ENTREVISTAS > MAURICIO KARTUN PONE EN ESCENA LA HISTORIA ARGENTINA
Después de una obra tan lírica (escrita en verso) y política como El niño argentino, Mauricio Kartun escribió el año pasado, en medio del conflicto con el campo, Ala de criados, una obra ambientada en la Mar del Plata pre peronista y protagonizada por tres primos aristócratas y un criado que, en parlamentos complejos, incómodos e inspirados, reflejan y reflexionan sobre la ideología que mantiene en tensión a la Argentina desde hace un siglo.
› Por Mercedes Halfon
La diagonal Roque Sáenz Peña rebasa de hombres de traje. También hay jóvenes en jean, pero lo que marca el tono de la noche son los viejos habitués. Es que el Teatro del Pueblo, el mítico espacio teatral de la izquierda argentina, el núcleo duro del teatro independiente de antaño, fundado por Leónidas Barletta, está por comenzar a dar función. Hay que apurar el paso, bajar las bellas escaleras caracol y sentarse en las butacas de pana para ver eso que se llama Ala de criados y es la última creación del dramaturgo y director Mauricio Kartun.
La obra transcurre en Mar del Plata en 1919 y los primos aristócratas que encarnan esa languidez veraniega, en la playa, con sus vestidos de lino blanco: esa Mar del Plata pre peronista es exactamente lo que uno podría esperar ver en un espacio como ése. Hay una pertinencia ideológica que une el espacio con la obra, que luego se complica, se vuelve mucho más difícil de medir. Kartun viene de hacer El niño argentino, una monumental obra en verso, que recreaba vida y costumbres de un chico bien que viajaba a Europa en barco a la vieja usanza: con su criado y con una vaca. En su nuevo trabajo no se va muy lejos de aquel imaginario, aunque sí. Aquí tenemos a los Guerra, una familia que en plena Semana Trágica huye a la costa, a intentar distenderse de lo que creen es una “invasión bolchevique” a la que no queda más remedio que reprimir. Los primos Emilito, Pancho y Tatana –ella, la intelectual, ellos, los inútiles– toman sol a orillas del agua amarronada, hasta la llegada de Pedro, su criado de lujo, un dandy proletario al que idolatran, justamente porque les cumplen todos sus deseos. Y cuando se dice todos, quiere decir todos.
–Nunca llegué a escribirla más allá de unos primeros bocetos. Allá por los ’70 venía de algunas experiencias muy frustrantes con el teatro político. Tenía un impulso militante de hacer teatro, pero el teatro que se hacía a partir de esos impulsos se agotaba en ciertas formas brechtianas que se me hacían solemnes y artificiales. Me dormían pero no me animaba a confesarlo. Tenía la sensación de que había algo más y que yo no sabía dónde encontrarlo. En ese momento llegó a Buenos Aires un elenco brasileño con una de las primeras producciones de Augusto Boal, Arena conta Zumbí, que me abrió la cabeza a una forma nueva, reveladora. Un espectáculo que contaba la historia de una comunidad de esclavos escapados, en el Amazonas. Pero a diferencia de los tostones políticos que se veían por acá, estos lo contaban con actores que cantaban y bailaban, usaban jeans y remeras, eran graciosos, había humor y las actrices encima eran preciosas. Había incluso algo fascinante en cierto erotismo que se desprendía de ese espectáculo. Y yo quedé caliente –literalmente–, con ganas de hacer algo así. Entonces tomé una circunstancia histórica que ya entonces me conmovía mucho, la Semana Trágica, e intenté un espectáculo que nunca pude terminar. Creo que no tenía en ese momento ni la formación, ni la experiencia, ni el aguante que hay que tener para armarlo. Quedaron no obstante algunas imágenes dando vueltas.
–Sólo grandes trazos: la aparición de la Liga Patriótica, la guardia blanca, que era algo que me interesaba tratar. Siempre me pareció que esa agrupación paramilitar era un acontecimiento de una gran dimensión mítica. Pensar en esta clase aristocrática nacional armándose aterrorizada ante la presencia de un peligro que sólo en una mente paranoica podía existir: una revolución bolchevique en Buenos Aires, la creación de un soviet. Una fantasía. Y en nombre de eso desbocarse en una represión feroz. Tiene algo poderosamente mítico eso de juntarse para atacar lo diferente. Y me parece a la vez que expresa una dialéctica que estaba muy presente aquí en ese principio de siglo y que termina construyendo sentido después en el resto de nuestra historia: esa riqueza encerrada en los límites de quinientas familias, riqueza producida a partir de calorías, es decir del campo, versus un proletariado de origen europeo que por un lado abre a la Argentina a nuevas ideas, trae el pensamiento social del anarquismo, del comunismo. Pero al que aquella aristocracia agricultora se enfrenta sobre todo porque es parte del fenómeno de la industrialización, eso que también va a cambiar la cara del país al forzar su economía. Y que los horroriza. Y en esa dialéctica se enfrenta algo fundacional, que va a terminar constituyéndose luego en modelo mítico: lo industrial versus el campo, el campo y sus valores conservadores, el campo encerrado en su propia mitología, atrapado en sus prejuicios.
