Domingo, 6 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Gillespi
Recuerdo una época en la que solía ir a ensayar a las Lomas de San Isidro, con mi trompeta Olds y mi estuche marrón de cuero, rumbo a la casa de Mex Urtizberea. Un lugar paradisíaco al que se accedía atravesando largas e interminables cuadras adoquinadas, llenas de árboles viejos, de casas con grandes jardines, majestuosas. Creo que no había nada más inspirador que transitar una tardecita de otoño por esas calles, pateando hojas secas y viendo ese trasfondo de árboles verdes, amarillentos y rojizos. Yo representaba el estereotipo del pibe del Gran Buenos Aires pero con actividades en muchos lados. Llevando una vida un tanto nómada, dando vueltas por ahí. Yo andaba con mi trompeta para todos lados.
Como vivía muy lejos, regresar a casa era una aventura. Siempre volvía, pero podía ser que llegara al otro día, porque a la noche se cortaban los transportes. El último tren salía a las 12 de la noche y el último colectivo a las doce y pico, y después había un parate hasta las 4 de la madrugada. En mi desesperación por llegar, empezaba a tomar colectivos que me iban acercando tangencialmente. Por ejemplo llegaba a Quilmes, y después de Quilmes a Temperley. Solía caminar largos trechos, me refiero a unos 15 kilómetros, pero sin desesperarme. Esas caminatas ocurrían muy a menudo como consecuencia de que vivía en un lugar tan a trasmano de todo como es Monte Grande. A veces me pasaba de rosca y ya era la madrugada, y entonces todo resultaba más sencillo, porque con el nuevo día volvían los transportes. A menudo me quedaba sentado largo tiempo en un banco esperando un colectivo y mirando hacia una ventana donde había un tipo viendo la tele, y me imaginaba al detalle cómo estaría yo allí adentro. O me sentaba en la estación de trenes de San Isidro y miraba un edificio que había justo enfrente.
Desde que tengo uso de razón adopté la costumbre de mirar las fachadas de las casas, las ventanas, las luces prendidas dentro del hogar y siempre a esa curiosidad iba unida la sensación de bienestar, de protección que deberían sentir los que allí vivían. Todo esto visto desde afuera. Desde la calle. Era raro pero, desde afuera, experimentaba el placer de estar dentro de esas domésticas murallas sin estarlo. ¿Hay acaso mejor resguardo que el de una sólida casa de ladrillos y cemento? Seguramente la gente dentro de sus casas no experimentaba mayor placer ni protección en aquellos momentos, simplemente sus vidas transcurrían como siempre. Sólo para mi mirada, esa sensación resultaba relevante. Como siempre uno toma conciencia del valor de las cosas cuando no las tiene.
Soy un nostálgico de las casas donde no vivo. Me gusta ir y observar, e imaginarme que podría vivir o haber vivido ahí, o que en un futuro podría hacerlo; que en este mismo momento me gustaría vivir en la casa donde vive otro tipo. Es como querer rajar de mí y ser otro, y vivir en otra casa y con otro nombre. Del mismo modo me sucede cuando agarro la ruta; ya no me interesa llegar a destino, de modo que los viajes se tornan largos, muy largos, ya que empiezo a distraerme en el medio empiezo a entrar en los pueblos a chusmear, y siempre me meto en las iglesias. Yo ni siquiera tomé la comunión, no soy religioso practicante, pero siempre he sentido una atracción hacia cuestiones espirituales en general. Los templos son lugares donde hay paz, sobre todo cuando no hay nadie (ni siquiera un aprendiz de trompeta ensayando adentro): uno siente que nadie te va a molestar, porque nadie entra. Es como meterte en un agujero negro. Ni el cura está. Por ahí entra una viejita, y eso es todo. Es un enorme lugar de “nada”, y ubicado como en otra época... Esa misma sensación de “agujeros negros” la sentí cuando fui al Hospital Borda como visitante, cuando estudiaba Psicología. En el Borda también me sentía como fuera del tiempo, no te querés ir, te quedás, es rarísimo. Y me he encontrado allí con gente que puede salir y ser paciente ambulatorio, pero los tipos vuelven. Tienen nuevamente la oportunidad de retornar al mundo de los cuerdos, pero sin embargo piden regresar al psiquiátrico.
Estas líneas son parte de Blow! (El cuenco de plata), el libro en el que Gillespi aborda los innumerables modos en que la trompeta se ha convertido en parte de su vida: sus comienzos, su devoción por Miles Davis, su apodo, los shows con Sumo, además de entrevistas a músicos como Fats Fernández, Enrico Rava, Allen Vizzutti, Dave Douglas, a luthiers y hasta al encargado del local de instrumentos que frecuentaba.
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