Dom 18.10.2009
radar

Extra brut

¿Qué hay detrás de la pompa del mundo del arte? ¿Es posible asomarse adentro de esa burbuja que nunca se pincha? ¿Se puede saber cómo piensan quienes alzan o bajan el pulgar que legitima? ¿De qué sirven las vernissages donde ya está todo cocinado? ¿Qué tienen los artistas para decir de todo el circo que los vive y a la vez los alimenta? Algo de todo esto intenta responder El Club del Arte, el flamante micro de la trasnoche dominical que acaba de poner al aire Canal 13 con la conducción del galerista Daniel Abate, la producción del coleccionista Gabriel Werthein y la dirección del artista Ruy Krieger. Radar tuvo acceso a la primera temporada que recién empieza y se metió en la burbuja para contarlo.

› Por María Gainza

La publicidad anuncia: “Llega el programa para todos los argentinos que llevan un artista adentro”. El slogan fracasa no por falta de seducción sino porque no transmite la idea real detrás de El Club del Arte. El nuevo programa de televisión no es un intento pedagógico por acercar el arte a la gente ni promover su oculta vena artística, es más bien un ensayo descabellado que busca atrapar algunas de las burbujas del champagne que sellan los pactos artísticos del mundito del arte. Y, de paso, registrar cómo el esnobismo que rodea a la obra contemporánea es, en realidad, uno de los motores culturales más subestimados de las últimas décadas.

En el rol del productor está Gabriel Werthein, en la vida real un empresario y coleccionista; en el rol del conductor, Daniel Abate, un galerista con un physique du rol que recuerda a un encantador James Bond chantún y bananero; y detrás de cámara, como director, el artista invisible Ruy Krieger, la pieza clave de todo el asunto. Juntos, conforman una muestra homeopática y agridulce de lo que supone es el mundo del arte argentino y sus engranajes.

¿Qué ofrece un club? A los coleccionistas: glamour, roce bohemio, sentido de pertenencia antiburgués e inversión. A los galeristas y artistas, algo de eso y, por sobre todo, dinero. Para todos es una religión alternativa y una calesita que no puede dejar de girar. Y como Abate lo entiende como nadie lanzó el programa con una fiesta a todo trapo en la Fundación Proa. El conductor, de impecable smoking, llegó en una limousina y recorrió la alfombra roja con un centenar de señoritas que tironeaban de su saco con deleite. El arte y la moda formaban un águila de dos cabezas. Allí estaba al alcance de todos: ya no la inspirada obra ni su divino creador, sino el galerista devenido estrella mediática, el todopoderoso empresario que junto a sus secuaces, los árbitros del buen gusto, teje y desteje.

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El mundo del arte siempre dependió de su mercado. Entre los años ’50 y ’70 cuando aún existía una relativamente pequeña aldea de galeristas y coleccionistas y dos o tres museos que compraban obra contemporánea, surgió el arte más poderoso y permanente de posguerra: el expresionismo abstracto, el pop, el minimalismo y el post-minimalismo. Pero lentamente después, esto comenzó a cambiar: con un mercado que parecía inmune a los vaivenes de la economía global, un Nerón tocando el violín mientras Roma ardía, crecieron en importancia los museos, las universidades y los curadores y se conformó una burocracia que vendían de forma muy jerárquica un arte sin jerarquías. Algo en la dinámica del mundo del arte se rompió con esta reacción conservadora. Y El Club del Arte registra ese quiebre. ¿Qué artistas y qué obras aún sobreviven con sus pulsaciones al mínimo en la fría era del hielo cultural?

Abate no es una autoridad en la materia, sólo un participante astuto que sabe que muchas veces el mundo del arte tiene poquísimo que ver con el arte. A veces los inconfundibles pops de botellas descorchadas y el volumen de la alta sociabilidad convierten al lugar en una estratosfera de aire viciado. Ya lo describió Tom Wolfe en su Hoguera de las Vanidades: “¡Qué maravillosamente afortunados somos, nosotros, los poquísimos que tenemos acceso a estas salas de las alturas!”. Pero hay que ser Tom Wolfe para atrapar ese ambiente enrarecido. Y cuando uno no lo es, diseccionar una situación social que gira alrededor de algo tan elusivo como el arte contemporáneo, se vuelve un problema.

Por eso el programa sobre ArteBA no luce muy auspicioso. El “me gustó, me gustó” en boca de una desabrida curadora de la Tate de Londres no echa demasiada luz sobre la feria. Y el nivel de la charla no sube cuando Abate se sienta con la historiadora Andrea Giunta y admite: “Para mí, la más grossa”. Dos segundos después, en otro programa, se topa con la curadora Adriana Rosenberg en Brasil y le confiesa: “Una de las personas a quien yo más admiro, quiero que lo sepas”. Sólo el encuentro con el artista Guillermo Iuso sentado en un sillón (y flanqueado por el productor-coleccionista y el conductor-galerista como si la obra de arte no tuviera escapatoria) revierte la situación. Un adorable y ansioso Iuso ofrece uno de los pocos momentos verdaderos: “Estoy atrás del dinero todo el tiempo”, dice el artista acosado por sus fantasmas en vivo.