–Es probable que por eso estallara adentro mío este pequeño mundo de imágenes. La realidad nunca es inocente en relación con los imaginarios. Yo no he querido hablar de esto pero la realidad nunca es inocente. Imaginate que yo terminé el primer borrador hace un año, en medio del quilombo.
–Cualquiera que le entre de una manera algo suspicaz al texto de Ala de criados encontrará algunas cosas que se me escaparon de la boca, irreprimibles. En la diatriba general contra la aristocracia que hace Pedro, en ese discurso que se constituye como una especie de tesis de la obra, acusa a esa aristocracia de usarlos a ellos, los de clase media, como criados políticos. “Ustedes cruzan para allá, nosotros cruzamos para allá –dice–. Hay que pegarle a los negros, le pegamos a los negros, hay que pegarle a los anarquistas, le pegamos a los anarquistas. Ustedes arman la revuelta y nosotros salimos con la banderita por Boulevard Callao.” Podría haber hablado de cualquier otro lugar de Buenos Aires y de todos modos hubiera hablado de lo mismo pero me salió la calle Callao, el epicentro de esa protesta que conocemos. Si alguien se acerca con la lupa encontrará seguramente en la obra signos inevitables de un estado en el que fue escrita, a mediados del año pasado. Siempre me ha resultado paradójico ese impulso de la clase media que compra con alegría los valores de aquellos sectores que la hicieron mierda sistemáticamente: la política de los ’90, que fue la política de la Sociedad Rural, de Martínez de Hoz. Y ver hoy con horror a esa clase media empobrecida, sufrida, que ha padecido todos los males producto de aquel proyecto, salir con una banderita y una cacerola a favor de los mismos que la hundieron. Patéticos. Una condena a lo Sísifo, aquello de tener que subir la piedra hasta la punta de la montaña para que vuelva a caer. Estar condenado a subirla y que caiga por siempre. Creo que cierta clase media es incorregible: su mirada fascinada sobre los valores de la clase alta, su odio a lo que ella odia, y su ceguera en relación con el daño que esto le produce.
–Es como si no hubiera memoria. Me irrita y me conmueve, porque no dejo de ser un hombre de clase media, alguien que está rodeado en lo personal, en lo amistoso y en lo familiar de ese pensamiento. Que convive a diario con esa ideología. Me parece que la obra terminó hablando de esto sin que fuese en principio una voluntad manifiesta, sin que me lo hubiese propuesto. Creo que tomó el rumbo de mis pasiones cotidianas.
–Escribo siempre desde impulsos, y en el último tiempo mis impulsos son políticos. Mi cabeza está ocupada ahí, me cuesta pensar en otra cosa. Mucha angustia y mucho desconcierto. Me siento a escribir y la escritura es un lugar para ordenarme. De ahí El niño argentino o ésta. No creo en ese compromiso que hace poner por delante una idea a la creación misma. Me sucede al revés, el acto de creación me arrastra a mis ideas.
–En Francia podrías encontrar espectadores capaces de cerrar los ojos para escuchar mejor a Racine. Habla de una tradición de literatura dramática, de un placer por la riqueza poética del texto que aquí se encuentra menos. Demasiado teatro traducido seguramente. Y traducciones horribles, vamos. Versiones que respetan el sentido de las palabras pero no su musicalidad, su ritmo. Pensar al texto como simple elemento complementario es una gilada inefable. Soy poeta. Como decía Tennessee Williams: que la poesía la ponga en diálogos no me hace menos poeta.
En la música, la frescura y la naturalidad de los diálogos en esas escenas de “living” –aunque en Ala de criados no haya ninguno, porque su escenario es una playa, ese inmenso living de verano–, hay algo que inmediatamente hace pensar en Chéjov. Las charlas sobre nada, el miedo a la revolución, las discusiones bizantinas tras las que se ocultan pasiones turbulentas, secretos de amor, que son muchísimo más graves que los de Estado. Tatana, el personaje femenino, interpretado con una gracia infinita por Laura López Moyano, habla de Chéjov en repetidas oportunidades, desde su inteligencia diletante de chica que estudia algo vinculado con las letras, en algún lugar francoparlante de Europa. Lo menciona, lo parodia, se burla.
