MUESTRAS > CARLOS THAYS, EL HOMBRE QUE PLANTó BUENOS AIRES
¿Qué son los parques, plazas y paseos sino el jardín de las ciudades? Y aunque más de uno crea que esos árboles estuvieron siempre ahí, hace más de cien años, fueron planeados, diseñados, plantados y proyectados por alguien. Los de Buenos Aires –prácticamente todos–, por un francés amante de la botánica y enamorado de la ciudad: Carlos Thays. Una muestra en el Recoleta permite conocer su vida y su frondosa obra y, de paso, revisitar las polémicas que su hermoso trabajo despierta en la remodelación de la ciudad.
› Por Gustavo Nielsen
No todos conocen, en la Argentina, a Carlos Thays. Y sin embargo todos hemos estado, en alguna época de nuestras vidas, tengamos la edad que tengamos, haciendo alguna actividad adentro de un espacio diseñado por él. Paseando, andando en auto, fumando, durmiendo la siesta, besándonos con alguna novia perdida o un domingo de picnic. En otra época fue circulando en carro, remontando un barrilete, jugando al diábolo o a lomo de un caballo. Hablo de todo un país y por más de cien años. Aunque pocos lo sepan o lo hayan sabido en su momento.
Para la gente, las plazas están allí de toda la vida. Y los árboles han crecido solos, como por arte de magia. Pero alguien tuvo que proyectarlos, que plantarlos en sus lugares, y dijo: “Dentro de cincuenta, setenta, cien o ciento cincuenta años estarán así de altos”. El arte del jardín es un arte cambiante, algo que vemos en constante movimiento, que crece. Cambia con las estaciones, con la luz del día, de la mañana a la noche, si hay bruma o sol, nieve o llovizna. Y, sobre todo, cambia con los años. Tus abuelos vieron esos árboles más pequeños de los que los viste vos, porque el arte del jardín es un arte mutante.
La actividad que desarrolló este gran hombre en la Argentina (también lo hizo en Chile, Uruguay y Brasil) tiene una dimensión extraordinaria: casi todos los parques y arbolados públicos de algunas ciudades llevan su firma. Y es una firma mágica, porque no sólo decidió el trazado de los senderos que recorremos: trazó un diseño en el tiempo, que contempla una cronografía de floración anual para que las ciudades se vean distintas según las estaciones. Buenos Aires cambia de color en las flores de los árboles que Thays eligió.
Para llevar a cabo este plan adaptó cuatro especies autóctonas del Norte argentino: el lapacho, la tipa, el palo borracho y el jacarandá, y los fue sembrando para que nosotros pudiéramos comprender los cambios de la ciudad por el color que hay arriba o debajo de nuestras cabezas. Cuando el palo borracho está floreciendo, el lapacho ha soltado sus pétalos en las veredas. Y la ciudad se ve amarilla por arriba y rosada en el suelo.
Acaba de inaugurarse una muestra en el Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires, Recoleta, sobre este jardinero francés del que –repito– poco conocemos acerca de su vida y demasiado de su obra, que nos alegra todos los días, gratuitamente, nuestro pasar en la ciudad.
Y ojo porque la exposición tiene casi la corta vida de una mariposa: empieza en noviembre, con el celeste del jacarandá, y termina en diciembre, con el color amarillo de las tipas.
La exposición del hombre que le puso colores a Buenos Aires.
Thays llegó a la Argentina de la mano del empresario cordobés Crisol, que quería hacer un parque francés en una urbanización llamada Nueva Córdoba. Crisol se fue a París a contratar a Edouard André, el paisajista de moda en 1850, discípulo de Adolphe Alphand, el jardinero del Barón de Haussman. Pero André estaba muy ocupado y le cedió a su mano derecha, don Carlos Thays.
A los dos años de vivir en Córdoba y después de realizar ese parque que hoy lleva el nombre de Parque Sarmiento, Thays pasa por Buenos Aires rumbo a París y se entera de que ha muerto Wilhelm Schübeck, el alemán que era director de Paseos Públicos. El cargo ha quedado vacante. El intendente llama a concurso de antecedentes y oposición al que se presentan varios paisajistas. Después de un examen brillante, el puesto es de Thays.
Cabe aclarar que en 1800 no había escuelas de paisajismo en el mundo. André había ido a la Escuela Forestal en la que se aprendía botánica; la Ecóle de Versailles de paisaje aún no estaba formada, y los alumnos salían dibujando después de pasar un semestre por Beaux Arts. A Thays no se le conoce otra formación que los diez o quince años de trabajo en el estudio de André.