El problema principal de El Club del Arte radica en los obvios compromisos que un galerista y un coleccionista tienen dentro de un mundito donde siempre lo más jugoso ocurre en trastiendas o cenas post-inauguración, en habitaciones donde se levantan o bajan pulgares para determinar qué artistas entran en órbita y cuáles quedan en la zanja. Pero a medida que los capítulos se suceden pronto queda claro que el programa no puede pero tampoco quiere develar los hilos ocultos de la escena o correr el velo prohibido. Y es entonces cuando su mayor falencia –la falta de actitud crítica– se convierte en su mayor virtud. Y de la mano de un talentoso Krieger, un artista cuyas sátiras al mundo del arte en videos de bajísima producción han demostrado su hilarante capacidad de parodia, todo empieza a tomar una forma rara y encantadora.

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Ya que todo es mentira, ya que nadie va a decir lo que piensa, por qué no ficcionalizar el mundito del arte, volver todo una gran sátira, tomarse a sí mismos a la ligera. Entonces Abate se desdobla y comienza a poner en escena los clichés que lo rodean: y ahí aparece el cholulo total, el crítico rimbombante, el galerista ávido y El Club del Arte encuentra su lugar desde donde contar las historias.

El programa con Fernanda Laguna muestra al conductor obnubilado por la figura refrescante de la artista. Desde una apertura en la pared le canta: “No hay nada más difícil que vivir sin ti, sufriendo en la espera de verte llegar” y reproduce la fascinación amorosa que provocan en los galeristas aquellos artistas escurridizos que escapan de las pezuñas del mercado. Con una edición atinadísima, desprolija y evocadora, que lo apuntala todo el tiempo, Abate balbucea como un adolescente enamorado: “Cuántas cosas de las que no querés hablar, Fernanda. ¿Qué pasa con las cosas que no querés vender?”. Y haciéndose el que no entiende nada, obtiene las mejores respuestas –por lo llanas e iluminadas– de parte de Laguna.

Días después Abate visita al pintor Fabián Burgos y construyen otro programa memorable. Ahora el conductor le dicta a una grabadora o escribe tirado sobre la alfombra en una Olivetti. La iluminación baja es de policial negro y Abate es un detective a lo Sam Spade que se devana los sesos sobre su caso. Es el crítico, un hombre de ideas prestadas, de frases ready-made, de textos tan impenetrables que parecen inteligentes por default, que corre detrás de algo que siempre se le escapa. Burgos en bata y con un hámster repulsivo que se le cuela por el cuerpo o metido en una cama cochambrosa con el crítico a sus pies, construye el mito del artista perfecto: atormentado, genial, incomprendido.

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El Club del Arte no es una gran pieza de reportaje. No remueve la suciedad, ni excava demasiado. Por eso el programa sobre Mondongo que se plantea como una entrevista convencional es desabrido. Mondongo representa un caso modelo del arte argentino, un grupo de artistas exitosísimo que funciona un poco al margen de la intelligentzia cultural, a veces mirados con desconfianza por sus pirotecnias visuales, otras, venerados como ídolos pop. Y nada de eso decanta en la charla. Pero cuando el programa desiste del periodismo de investigación, del comentario sociológico y de la historia del arte, encuentra en la sátira su tecla. Su nota perfecta. Entonces El Club del Arte se empieza a disfrutar viciosamente.

Una cosa sobre el mundo del arte es que si a uno le interesa (lo que probablemente signifique que uno está materialmente involucrado en él) puede ser fascinante, una máquina que no para de generar sustancias adictivas. Pero si a uno no le importa demasiado, parece un chiste, incestuoso y vulgar, un emperador desnudo y depravado. En sus mejores capítulos El Club del Arte hace de esa encrucijada su material, buscando en sus delirios ficcionales atrapar algo del aura luminosa y oscura que tiñe al arte contemporáneo. Es allí cuando el programa se vuelve una pieza deliciosa: un documental bizarro a lo David Attenborough sobre la vida salvaje del mundo del arte contemporáneo. Si persiste en su intento en poco tiempo será una obra en sí misma que podrá venderse a coleccionistas en un box set de DVD de edición limitada.

El Club del Arte se puede ver todos los domingos por Canal 13, después de la medianoche (0.40 hs). Esta primera entrega está conformada por ocho programas de una duración aproximada de 10 minutos.

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