Domingo, 25 de octubre de 2009 | Hoy
MúSICA > PADDY MCALOON DESEMPOLVA A PREFAB SPROUT
Prefab Sprout fue una de las bandas inglesas más originales de los ’80 y su líder, Paddy McAloon, es considerado uno de los grandes cantautores junto a Elvis Costello y Morrisey. Pero sin su reconocimiento. ¿Por qué? Una serie de enfermedades, una morosidad glacial para grabar y algo de esa injusticia que impera. Ahora, con un puñado de proyectos que suenan gloriosos, edita los demos de su banda y se lo nota inesperadamente feliz y en dominio de eso que más quiere: “La gloria del lenguaje”.
Por Rodrigo Fresán
Para empezar y para dejarlo perfectamente claro desde el principio: el primer single de Prefab Sprout –autoeditado en 1982– se llamó “Lions In My Own Garden: Exit Someone” por la sencilla razón de que su compositor, el inglés Paddy McAloon, “necesitaba” que la primera letra de cada una de las palabras de su título acabara formando la palabra Limoges, ciudad francesa en la que por entonces se encontraba su novia, a quien tanto extrañaba.
Para seguir: Prefab Sprout –nombre absurdo para un sonido exquisito al que, hoy, resulta felizmente complejo ubicar en tiempo y espacio o moda, porque parece ir desde entonces y para siempre por la suya– lanzó en 1985 lo que se considera uno de los álbumes más perfectos del pop de todos los tiempos: el glorioso Steve McQueen (producido por Thomas Dolby y revisitado en el 2007 con un cd extra de versiones sofisticadamente acústicas) donde destacaba, entre muchas otras, “When Love Breaks Down”. Pero, también, “Faron Young” y “Bonny” y “Appetite” y “Goodbye Lucille #1” y “Moving the River” y así hasta el final de “When the Angels”. Y tres años después, en From Langley Park to Memphis, Prefab Sprout conoció una forma muy elegante de fama planetaria con dos canciones de estilo tan propio como imposible de definir: “The King of Rock and Roll” y “Cars and Girls”, esa que empezaba con un “Todas mis perezosas mandadas de parte de adolescente son hoy fantasmas de alta precisión” y, a la altura del coro, por algún motivo insistía una y otra vez con un “Perro caliente, sapo saltarín, Alburquerque”.
Se modificaron formaciones siempre con Paddy McAloon al frente, siguieron exquisitas maravillas como el conceptual Jordan: The Comeback (1990) y el muy raveliano Andromeda Heights (1997) y el británicamente westernizado The Gunman and Other Stories (2001), un par de imprescindibles Best of..., el rescate del disco perdido Protest Songs (1989, grabado en 1985) y, de pronto, el darse cuenta de que no se quiere tocar ni tener una banda sino, nada más y nada menos, “quedarse encerrado en una habitación escribiendo canciones”.
Y, entonces, la enfermedad.
Paddy McAloon, hoy, podría ser considerado la versión pop de alguno de esos english eccentrics recopilados por Edith Sitwell para su enorme pequeño libro. Uno de esos individuos que se las arreglan para salirse del sistema con gracia y locura.
Y Paddy McAloon –a los 52 años– continúa siendo considerado uno de los más grandes songwriters de su tiempo junto a Elvis Costello y Morrisey. Lo que ya no es, es un pop star. “Estoy en un agujero”, declaró no hace mucho a la revista Mojo y varios motivos para esto: fatiga de materiales, desilusión con el medio, un matrimonio y tres hijas, atracción por la desaparición y los modales ermitaños (Paddy McAloon puede sumarse a la lista de “raros” como Syd Barrett, Brian Wilson, Arthur Lee, Scott Walker o Andy Partridge y no es casual que Jordan: The Comeback girara temáticamente alrededor de las soledades de Elvis Presley y Howard Hughes y que tenga compuesto todo un ciclo de canciones sobre Michael Jackson), pocas ganas de salir de su estudio artesanal y tecnológicamente anticuado Andromeda Heights y, sí, un puñado de molestas enfermedades que le han hecho perder buena parte de su oído (no escucha los bajos), de su vista (sus ojos pasaron por tres operaciones de las complicadas) y de sus ganas de salir ahí afuera, todo esto retratado en esa especie de diario sónico que es I Trawl the Megahertz (2003).
