuestamente con fines promocionales, a su esposa –cuya obra había robado, al firmarla– y a su amante, la actriz Polaire, con el mismo uniforme que supuestamente usaba el personaje del libro y que incluye una severa pollera azul, blusa blanca de cuello cerrado y corbatín. Toda invención es producto de una negociación y la de Chanel está íntimamente ligada a los protocolos de garçonière: el traje de colegiala, como el de enfermera y el de dominatriz, fueron siempre clásicos de voyeur.
Lo mejor de Cocó antes de Chanel es la cámara demorándose sobre las manos de Cocó-Tautou que acarician una tela monacal, palpándola con una familiaridad casi erótica, o tiran sobre una mesa el rollo completo y calibran el posible efecto del doblez como si imaginaran ya el diseño final, esos momentos pequeños donde quitan una flor o deshacen una pinza como si fueran manos que pensaran, en pro de esa síntesis que Edmonde Charles-Roux interpreta como nacida en la repetición monacal de planchar el pliegue de una colcha o alisar una almohada. Pero esa puesta en imagen de una vocación se vuelve débil cuando se insiste en mostrar que el pasaje semitrágico de Cocó a Chanel se ha debido al hecho temprano de sospechar que ningún hombre se casaría con ella. Es como creerle a Tita Merello.
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