Domingo, 8 de noviembre de 2009 | Hoy
CASOS > ¿POR QUé LOS BESOS DEL CINE YA NO SON COMO ANTES?
Por Mariano Kairuz
Que Hollywood ya no calienta a nadie no es una novedad: esto es así por lo menos desde los ‘80. La falta de erotismo se hizo evidente no sólo en géneros más o menos marginales como el terror sino en las medianas y grandes producciones de los estudios, que permitieron que la baja temperatura de la pantalla extinguiera una de sus zonas más rentables: las películas calentonas que van de 9 semanas y media a Acoso sexual, pasando por Atracción fatal y Bajos instintos.
Y junto con el erotismo se fueron también los besos. No el beso calenturiento sino el beso a secas, el tierno, el pasional, el íntimo. Sólo quedan piquitos, labios que se estrechan, cerrados y apagados, entre personajes que deberían evocar las más altas pasiones (porque son amantes que superaron algún obstáculo fatal para su relación) o un sentimiento de auténtica intimidad. La comedia romántica, que durante mucho tiempo alcanzó su clímax en la consumación del beso, hace rato que no descansa en la postergación de ese momento. En Cuando Harry conoció a Sally, los protagonistas se daban su primer beso en una fiesta de Año Nuevo, rodeados de extraños. Era un contacto mínimo, tímido, pero la pantalla estallaba de tensión. Sólo que esa película fue, a la vez que un éxito enorme, una anomalía; el producto de dos autores –Nora Ephron como guionista, Rob Reiner como director– obsesionados por un cine clásico que aspiraban a renovar con sus películas favoritas de 40 años antes como faro. Ephron volvió a hacerlo con Sintonía de amor y a intentarlo con Tienes un e-mail. La empresa no tuvo éxito y aquellos films quedaron como casos aislados de un proyecto frustrado. Hoy la comedia romántica tiene poco y nada para ofrecer, y el beso en Hollywood es, en ese y los demás géneros, apenas un trámite, una formalidad, un gesto sin imaginación. No existe ese contacto físico que antes lograba transmitir desde la pantalla una enorme calidez emocional.
En rigor, Hollywood viene retrocediendo en este terreno desde hace ocho décadas. El primer gran golpe lo dio el código Hays, el sistema de autocensura impuesto en la industria en 1930, y que rigió hasta 1968. Sus directivas vetaban, entre muchas cosas, toda promoción del adulterio como una “posibilidad atractiva”, los desnudos y las “danzas sugerentes”, las escenas pasionales que no fueran esenciales a la trama y los “besos excesivos y lujuriosos”. A fines de los ‘30 y principios de los ‘40, el drama romántico todavía era pródigo en grandes besos; alcanza con recordar la inclinación de Clark Gable sobre Olivia de Havilland como imagen icónica del afiche de Lo que el viento se llevó, o una de las postales más famosas de Casablanca, la de los rostros cercanos y expectantes de Bogart e Ingrid Bergman. Pero no mucho después, ya bastante desterrado del cine romántico, el beso pasional encontró refugio en el film noir, donde funcionaba como si se tratara de un elemento de sordidez más: Fred McMurray y la siempre encendida Barbara Stanwyck sellando su acuerdo criminal en Pacto de sangre; Jane Greer y Robert Mitchum en Retorno al pasado. Acorralados, los besos del cine clásico fueron una acción entre los personajes, pero también una fuerza natural que se apoderaba del plano, que involucraba la totalidad de la imagen; un beso era a veces un torbellino capaz de condensar y expresar aquello que no podía mostrarse: la relación sexual o el diálogo explícito. No por nada nadie olvida el choque entre Burt Lancaster y Deborah Kerr entre la espuma de las olas en De aquí a la eternidad.
Para los ‘50, cuando la oleada conservadora ya había recrudecido, Alfred Hitchcock se especializó en esquivar a los censores de las maneras más creativas y originales, plasmando algunos de los mejores besos jamás filmados: la cercanía del rostro de Grace Kelly devolviendo a la conciencia a James Stewart en La ventana indiscreta; los fuegos artificiales –por fuera y por dentro– entre Cary Grant y, de nuevo, la futura princesa de Mónaco, en Para atrapar al ladrón; y el que en su momento fue promocionado como el beso más largo de la historia del cine, el de Tuyo es mi corazón. Una escena que es famosa, entre otras razones, porque Hitchcock eludió a los censores del beso “excesivo y lujurioso”, haciendo que sus protagonistas (Ingrid Bergman y Cary Grant) se trasladaran por la escenografía, cortando el encuentro de sus bocas en infinidad de pequeños besos, mientras hablan y se miran a los ojos.
Hoy, desprovisto de aquella responsabilidad de simbolizar todo lo que no podía mostrarse, el beso parece haber perdido su fuerza como motor dramático. Ya no representa la culminación de una tensión emocional. Ya no carga con la misión de hacer estallar de una vez por todas los obstáculos que dilataron el encuentro, ni de sugerir también la escena de cama que le sigue.
Habrá quien argumente que las cosas no están tan mal, que sí quedan besos de película, o qué pasa con el reencuentro final y lluvioso de Diario de una pasión, con DiCaprio y Winslet en Titanic, con McGregor y Kidman en Moulin Rouge; y los maniáticos de las listas (hay muchas listas disponibles en Internet) desplegarán sus top ten actuales con intensos besos lésbicos y gays. Podrá concederse –repasando los premios al mejor beso del año de los MTV Movie Awards, por ejemplo– que algo había entre Peter Parker y Mary Jane en esa escena de El Hombre Araña, en un callejón, bajo la lluvia, él descolgándose de su telaraña cabeza abajo. Que a su vez remite al lengüetazo con que Michelle Pfeiffer le lustró la cara a Michael Keaton en Batman vuelve una década antes. Pero son excepciones, acaso dos de los momentos más eróticos del cine contemporáneo, motivados por esas taras que tienen los superhéroes y los freaks con doble personalidad para hacer algo productivo de sus impulsos amorosos. Escenas potentes de besos impulsados, como ocurría con los besos del cine clásico –de ahí obtenían su fuerza–, por una dificultad. Pero es obvio que ya nadie invierte tanta pasión en filmarlos como lo hacía Hitchcock.
Tan obsesionado estaba con los besos entre sus personajes –para él, el suspenso romántico era tan importante como el suspenso criminal– que hasta debió terminar una de sus películas más célebres un poco frustrado por no haber podido filmar a Tippi Hedren y Rod Taylor como hubiera querido hacerlo en Los pájaros. Así se lo contó a Truffaut: “En una escena de amor quería presentar las dos cabezas separadas que van a reunirse. Quería realizar panorámicas ultrarrápidas, barriendo con la cámara de un rostro al otro, y que a medida que los rostros se acercaran, el barrido disminuyera hasta no consistir más que en una pequeñísima vibración”.
Y ahí está, ésa es la palabra que mejor lo define: vibración. Quizás haya más desnudos, el sexo y los diálogos sean más explícitos, cada tanto surja algún romance pasional; pero en el cine de los estudios de hoy falta aquella vibración y sólo queda ese choque de cabezas como un momento anémico y estático; ya no sin torbellinos arrasadores sino sin siquiera una leve brisa capaz de despeinar a nadie.
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