Dom 22.11.2009
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FAN > UNA POETA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA

Corre, Doinel, corre

› Por Delia Pasini

Antoine Doinel es un adolescente y las circunstancias de su vida no le son propicias. Para la madre, que lo tuvo de soltera, siempre ha sido un problema; para el padrastro, una incomodidad. Si la primera lo maltrata, el segundo lo omite, porque a su vez es alguien de escasa o nula importancia. En resumen: un hombre despreciado. Viven en un apartamento miserable, en poca disimulada promiscuidad detrás de un mugriento cortinado. El título, mal traducido al español, significa “hacer las mil y una”. Vivir a los tumbos, de eso se trata, máxime tras descubrir en la calle a la madre seduciendo a otro hombre. La de la madre, devenida mujerzuela, es una escena que Antoine Doinel hubiese deseado no ver jamás. La peor de las pesadillas le rompe el corazón. Pero no hay un despertar que alivie. Sólo puede recurrir, sin saber por qué, a un rápido desquite.

La humillación se convierte en rebeldía. Antoine Doinel no lo sabe, pero ya desde su corta edad su destino parece haber quedado marcado, crescendo sinfónico del cual no puede escapar: frustración, ira, resentimiento y violencia son las claves de una partitura discordante e inarmónica que prenuncia, sin duda, el fin de la inocencia, aunque se pretenda encorsetarla mediante una educación escolar ceñida a rígidos principios y normas de conducta que, si bien se pretende beneficiosa, prefiere ignorar cualquier interpretación psicológica de la conducta de un “niño-problema”. Dicen que Doinel era el alter ego del director. Sé, consulta obligada a la ficha técnica, que Truffaut dirigió la película en 1959. No sé, en cambio, cuándo la vi. Sin duda en una cinemateca. Arriesgo: Sala Lugones, del Teatro Municipal San Martín. Desde aquel entonces, Truffaut se convirtió en uno de mis directores de cine preferidos. Todas sus películas me encantaron, incluso una no estrenada en la Argentina, que tuve la dicha de ver en París, en 1978, La chambre verte, aun cuando no pude dejar de reconocer, íntimamente, que era un bodrio, lisa y llanamente, pero filmado por Truffaut.

Ahora que escribo sobre mi escena predilecta, estoy convencida de que habrá sido elegida por cientos o miles de personas, tan sugestiva me resulta, tan perfecta en su significación plural e inagotable. Antoine Doinel escapa del reformatorio. Y corre. Corre. Corre. Por las calles de París. Por las afueras. La cámara –así me gusta recordarlo– lo enfoca de perfil. De perfil derecho, si no me equivoco. La carita de Doinel es bella, es anhelante. Doinel se fuga del encierro. Escapa. Huye. No hay suficientes sinónimos para expresar la determinación de esa huida, la desesperación de esos brazos acompasados con el cuerpo, impulsándose contra el viento. Doinel es el viento; no hay horizonte a la vista, hay un pasado que ya no ve, porque lo va dejando atrás, y un presente detenido, vaya la paradoja, en ese correr incesante, de un muchacho joven capaz de beberse el viento porque se le va la vida en ese correr que, como la roñosa cortina de cretona, lo separa de la sordidez.

De pronto, el mar. Adivino: Doinel primero oyó el mar, recibió su sonido, ese bramar tan extremo como para atraparnos en un sueño ancestral de querer regresar al origen. El ulular del mar. El gemido del mar. El arrullo del mar. Temor por asomarse al piélago, de caer devorado por las olas. Todo ser humano debería descubrir el mar en su infancia, para acariciar un instante de felicidad.

La emoción de Doinel al ver el mar por primera vez. El mar prolonga su límite, lo desplaza hasta el infinito. El mar lo libera de su contingencia. El mar se ofrece y se rehúsa, fuerza natural e impiadosa. Ahí, al alcance de los pies, al alcance de la mano, ese prodigio verde y blanco siempre en movimiento, oxímoron extremo de permanencia y vértigo.

Doinel mira el mar y le da la espalda. Enfrenta la cámara. Nos confronta, nos interpela. Todo su ser estalla, contenido, ante nuestra mirada cómplice.

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