Carlos Thays fue director de Paseos Públicos de la ciudad de Buenos Aires desde 1891 hasta el 31 de diciembre de 1913. En ese tiempo creó desde cero o remodeló la mayoría de los espacios verdes que se conocen actualmente: los parques 3 de Febrero, Los Andes, Ameghino, Colón, Patricios, Chacabuco, Pereyra, Centenario, Lezama, Avellaneda, Alvear; las plazas del Congreso, de Mayo, Rodríguez Peña, Solís, Castelli, Brown, Balcarce, y muchos jardines en hospitales, regimientos y edificios públicos. Y no solamente diseñaba el trazado y la vegetación; también se ocupaba personalmente del mobiliario urbano, compraba en Europa las esculturas, elegía los puentes, las farolas, las glorietas, los pabellones. El invernadero del Botánico, por ejemplo, fue premiado en la Exposición Universal de París; Thays lo mandó a buscar y se trajo el palais desmantelado, en barco.
También le debemos a Thays el urbanismo de Palermo Chico y los mejores arbolados de nuestras avenidas, ésas que nos dejan sin aire por lo bellas, para lo cual plantó más de 150 mil ejemplares.
Hizo muchas otras cosas, pero que se perdieron en el tiempo, a veces por la dejadez de los gobiernos, a veces por ignorancia y en ocasiones, simplemente, porque los jardines se mueren.
El jardín es el patrimonio más efímero de todos.
Ocupa tres salas del Centro Cultural Recoleta. La primera se llama “Una vida, dos continentes”, y cuenta de los primeros cuarenta años de Thays vividos en Francia y sus últimos cuarenta dedicados a Buenos Aires. Son en su mayoría fotos y documentos. En la Sala Cronopios se desarrolla la muestra “El arte del Jardín”, en la que se pueden observar acuarelas originales de sus diseños, siendo la parte más plástica. La tercera sala se ocupa de la parte científica desarrollada complementariamente por Don Carlos: la escritura de decenas de notas y hasta de un libro en su casa de ladrillos ubicada en el Botánico (adonde hoy está la administración del Jardín), la propuesta del Primer Parque Nacional (antes de que lo hiciera Perito Moreno), y sus acertados estudios sobre el cultivo de la yerba mate para que fuera “un beneficio económico para el país”, y de lo que ha vivido históricamente la Mesopotamia.
La curadora de la muestra es la historiadora Sonia Berjman, la productora es la paisajista Ana María Richiardi y el diseño gráfico e imagen corresponde al Estudio Y/O, de Mónica Pallone y Jorge Caterbetti.
Berjman evitó mostrar las plazas de Thays que fueron demolidas en algún momento negro de nuestra historia. Con las existentes ya hay tantas como para hacer dos o tres muestras. Me dice que igual dejó dos: la placita del Vaticano que está pegada al Teatro Colón, y la Plaza de Mayo que aún es, en un 70 por ciento, diseño del maestro. Los dos granos más urticantes de las últimas bravísimas peleas sobre espacios públicos en Buenos Aires. Le muestro que estoy grabando y ella igual, con guapeza, afronta la situación y da su parecer. No sé si es el parecer que Thays hubiera compartido, pero ella es enérgica, le he tocado un tema punzante y necesita desahogarse. Me pongo el casco.
Sabe que hubo un concurso reciente, llamado por Telerman y la Sociedad Central de Arquitectos para modificar una Plaza de Mayo en la que aún se distingue la mano de Thays. Pueyrredón, que había estudiado en el Polithecnique, hizo la primera versión francesa de nuestra plaza mayor, a la que le siguieron la versión de Buschiazzo y finalmente la de Thays. Las dos reforzaron el carácter francés: plazas muy verdes, llenas de flores y árboles. Después se hizo el concurso público que ganaron los arquitectos Colombo, Montaldo, Szraiber, donde la plaza se convertía en seca, con el argumento de que es un lugar esencialmente para manifestar. Los suplementos de arquitectura nacionales la llamaron el “manifestódromo”. La mayoría de los proyectos presentados eran plazas secas, los vi en la exposición de la SCA, aún sin haber participado en el concurso.
¿Por qué la matrícula se volcó a contrapelo de los céspedes y las flores? Para explicarlo hay que ir a los mismos maestros de Thays, y a uno de los grandes manipuladores políticos de todos los tiempos: Napoleón III. La gran revolución urbanística a mediados del siglo XIX en París fue la ejecución del plan Haussmann, que daba avenidas y plazas floridas a la capital francesa. La propaganda para vender el proyecto que realizó el jardinero Alphand era gauchita: que el pueblo pudiera disfrutar de los jardines como los que antaño había disfrutado solamente la nobleza. Pero el fin último era siniestro: sacar al manifestante de la calle. Cada uno que pisara una flor corría el riesgo de ser llevado preso por destruir el patrimonio. Napoleón, hábilmente, ocupó la calle con una clase más pasiva y echó al disidente de la ciudad.
