CINE > LOS ESTAFADORES, ENTRE EL ROBO Y EL CORAZóN
La semana que viene se estrena Los estafadores, una película que parece pertenecer a esa larga tradición de estafas y estafadores en la que se anotan desde El golpe hasta Casa de juegos, pasando por Dos pícaros sinvergüenzas y Once a la medianoche. Sin embargo, bajo esa superficie se esconde una película sentimental sobre dos hermanos atrapados en un destino que quizá no quieren y una mujer que se los cambiaría por el suyo enseguida.
› Por Mariano Kairuz
Hay en Los estafadores una calidez y una simpatía cuya fuente parece ser el sentimiento de orfandad que envuelve a sus protagonistas. Esto es literal: Stephen y Bloom, los personajes que le dan su título original a la película, The Brothers Bloom, son dos huérfanos que se pasaron la infancia desplazados de hogar en hogar, y que llevan más de veinte años perfeccionando su oficio, el de embaucar incautos, desde más o menos los 11. Y Penélope, la chica que se transforma en el objeto de su nueva estafa –pero que, si le dieran a elegir, preferiría convertirse en su lugar en su nueva socia–, es una heredera multimillonaria y hastiada de su solitaria vida en un castillete en Nueva Jersey, que perdió a su madre en su infancia. A pesar de todo lo cool, artificiosa y hasta ligeramente posmoderna que es Los estafadores, puede decirse que uno de los mayores logros de esta película, la segunda del director norteamericano Rian Johnson, es transmitir esa sensación de desprotección, de desarraigo y de falta de rumbo que embarga a estos personajes. Todo lo otro que parece no funcionar –ha dicho uno de sus críticos en la prensa estadounidense– queda compensado por el sentimiento sincero de su autor por sus personajes.
¿Y qué vendría a ser eso que en principio no funciona en Los estafadores? Si se sale al encuentro de la película por su título en castellano, está claro que se inscribe en la larguísima tradición de ese subgénero conocido como con-men movies; cine de “engañadores”. Un subgénero del que pueden rastrearse ejemplos hasta por lo menos los años ‘30 (como el de Lady Killer, de Roy del Ruth con James Cagney), y que pasa por películas como Dos pícaros sinvergüenzas (con Steve Martin y Michael Caine retomando en 1988 personajes que habían hecho Marlon Brando y David Niven 25 años antes) y Once a la medianoche (la de Sinatra y su Rat Pack), y llega hasta la remake de esta última por Steven Soderbergh, y sus secuelas. Además, ha consolidado todo un sub-subgénero que es el de los engañadores-engañados, con hitos como El golpe (en los años ‘70), y los films del especialista David Mamet (Casa de juegos, Heist) y hasta tiene una versión argentina en Nueve reinas, que fue rapiñada (Los tramposos, de Ridley Scott) y rehecha (Criminal, con John C. Reilly y Diego Luna) por el mismo estudio, la Warner. Es decir, se trata de un terreno fértil e inagotable que cada tanto ofrece una nueva vuelta de tuerca a un cine que vive de la vuelta de tuerca. Pero aunque hay alguno que otro de esos giros en Los estafadores, el director y guionista Johnson parece valerse de esa tradición menos para desarrollar su propia versión de ese esquema que para apoyarse en un argumento conocido y poner toda su dedicación en lo que realmente le interesa: las relaciones entre los personajes. De ese episodio inicial en la infancia de los hermanos –que está narrado, significativamente, por el mago y prestidigitador Ricky Jay, gran actor de Mamet– saltamos a sus treinta y pico de años, y los encontramos en un momento complicado de su larga sociedad: Bloom (Adrien Brody) ha sido durante todo este tiempo menos la mitad del dúo criminal que un fidedigno subordinado, siempre tironeado por Stephen (Mark Ruffalo) y angustiado por titubeos morales. La historia empieza con Bloom decidido a salirse de una vez por todas, pero no del todo seguro de que exista una vida verdadera fuera de las ficciones que su hermano escribe para ambos.
Ese tironeo entre ficción y realidad se convierte en algún momento en el centro de la película, es lo que de cierto modo le da sentido: si se trata de una película que es antes y por encima de todo puro movimiento y excentricidad, de un argumento y un estilo narrativo que no tienen demasiado vínculo con el mundo real (como se lo ha criticado la prensa norteamericana), lo es de manera consciente, y sus personajes viven explícitamente dentro de una serie infinita de argumentos a los que uno de ellos va escribiéndole final tras final. Penélope, la heredera millonaria que pasa de objeto de la nueva estafa de Stephen y Bloom a interés romántico de este último, está interpretada por Rachel Weisz como una suerte de chiflada encantadora que, aburrida de su vida, es capaz de entregarse por completo a una causa sin sentido como la de los hermanos. Johnson –que filmó esta película en Praga, Montenegro y otras locaciones europeas por un presupuesto sideralmente mayor que el de Brick, la ópera prima detectivesca ambientada en un colegio secundario que cuatro años atrás lo convirtió en la nueva gran promesa del cine indie– sabe que el resto de su historia es pura superficie; una superficie brillante y por momentos muy divertida, pero no más que eso. Hasta las referencias literarias desperdigadas por la película –los nombres de los hermanos son el nombre y el apellido de los de los protagonistas del Ulises de Joyce: Penélope es epiléptica como lo era Dostoievski, y a esa condición se atribuye más de una de las epifanías literarias del escritor ruso– son detalles simpáticos sin mayor consecuencia en la historia.
Así que lo que importa, volviendo al principio, son los hermanos, y esta banda de huérfanos que componen con Penélope y su cuarta pata, Bang Bang, la chica japonesa (Rynko Kikuchi) que casi no habla y parece salida de la nada. Johnson filma a sus personajes en la actualidad, pero todo el tiempo en tránsito, entre un castillo en Nueva Jersey que parece tener 300 años de antigüedad, en bares donde los parroquianos se ven como si hubieran sido trasplantados de fines del XIX, o en esas calles de la capital checa que tienen la edad de los cuentos de hadas. El recorrido de los Bloom es, a la manera del Ulises, todo un siglo concentrado en apenas horas que recorren décadas; porque sus relaciones –el amor y la amistad entre hermanos, y entre huérfanos y desarraigados que se reconocen entre sí con una mirada– son absolutamente intemporales; historias sin tiempo ni lugar.
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