Domingo, 29 de noviembre de 2009 | Hoy
HITOS > LAS PUBLICIDADES DE LA GINEBRA BOLS
Llegada al país como un producto importado y asimilada definitivamente al ser nacional con su planta en Bella Vista, la ginebra Bols se volvió un icono a través de más de un siglo de publicidades, en las que hasta prometía a sus bebedores el encanto del esmowing. Compilados justamente en ¿Quiere tener esmowing? (del Nuevo Extremo), esos avisos son un muestrario del imaginario nacional a lo largo de un siglo. María Moreno recorre la mitología de la botella color ámbar, desde Martín Fierro y los años ’20, pasando por los bares de Corrientes, la bohemia de los ’60, Briante, Feiling y los 24 horas del Once, hasta Daniel Giribaldi, el gran poeta ginebrero.
Por María Moreno
“Quién hubiera imaginado en el viejo bar Ramos de la calle Corrientes que aquello que consumíamos –por transmisión oral, anhelo de pedigrí bohemio o estética neopopulista– sin haber mirado jamás una publicidad, merecería ahora una publicación? ¿Quiere tener esmowing?, el libro de las publicidades de Bols, es el álbum familiar de muchos con la particularidad de que carece de fotografías personales y, sin embargo, cada imagen suelta la evocación hasta hacer decir en soñadora cronología: “En esa época, yo...” En realidad todo un proyecto de Argentina se puede leer en esas propagandas de ginebra que empiezan por promover el color local con grabados de gauchos y, hacia la década del ‘20, bajo el slogan “La bebe todo el mundo”, sitúan a la Bols desde la punta de un pico montañoso hasta el pie de una avioneta, en la mano de una campesina holandesa de cofia con orejas o en la de un clubman vestido de jaquet. A pesar de su origen holandés, ya no habría un original importado sino una bebida internacional que podía beberse en Argentina como en todas partes; cuando en 1935 se creó la planta de Ervens Lucas Bols en Bella Vista, se hizo definitivamente nuestra. La expansión en licores sacó la marca de los boliches y la metió en los hogares. Entonces la promo abusó de escenarios con chimeneas, señoras con el cuello de Grace Kelly y terrazas de estancia con álamos a los lejos. Hoy la planta queda en Capilla del Señor y es de Sabia S. A., que edita el libro junto con Nuevo Extremo. La idea, la investigación y el diseño son de Gabriela Kogan. El esmowing es un invento del publicista Hugo Casares, no quiere decir nada pero se sabe que cada argentino con tal de pertenecer... compra.
En nuestra literatura, la ginebra es estructural. No por líquida resulta menos importante que la muerte de Beatriz Viterbo como condición de “El Aleph”. Es el argumento químico del disgraciarse de Fierro, antes de lanzar la injuria que terminará con la muerte de El Negro (“Va’ca’yendo gente al baile”). Pero además el porrón es el embajador del cuchillo: “Y ya se me vino al humo/ como a buscarme la hebra,/ y un golpe le acomodé/ con el porrón de giñebra”. Cuando Cruz y Fierro se van al desierto, el beso por turnos a la botella es la garantía de que se trata de una de esas uniones homosexuales con instintos coartados en su fin, como llamaba Freud a la homosexualidad sublimada del macho a macho: “Lo agarramos mano a mano/ entre los dos al porrón:/ en semejante ocasión/ un trago a cualquiera encanta;/ y Cruz no era remolón/ ni pijotiaba garganta./ Calentamos los gargueros/ y nos largamos muy tiesos,/ siguiendo siempre los besos/ al pichel, y por más señas,/ íbamos como cigüeñas/ estirando los pescuezos”.
En toda la gauchesca la tensión dramática está en ese contrapunto que antecede al de las guitarras y al de los cuchillos, el del golpe del vaso devuelto al mostrador luego de ser apurado a fondo blanco y el tintineo de la moneda que recoge el pulpero.
Y si Osvaldo Lamborghini fue la última flor del mal de la gauchesca, quedó agradecido al confesar: “Yo vivía envuelto en una diamantina transparencia de gin, o ginebra”.
