PLáSTICA > ADIóS A MIGUEL DáVILA (1926-2009), EL PINTOR DE DOS MUNDOS
Miembro de la generación formada a fines de los ’40 en el memorable Instituto de Artes de la Universidad de Tucumán, contemporáneo de la Nueva Figuración, enfrentado a la anunciada muerte de la pintura y dueño de una paleta que capturó el misterio de los paisajes del interior, Miguel Dávila fue un exponente y una parte inseparable de esa época en que América latina era cuna y musa del arte. Alberto Petrina lo despide.
› Por Alberto Petrina
La presencia de Miguel Dávila en el escenario plástico argentino del siglo XX acaba de fijarse en su hora final. Hombre de provincia y de mundo a la vez, su obra contiene los signos distintivos de ambos registros, desde la espartana austeridad de su expresión inaugural hasta la vibrante soltura de su etapa neofigurativa.
Nacido en La Rioja en 1926, le señaló alguna vez a Raúl Vera Ocampo que reconocía tres maestros directos: “Enrique Policastro, que me dejó el amor por la pintura; Lino Enea Spilimbergo, de quien rescaté el concepto, y Pompeyo Audivert, que me dio la disciplina”. Cabría agregar que la principal huella del primero asoma a veces en las formas de contorno impreciso y en la gama asordinada de su paleta inicial –aunque los ocres del maestro empardecen y se azulan en el discípulo–, mientras que el dominio de la línea es la marca de fábrica de la ya mítica Escuela de Tucumán, en la que entre 1948 y 1952 completaría su formación con Spilimbergo y Audivert.
Vale aquí una particular referencia al Instituto Superior de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán, que entre 1946 y 1952 reunió a una constelación de brillantes artistas e intelectuales, entre quienes se destacaban el director Guido Parpagnoli, el escultor Lorenzo Domínguez, el dibujante Lajos Szálay y el grabador Víctor Rebuffo, además de los pintores locales Timoteo Navarro y Luis Lobo de la Vega. Si añadimos los nombres convocados paralelamente por la flamante Escuela de Arquitectura –-Eduardo Sacriste, Jorge Vivanco, Enrico Tedeschi–, habremos de convenir que Tucumán se había convertido en el polo neurálgico de la enseñanza y la práctica de la arquitectura y del arte modernos sudamericanos.
El logro se produjo bajo el excepcional rectorado de Horacio Descole (1946-1951), y no le son ajenos las previsiones destinadas por el Primer Plan Quinquenal de Perón a Tucumán, por su calidad de cabeza natural del Noroeste y por la intención de convertirla en un centro de irradiación científica y cultural para la región. La fama de la inédita experiencia terminaría atrayendo a jóvenes artistas de otras provincias –como el riojano Dávila o el mendocino Carlos Alonso– que, por una vez al menos, descubrían así que la excelencia y la vanguardia no siempre residían en Buenos Aires.
Ya hacia la primera mitad de la década del ‘50 Miguel Dávila baja a la Capital, donde se radica y monta su primera muestra porteña en la Galería Viau (1954). Pocos años más tarde regresa a la tierra natal, convocado para fundar y dirigir el Museo Municipal de Bellas Artes de La Rioja (1958), mientras actúa paralelamente como docente en el Instituto del Profesorado de Artes Plásticas, en cuya creación interviene.
El año 1960 señala cambios y enciende nuevas luces de esperanza. El 150º aniversario de la Revolución de Mayo encuentra al país ilusionado por la gestión desarrollista del Frondizi, y el mundo de las artes visuales halla un nuevo espacio ligado al renacido auge industrial: el de los Salones de Pintura de IKA (Industrias Kaiser Argentina), en cuya tercera edición Dávila se presenta con varios óleos. Los certámenes, que derivarán luego en las Bienales Americanas de Arte, convierten a Córdoba en un epicentro alternativo –y en gran medida opuesto– al glamour porteño del Instituto Di Tella, dirigido por Jorge Romero Brest con sesgada vocación internacional.
Será desde tal perspectiva que Romero Brest, con calculado timing marketinero, augurará una muerte siempre anunciada y nunca acaecida: la de la pintura. Aunque el pronóstico generaría reacciones calculadas, encendiendo discusiones dignas de mejor causa, no consiguió distraer ni por un momento a quienes, como Dávila, estaban ocupados en pintar. Pero pongámoslo mejor en sus propias palabras: “Algunos adhirieron... evidentemente no eran artistas, o no eran pintores; tomaron eso como una bandera cómoda. Los artistas seguimos pintando”.
La Nueva Figuración lanzada hacia 1960 por Ernesto Deira, Rómulo Macció, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega encontró a Miguel Dávila en una búsqueda cercana –o, mejor aún, paralela–, compartiendo el taller en París como becario del Fondo Nacional de las Artes (1961). Será a partir de entonces que se le abre una instancia de reconocimiento sólido y sostenido por parte de sus pares, del público y de la crítica. Su mundo se compone ahora de seres enigmáticos, de un bestiario al que los grandes planos de color otorgan dimensiones equívocas, de una geografía misteriosa dominada por las fronteras de un trazo que, al decir de Raúl Santana, “encapsula” sus figuras otorgándoles un carácter silencioso y confinándolas “en la recámara de un sueño”.
Llega entonces la hora del reconocimiento internacional, a la que ayudan la muestra de Arte Latinoamericano realizada en el Museo de Arte Moderno de París (1962) y las individuales en la galería Bonino de Río de Janeiro (1966), el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago, Chile (1970) y la Galería Juan Más de Madrid (1977 a 1979), así como el estímulo de los premios: el máximo galardón del Salón Manuel Belgrano (1964), seguido por el Primer Premio (1978) y el Gran Premio de Honor (1980) del Salón Nacional.
Aunque afincado definitivamente en Buenos Aires, en todas estas etapas su obra sigue siendo atravesada por la irrupción recurrente del rotundo escenario natal, de esa pulsión americana que lo retiene y domina su inconsciente. Así lo siente también Santana: “Aquel paisaje precordillerano, unas veces dulce, otras tenebroso, con su tajante luminosidad que –como afirmó Sarmiento en el Facundo– podría recordar la tierra sagrada de Jerusalén, ha estado presente a lo largo de la obra de Dávila como un verdadero bajo continuo”.
Ahora, en este fin de invierno, Miguel Dávila se desprendió de todos sus afanes. Buena estación para dejarse ir sin ningún énfasis. Callada y reconcentradamente. ¿Habrá vuelto a entrever los colores plenos y la línea nerviosa que definieran su cima artística, aquellos estallidos luminosos fijos en la memoria? ¿O se habrá abandonado a la onírica niebla de sus pinturas esfumadas, a ese pentimento que aflora como el rostro surgente de un ahogado? Quién puede adivinar cuáles son las visiones que ciegan nuestra última mirada.
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