CINE > EL ATROZ ENCANTO DE 2012
Roland Emmerich es especialista en destruir la Tierra. Y después de Día de la Independencia y de El día después de mañana, sube la apuesta a lo más alto: 2012 es una vertiginosa sucesión de destrucciones –ciudades, países, continentes– que tiene mucho que decir sobre por qué nos fascina ver a nuestro mundo desaparecer.
› Por Mariano Kairuz
En su nueva película catástrofe, 2012, el director Roland Emmerich destruye la Tierra por tercera vez. Ya lo había hecho hace 13 años en Día de la Independencia, una de cuyas imágenes más icónicas fue la de las naves extraterrestres pulverizando el Capitolio. Volvió a hacerlo en su fábula sobre una nueva era de hielo en El día después de mañana. Y ahora volvió a emprenderla con su tema favorito, explotando como tantos libros y documentales la cercanía del presunto final del calendario maya, pretexto ideal para poner en imágenes vertiginosas la agonía de un planeta que se desmorona cuando sus placas tectónicas se reacomodan sin importarles en absoluto todo aquello –las megaurbes y los poblados con sus millones de personitas– que tienen encima. Las olas gigantescas, las llamaradas de proporciones infernales; el Apocalipsis. Ninguna de las anteriores fue lo que se dice una obra maestra, y cada una fue a su modo irresistible. Emmerich dice que ya está, que ésta es la última. Pero si cambiara de parecer, seríamos no pocos los que acudiríamos igual de entusiasmados a ver otra de sus fascinantes películas malas a los cines.
2012 está protagonizada, por así decirlo, por la Humanidad entera, pero la película se esmera un poco, no más que un poco, al principio, en darnos a entender que está todo el mundo en la misma. En las primeras escenas viajamos de la India –donde un hombre de ciencias norteamericano (Chowetel Eijifor) pone cara de asombro ante las terribles revelaciones que le hace un colega en un laboratorio subterráneo– a la fiesta en Washington en que el mismo personaje irrumpe apenas después para dar su urgente parte de situación. Un poco más tarde, el director del Louvre participa en un operativo secreto para poner a resguardo La Gioconda original. Esto, se nos dice, nos afectará a todos, y en algún momento, cuando el fin del mundo ya ha empezado a ocurrir, se nos informa que América latina ha sido de los primeros pedazos de tierra en desaparecer (y ahí está la imagen del Cristo desplomándose en Río de Janeiro) y hacia el final todavía habremos de tener noticias sobre el continente africano. Entre un extremo y otro hay dos horas y media de película y una aventura centrada en un pequeño grupo de personajes (un escritor fracasado interpretado por John Cusack, su ex mujer y los hijos de ambos, entre ellos) que les va escapando por un pelo a lluvias de rocas ardientes, terremotos y derrumbes monumentales y olas descomunales, en un avión cuyo destino urgente es China. ¿Qué hay en China? Una media docena de arcas de la salvación, cuya existencia ha sido ocultada al mundo, ya que están destinadas a unos pocos cientos de miles elegidos. Estos pocos personajes que podrán o no llegar a tiempo a las arcas (junto con el presidente de los Estados Unidos, su hija, su gabinete y unos pocos personajes más), proveen el nudo emocional de la película, y son lo que pasa entre una escena catástrofe y la siguiente, que es en definitiva lo que fuimos a ver al cine. A ver cómo sería.
Y la pregunta sigue siendo la misma desde que empezaron a hacerse estas películas: ¿por qué será que es tan fascinante el espectáculo del Capitolio arrasado por el rayo marciano, como el de Nueva York engullida por una ola gigante, y como el de la Estatua de la Libertad quebrada y hundida en la tierra? ¿Por qué es tan grande el morbo que nos llevó a ver una y otra vez en la televisión y en Internet, como si se tratara de una película sobre el fin del mundo, la caída de las Torres Gemelas? Hay una respuesta posible. Nos gusta ver cómo se desmoronan todos esos descomunales iconos norteamericanos, al igual que la Torre Eiffel viniéndose abajo o las cumbres del Himalaya desbordadas por un tsunami gigante (es decir, tanto una construcción arquitectónica, un coloso cultural, como una imponente formación natural: ambas posibilidades valen a la hora de ver a la Tierra cayéndose a pedazos) porque lo que es deslumbrante en su ascenso también lo es en su caída. Y por lo que esta caída simboliza. El fin del mundo, o al menos –tantas veces se ha dicho así, y así lo vuelve a decir el último presidente de los Estados Unidos en 2012– “el fin del mundo tal como lo conocemos”. Y el mundo, tal como lo conocemos es, quién va a negarlo, un verdadero desastre. Crisis financieras globales, hambre y miseria, rebrotes totalitarios por todos lados. Por mal diseñado o por malogrado, esto parece no tener arreglo, así que la mejor oportunidad que se le puede dar al mundo es que todo desaparezca para que todo pueda volver a empezar de nuevo. Con los que queden, y esta vez mejor, por favor.
La razón por la que películas como 2012 funcionan puede ser, entonces, el hecho de que se permiten generar, sin culpa y sin inhibiciones, las imágenes más hipnóticas del caos masivo. Estas imágenes pueden estar inspiradas en la idea de un castigo divino. O pueden estar inspiradas en un comic, o en una presunta profecía maya que hoy nadie con un mínimo de prestigio en el mundo científico parece dispuesto a suscribir. No importa. Lo que importa es que son imágenes que tienen el valor de liberar sus impulsos más infantiles, de abrirse a la fantasía y a la especulación sin ningún tipo de pudor. Vimos el 11-S desde mil ángulos distintos como si se tratara de una película de ciencia ficción, y también vimos las imágenes del tsunami que a fines de 2004 engulló a más de 300 mil personas en el Sudeste asiático. Luego asimilamos los brutales números de las pérdidas, pero el mundo siguió adelante. Aunque no indemne, y el cine catástrofe parece haberse alimentado de esas imágenes increíbles, pero reales. Ahora todo efecto especial digital, por muy descomunal que parezca en una sala de cine –en reemplazo de lo que antes eran maquetas–, pierde necesariamente potencia, porque no queda otra que ser una réplica de menor intensidad de aquellas catástrofes reales atestiguadas en pantallas tanto más pequeñas. Por eso será –aparte de por su prepotencia tecnológica– que 2012 busca subir la apuesta, y sus imágenes desafían todo centro de gravedad y por el camino, a la velocidad de un videojuego, verticaliza ciudades enteras para hundirlas en el océano, y derriba autopistas, acuesta rascacielos, voltea transatlánticos y hace volar trenes. También, como en sus espectáculos anteriores, sus protagonistas se pasan un buen rato en fuga con la muerte en los talones: si antes los perseguían marcianos (Día de la Independencia), y más tarde una ola letal de viento polar (en abierta afrenta a todo verosímil, en El día después de mañana), ahora John Cusack y compañía corren, primero en auto y luego en avión, apenas sacándole ventaja a una grieta que se va tragando toda la Costa Oeste (en particular Las Vegas, que con sus reproducciones de las grandes construcciones del mundo ofrece un cuadro a escala del Apocalipsis), después a una lluvia de rocas ardientes. Sus imágenes son, si no físicamente precisas, fantásticas en el más amplio de los sentidos, más que una apelación, un atentado directo al imaginario colectivo; la destrucción definitiva e impiadosa de todo esto que no sabemos cómo arreglar, pero que sí sabemos con certeza que está mal.
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