En Ley de juego de Briante el empine de ginebra del bolichero Arispe es equivalente al disparo del padrino que marca el comienzo del duelo, en este caso el duelo más original de la literatura argentina: la taba se carga con la mano literalmente. En todos estos casos –la pregunta no parece ociosa– ¿era Bols o Llave? El maestro sibarita Osiris Chiérico dice en su libro Estragos, guía informal de la sed y los sedientos, que fueron los licoreros alemanes Otto y Carlos Peters los que impusieron la Llave en 1860 y que fue uno de los primeros registros de la primitiva oficina de patentes y marcas. Después cita los versos de Martín Fierro sobre el porrón pa’ consuelo dando por sentado que se trataba de Llave, pero quién sabe. La vieja promoción Bols remonta la existencia del producto al siglo XVI: “En 1575 comenzó Lucas Bols a destilar su famosa ginebra ¡Hace tres siglos y medio! Sólo lo que es bueno dura tanto tiempo. Y efectivamente, la ginebra muy vieja Bols es buena, porque se destila 4 veces sin cortes, de las especies más finas de cereales y enebrina. De sabor original, es un gran estimulante del sistema que, tomado puro en copitas de licor, entona y da bienestar. Acostúmbrese usted a beber en cualquier momento una copita de Ginebra Bols: tenga siempre un porrón en su casa”.
¿Quiere tener esmowing? moja con Bols tanto los labios de Pinsén como los de zorro Roca. “La primera presencia de la marca en esta parte del mundo de la que existe registro data de 1687”, dice Gustavo Domínguez, director general de Sabia en las páginas preliminares. Por poco la conquista fue no sólo con las armas, la cruz y la crónica sino también con la Bols. El dato más preciso que consigna el libro es de 1906, año en que llegaron 12.000 cajas de doce porrones al puerto Buenos Aires. Tres años más tarde fueron 39.000. Los porrones eran todavía de 1,2 litro y de barro; cuando crecieron al doble se aprovecharon como bolsa de agua caliente de pobre; quemaban que era un horror pero indicaban un status superior al ladrillo calentado.
Chiérico establece la diferencia entre el gusto alemán y el holandés aunque sospeche que los paisanos no le hacían asco a ninguna raza de alcohol: “Se reconocen dos clases de ginebra: la vieja (oude) y la joven (jonge). La primera es de sabor mucho más intenso y aromático, razón por la cual los alemanes comparten su preferencia, mientras que a la joven, en cuya elaboración interviene menos malta de cebada que en la otra, procurándole más suavidad en el sabor, y una casi total ausencia de aroma, se la puede tildar de floja, pero acaso es su frescura su mayor virtud”.
La Bols se promociona como “zeer oude genever”. Qué argentino: la ginebra de la gauchesca sería un producto holandés según el gusto alemán.
Cuando la vieja bohemia porteña hecha de periodistas, diputados, chorros o mixtos de todas esas calañas perdió la legalidad del ajenjo en boliches como lo de Luzio o el Bar Inglés, la ginebra no habrá sacado ningún Rimbaud, pero se hizo al pueblo pueblo de elite; por los ‘60 y ‘70 los boliches de la calle Corrientes la ofrecían de parado o a la mesa y, si pegaba fuerte, no era porque tuviera más alcohol que el whisky sino porque el bajo costo permitía estirar el momento hasta la del estribo. El protocolo entre amigos dictaba adquirir la técnica de devolver un borracho a su casa dejándolo recostado junto a la puerta (no era bien visto tener trato con cónyuges y otros adversarios). Había que asentarle la espalda contra la pared, estirarlo como para medirlo, enderezarle las rodillas a mano o a patadas; mientras se le colocaba la cabeza hacia atrás para que no actuara de plomada, se le dirigían rápidas órdenes –más al inconsciente que a él mismo–, antes de correr hacia el taxi; entonces, si ya en la puerta, un exceso de celo hacía que se le echara un último vistazo, solía verse el fatal deslizamiento por la pared, las nalgas en dirección a los talones. La situación era como la de esas madres que, luego de haber logrado hacer dormir a su bebé, y alentadas por su respiración regular, comienzan a dirigirse de puntillas hacia la puerta cuando las sorprende el feroz aullido. Era preciso corregir la pose dos o tres veces, hasta que se descubría que, si no se miraba, el borracho se las arreglaba solo para entrar en su casa; podía comprobárselo al día siguiente con un llamado telefónico.