Lo que no le ha impedido a Paddy McAloon –quien también suele llevar las manos vendadas para no arrancarse la piel castigada por eczema crónico–- escribir canciones como para sonar a lo largo de varias vidas. “Paddy escribe rápido pero graba glacialmente”, define con gracia John Warwick en Mojo. Y así las cintas se van acumulando (Cher y Jimmy Nail grabaron algún track suelto) Un musical llamado Zorro The Fox, una suite de spirituals reunidos como The Atomic Hymnbook, las más de treinta canciones de Earth, The Story So Far, el proyecto Zero Attention Span, la ópera Digital Diva... Y, ahora, Let’s Change the World with Music: el “nuevo” disco de Prefab Sprout que, en realidad, es una colección de demos ofrecida por Paddy McAloon a la Sony en 1992, después de Jordan: The Comeback. A la discográfica le preocupó un poco la imaginería religiosa de las canciones y McAloon dijo, ok, de acuerdo, y sacó otra cosa de sus cajones después de explicarles a los ejecutivos que lo que a él le interesa –fan confeso de Boulez, Dylan y Kubrick y Updike– es “la gloria del lenguaje”. Y, sí, Let’s Change the World with Music –inspirado, según Paddy McAloon, por el mito del entonces extraviado Smile de The Beach Boys– es uno de los grandes discos del 2009.
Y –bajo una portada tipográfica con planisferio de fondo que hace extrañar un poco a los chicos sobre la moto en la tapa de Steve McQueen pero que recupera su rara y única música– es un disco inesperadamente feliz y burbujeante y, de algún modo, visitado por el fantasma de navidades pasadas bailando en un embrujada house music. Basta y sobra con escuchar la loca “Let There Be Music” donde la inconfundible voz aterciopelada de Paddy McAloon canta un “Hey Jules y Jim, ¡Yo he escrito el himno del éxtasis!” o, en “Ride”, esa invitación a “Cabalgar hacia Jesús de regreso a casa con la cabeza bien alta”. Y, sí, Paddy McAloon muestra aquí la title-song de su Earth: The Story So Far. Y otra de las canciones se titula “The Last of the Great Romantics” (“Aquí viene el último de los grandes románticos / los pies bien plantados, las piernas abiertas, desafiando a la marea / Vamos, Gatsby, hazte a un lado”). Y otra “Sweet Gospel Music” (“Dulce música gospel, llévate a este chico lejos del peligro”). Y otra más, “Music is a Princess” (“La música es una princesa, yo no soy más que un chico vestido con harapos”). Y “I Love Music” (“Amo a la música, ella sabe cómo traer al pasado / al aquí y ahora”). Y, cerca del final, aparece una que se llama, burlona, “Meet the New Mozart” donde se nos advierte de la posibilidad de un gran artista por fin reconocido: “Conozcan al nuevo Mozart / El retorno del mago de Salzburgo / Conozcan al nuevo Mozart / Yaciendo en la cama donde lo comercial duerme con el arte / ¿Quién puede culparlo? / Ninguna fosa común lo reclamará está vez /// Suficiente de eso de la chispa divina / Ardió y después me dejó en la oscuridad / La próxima vez no seré tan puro / Soñando a lo grande, muriendo pobre / La próxima vez, no seré tan brillante / Canjearé un núcleo fundido / Un estallido de estrellas / Por la luz de una vela”.
Y está todo dicho, creo.
Y, de acuerdo, los demos de Paddy McAloon suenan mejor que muchos discos megaproducidos de más de uno o una; pero resulta inevitable pensar cómo sería todo esto con orquesta, sesionistas top y, otra vez, Thomas Dolby en los controles. El problema –o, tal vez, la solución– es que nada le interesa menos a Paddy McAloon (por más que en las linernotes de Let’s Chang the World with Music diga extrañar a sus viejos compañeros y continuar aspirando, diecisiete años después de todo esto, a la “trascendencia a través de la música”) que interactuar, relacionarse y, por nada del mundo, salir a dar vueltas por ahí.
A Paddy McAloon –quien alguna vez soñó que Wacko Jacko le producía un disco y le explicaba que a su música le faltaba algo que definía como “rollmo”– le basta y le sobra con cambiar el mundo.
Desde el estudio de su casa.
Con música, por supuesto.
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