–Fue una especie de detonador, que como siempre sirve para hacer explotar la pólvora y la bala sale luego para donde el caño y su impulso la conducen. Lo de Chéjov apareció como detonador de escritura. Estábamos comiendo un asado con Daniel Veronese y yo le jodía la vida con que vuelva a escribir después de esta larga saga de adaptaciones que viene haciendo, porque creo que su dramaturgia es notable. Discutíamos sobre las ventajas que puede tener trabajar con adaptaciones. Yo le decía: “Bueno, con esa fascinación que tenemos por Chéjov, por qué no dejarse de joder y escribir algo chejoviano, tomar su espíritu, tomar el fantasma Chéjov y escribir una obra que provoque eso que nos fascina”. Casi como un chiste de sobremesa le dije que iba a hacerlo yo. Y cuando llegué a casa me di cuenta de que no era tan chiste. Esta obra comenzó con ese envión. Creo que los personajes se me acriollaron tanto luego de que se resistieron a cualquier media tinta chejoviana y se volvieron más guasos que lo que una poética de ese tipo podría sostener. Los restos de aquel impulso los podríamos rastrear tal vez en la primera escena de la obra. Esa espera, ese tedio...
–Quería algo antitético a una Tatana escritora, las Ocampo por ejemplo. Ella se caga en valores de aquellos otros, y los parodia. Esto le quita, ojalá, peligro de que pueda ser leído como una especie de tesis sobre la clase alta y el arte, lo que sería un pelotazo. Me interesan mucho por otro lado algunos personajes salidos de aquella aristocracia que se desmarcan y a partir del poder del dinero y de su propio escepticismo se transforman en sus impugnadores excéntricos: Salvadora Medina Onrubia, por ejemplo, la mujer de Botana que se carteaba con Simón Radowitzky, el asesino de Ramón Falcón, en el penal de Ushuaia.
–Sus primos son dos timoratos, dos inútiles, dos Isidoro Cañones. Pero ella es mujer de armas tomar. Y la que tiene la inteligencia de entender lo que defiende. Y de saber hacer lo que hay que hacer. Lo dice en la primera escena cuando habla de Tata, su abuelo: “El único varón de la familia que conoce el secreto profundo de las cosas: de dónde viene la plata y cómo hacer para conservarla”. Que es una conciencia que pocas veces tuvo esa clase, digámoslo. Que creyó que la plata era algo inagotable, que venía del arrendamiento de los campos y que ninguna situación histórica iba a acabar con ese poder. Buena parte de su decadencia se debió a esa falta de inteligencia.
–Yo creo que Tata, el abuelo, debe haber luchado seguramente para conseguirla. Matando indios quizá, explotando peones, pero consciente del valor de esa tierra. Sus hijos y nietos en cambio resultan perfectos idiotas en relación con lo económico. Alguna vez leí algo muy interesante, una entrevista a Delia Tedín Uriburu. Hablaba de su familia y decía algo muy perturbador: “Los varones de mi familia fracasaron porque eran idiotas. Y eran idiotas porque nunca habían trabajado. La falta de contacto con el trabajo los había idiotizado, les había hecho imaginar un mundo ingenuo que no existía”. Yo creo que estos personajes tienen algo de esos tilingos de los que ella habla: creer que la realidad es eso que los rodea, sus pequeños rituales, tener los zapatos lustrados...
–Intento no manipular. Todo espectador cuando va a ver una película o una obra de teatro lo sepa o no es víctima de una manipulación. Una manipulación que tiene como instrumentos a la identificación, a la opinión impuesta, al manejo maniqueo del bien y el mal, y hasta a pequeñas connotaciones con las que un autor hace que un personaje sea más o menos confiable. O querible. Cuando un espectador se sienta en su butaca está tan desprotegido como en la camilla de un médico, a merced de lo que éste le diga o le haga. Digámoslo: muchas veces los espectadores son víctimas de mala praxis. Baste pensar en ciertos modelos del cine de Hollywood donde un desprevenido termina mirando con simpatía a los agentes de la CIA que viajan a Centroamérica a detener una revolución producida por morochos corruptos. He sido víctima muchas veces de mala praxis y, mea culpa, la he practicado también en algún teatro político de hace años. Un teatro que intentaba imponer. No tenía otro fundamento que el de convencer a alguien haciendo uso de estos mecanismos de manipulación. Hoy marcho por carriles más ácratas, digamos. Prefiero identificaciones al revés, que confundan, que no induzcan: la fealdad de los lindos, la simpatía de los hijos de puta. Y que el espectador opte.
–Hay una escena en la obra que suelo espiar desde un agujero en un bastidor para mirarles la cara a los espectadores. Es la secuencia donde Tatana cuenta a sus primos esa cosa horrorosa de los dos anarquistas catalanes que su abuelo encierra en el pozo de un aljibe seco, les baja un balde de agua, un poco de comida y la Constitución Nacional. Y todos los días les toma el texto de memoria, a ver si se la aprendieron. Llueve tres días seguidos, los tipos se ahogan y Tatana acota con simpático encanto: “Un mes más de sequía y los sacaba cívicos: no ayudó el tiempo”. Me gusta ver cómo la gente se ríe de eso con culpa. O lo disimula. Horrorizados de su propia risa. Ojalá mi teatro fuera siempre así, tan perturbador. Que te haga optar por razonamiento, no por identificación.
Ala de criados
Teatro del Pueblo
Diagonal Roque Sáenz Peña 943.
Entradas: $40.
Viernes a las 21,
sábados a las 22
y domingos a las 20 hs.
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