El gran poeta ginebrero fue Daniel Giribaldi, autor de Sonetos Mugre, cuyo poema emblemático, verdadero manifiesto de estaño, estaba dedicado a un feto: “Corona el mostrador su forma absurda/ conservada en alcohol dentro de un frasco./ Es un feto: junémoslo sin asco;/ pudo nacer, pudo haber sido un curda. (...) Se tiraba a machito esta pavada./ Pudo ser todo y prefirió ser nada/ (o, acaso, prefirieron que no fuera)”.
La cosa es que, “bandeao por el escabio,/ pienso que a la final jugó de sabio: / seguirá con su alcohol cuando yo muera”. Era un mandala proaborto y un elogio alusivo del vidrio del vaso lleno.
Giribaldi paraba en el Ramos en donde era local y no after hours como los que venían luego del cierre de La Paz; bebía su ginebra en una de esas copitas a propósito que son como un vaso para baños oculares pero con tallo, sin lugar para la herejía del hielo y bastante difíciles de llevar a los labios –se las sirve llenas hasta el borde– sin volcar a la tercera vuelta. Me parece que era Bols, esa ginebra. No importaba, como no les importaba a los escritores Miguel Briante y Luis Luchi que la marca tuviera como slogan “cada día una copita” en donde el subrayado introducía una retórica cobani, ni que se haya adecentado para el hogar en licores de nombres cipayos como curaçao, oragnac o parfait amour que se envilecían aún más en los ingredientes de Doña Petrona C. de Gandulfo, quien llegó a recetar niños envueltos al triple sec y flan de advokaat. Qué ascazo (el asquito de Caparrós queda chico). No importaba, repito. Total, rara vez alguien se volvía a la casa.
El dandismo del cesante o del escaso de fondos prohíbe, dentro del mismo género, bajar la calidad del alcohol ingerido, propone, a cambio, un repliegue en la tradición. El diagramador Daniel Crossa, hipnótico monologuista de las redacciones de Jacobo Timerman, decía que, en tren de descender en la escala social, lo más puro es la grappa Valle Viejo. El escritor C. E. Feiling no lo conoció por razones cronológicas pero no estaba de acuerdo: en tiempos de escasez bebía ginebra Llave, más barata que la Bols y de mejor calidad, según su escolástica, a menos que detectara viejas partidas en estantes de almacén poco frecuentados, entonces sí, la Bols todavía podía dar la prueba de fuego de que “su color ámbar pálido comprueba su vejez” (ahora se parece cada vez más al agua de la canilla). A la Llave solía tantearla en los 24 horas de Once en compañías plebeyas como el Paddy y el añejo W, sólo aconsejables para una autodestrucción de emergencia.
El crítico de arte Bengt Oldemburg y la editora Julieta Lionetti, cosmopolitas recién bienvenidos, tenían en sus tiempos prediáspora la originalidad austera de combinar osobuco en vino tinto con repollitos de Bruselas en vino blanco para mantener el alcohol en sangre luego de despachar una botella de Bols servida y convidada en cristalería sobreviviente pero finísima.
El teatro pobre del bebedor sin plata ha dado lugar a los happenings privados más originales y riesgosos ignorados por la prensa. Jorge Di Paola (Dipi), el recordado autor de Minga, huésped en un departamento del artista Roberto Jacoby, pretendió la invención gastronómica huevos al fernet que eclosionó hasta paredes y techo en un salpiqué irregular que, dicen, aún perdura, sobre todo el olor.
Sin vituallas para el hangover, aunque no me consta, sé que el poeta y crítico Raúl Santana frió huevos en Bols sin incidentes conocidos y hay quien dice que la combinación es exquisita.
Por el 2006 supe destilar en mi ocasional casa del Tigre una ginebra hecha a base de bayas de enebro maceradas durante 21 días en alcohol fino y emparejada hasta el litro con agua destilada y agua a secas. La mezcla no estaba nada mal considerando que me faltaba el alambique, pieza que, al parecer, es imposible de conseguir dentro de la legalidad aunque un lector de Mecánica Popular me prometió fabricar uno con ciertas piezas de un calefón Orbis. Alguna vez vi entre los vidrios especializados de Jacobo Rapoport, en su local de la calle Venezuela, formas que me hubieran sido utilísimas pero la mala conciencia me impidió pasar por química. Mi ginebra daba una coz interior que hacía ver las estrellas pero resultaba amable en épocas de frío e inundación. El que la valoró fue el artista Jorge Gumier Maier, vecino del arroyo La Perla y el único que no la comparó con enjuague bucal fuerte.
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