Esta política de plazas verdes se extendió hacia América. Y alimentó el único argumento válido de los milicos en épocas de dictadura sobre la ocupación de la Plaza de Mayo por manifestantes: esos hijos de puta rompen las flores. Personalmente, y de tener que rehacerla debido a una catástrofe, no llamaría a ningún paisajista. Me inclino porque nuestra plaza mayor sea seca por el hecho de tener la Casa Rosada ahí nomás, así como se inclinaron los ganadores y otros concursantes. Y considero que lo equivocado son las flores.
Sonia dice que es un patrimonio y por eso la plaza de Telerman era una locura. Y es un patrimonio que está, que sigue en pie, que lo arregló Thays y persiste en la memoria de la gente, y por lo tanto hay que respetarlo. En el fondo yo también supongo que no hay por qué sustituir un espacio que aún no está degradado ni muerto. Hasta ahí le creo.
Cuando llegamos a este otro plano de Thays, le recuerdo que esa plaza ya no existe más en un ciento por ciento. La borró la ignorancia de un señor municipal que decidió, en su momento, hacer estacionamientos y arrasar con lo que tan elegantemente había hecho Don Carlos. Me dijo que sí, pero que también creía que debía rehacerse como en los viejos tiempos, en base a documentos. Si todo Dresden se había vuelto a levantar a imagen y semejanza de lo que había antes de la guerra por una decisión bien documentada, no entendía por qué no iba a poder hacerse lo mismo con una placita así de pequeñita. Le puse un ejemplo contrario, el de la cúpula del Reichstag: derrumbado en Berlín durante la guerra, pero vuelto a levantar con aspecto moderno, acero y vidrio por Sir Norman Foster.
A ella no le gusta esta plaza nueva ganada en concurso por los arquitectos Gigli Nievas porque tiene un par de torres de aluminio, y ese material no tiene nada que ver con el Teatro Colón. Me dice que no estamos respetando el patrimonio, a lo que me pliego sin dudarlo: he firmado todas las cartas para parar la piqueta urbana, y lo seguiré haciendo, lo juro. Pero odio el historicismo, eso de que algo vuelva a realizarse como era antes sin importar que hayan pasado años de crecimiento tecnológico, social y demográfico, y le digo que sinceramente me había convencido con sus argumentos sobre la Plaza de Mayo, pero con esta mínima placita del Colón no estoy de acuerdo.
A Sonia le gusta la Torre Eiffel, y pegó el grito en los papers cuando, hace poco, inventaron que había que desarmarla (la idea inicial de Eiffel, por otro lado). La torre es París, es su patrimonio. Sin embargo, en su argumento no contempla que, en el momento de su armado, en 1889, a casi todos los preservacionistas les pareció un adefesio. Y con materiales que no eran parisinos.
Es lógico que una historiadora piense de esa manera, aceptando los hechos validados por el tiempo. Es lo contrario a un diseñador, a un arquitecto que ve la ciudad como una cosa cambiante y viva. Por eso digo que no sé si Thays compartiría la visión de la curadora, pero ella sí es funcional a Thays y a su historia, e hizo de esta muestra que acabo de visitar un evento ejemplar. Puedo disentir con ella en muchos aspectos, pero nadie más que Sonia podía realizar una exhibición tan espléndida. Y lo bueno de Thays es que fue un tipo adorado por todos, por la prensa y la gente, que hacía cosas para la aristocracia más cogotuda de la Argentina, pero también hacía la placita del barrio de Barracas, y eso lo vuelve un ser entrañable, maravilloso. A su funeral fue una multitud en la que había gente de todas las clases sociales.
A través de esta exposición, Sonia Berjman y su equipo consiguieron comunicar no solamente el tiempo histórico de la obra de Thays sino su simpático legado, por el cual tenemos una ciudad hermosa llena de árboles y flores. Y nadie sabe cómo hubiera sido sin este jardinero francés, copado entre copados, que se cambió de país por amor a una Argentina con la que construyó un familión, y a una Argentina que nos tiene a Berjman y a mí enlazados por una discusión complejísima pero amable, interesante y sin agresiones, pudiendo coexistir y pensar al mismo tiempo. Como debe ser entre gente educada.
Un jardinero francés en Buenos Aires
Centro Cultural Recoleta
Junín 1930
Salas Cronopios, J y C
Hasta el 6 de diciembre
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