› Por Alfredo Garcia
Esta es la gran comedia de rock que faltaba.
La dirigió Richard Curtis, el guionista de Cuatro bodas y un funeral y Un lugar llamado Noting Hill. Actúan Philip Seymour Hoffman, Bill Nighy, Kennet Branagh, Emma Thompson, Rhys Ifans y Nick Frost, entre otros.
En su prólogo, The Boat That Rocked (en Argentina derivada directo al DVD como Piratas del rock) le plantea rápidamente la situación al espectador: Inglaterra, 1966/67. El Swinging London, uno de los momentos más ricos en la historia del rock & roll. Cada semana hay un nuevo single de Los Beatles, Los Stones, los Kinks, Los Animals, Them; Los Who rompen todo y desde los Estados Unidos ya se empiezan a escuchar los primeros sonidos psicodélicos del flower power. Todo bien, salvo que la BBC, monopolio radiofónico del Reino Unido, apenas si llega a programar una hora de música por día.
El remedio: las radios piratas, que amparadas en un vacío legal sobre regulaciones marítimas emitían 24 horas de rock desde barcos que surcaban el Atlántico Norte. Es decir, estos piratas eran auténticos filibusteros sixties, curtidos lobos de mar que se pasaban semanas en el barco esperando que los visite alguna chalupa llena de groupies en minifalda listas para la acción.
Y en esos tiempos previos a que un beatle o un stone pudiera soñar con recibir el título de Sir, obviamente el gobierno británico buscaba la forma de callar estos sonidos de ultramar que llevaban por el mal camino a unos 25 millones de oyentes. Por eso, ya en 1967 los servidores de Su Majestad modificaron las leyes para poder silenciar por la fuerza a estos ruidosos forajidos.
Habría que imaginar un relato clásico de aventuras en alta mar, incluyendo exóticos tripulantes freaks dignos de Herman Melville o Robert Louis Stevenson, sórdidos relatos contados en las noches de calma chicha, rivalidades entre oficiales que culminan en lances de honor, bodas de alta mar oficiadas por el capitán del barco, filibusteros perseguidos por los esbirros de Su Majestad y hasta naufragios tipo cine catástrofe, todo condimentado con generosas dosis de sexo, drogas, estética pop y, por sobre todo, mucho rock & roll del mejor.
La historia real en la que se inspira The Boat that Rocked es tan interesante como poco conocida, y sin mucho esfuerzo ni gran originalidad seguramente podría haber redundado en un producto potable. Pero más allá de las buenas actuaciones, la divertida recreación de la estética mod (el vestuario, por ejemplo, no tiene desperdicio) y el imperdible soundtrack sesentista, lo que hace que esta película sea memorable es el tono de comedia beat elegido por Curtis. La mezcla de inocencia lunática e ironía feroz del mejor cine de Richard Lester y sátiras contraculturales al estilo de M.A.S.H. de Robert Altman o las rebeldías de Lindsay Anderson se funde casi de forma natural, combinando todo tipo de homenajes y referencias al arte y las ideas de los tiempos del arte pop, el beat, los mods y la incipiente psicodelia sin caer nunca en lo pretencioso ni perder el foco acerca de que estos personajes y situaciones de caricatura finalmente deben ser una crónica leal del fenómeno de los radios piratas flotantes.
La referencia a Altman, por más exagerada que pueda parecer, está presente a lo largo de toda la película, empezando por el trabajo que se toma Curtis (obviamente guionista además de director) para que no haya personajes centrales y lograr algo tan difícil como un relato coral donde el único protagonista es el elenco completo. Imitando la mejor tradición de aventuras marineras –de Billy Budd a La Isla del tesoro– el personaje central sería el grumete, es decir, en este caso, Tom Sturridge, interpretando a un chico de 18 años recientemente expulsado del colegio –por fumar ambos tipos de cigarrillos– y enviado por su madre para que se haga hombre. “¡Magnífico error!”, exclama su padrino y gran jefe de la radio flotante (un brillante Bill Nighy, en un rango actoral que recuerda al mejor Terence Stamp), antes de convidarle un porro y presentarle al zoológico de tripulantes con los que tendrá que convivir los siguientes meses. Philip Seymour Hoffman es El Conde, el dj estrella que de golpe es opacado por el susurrante pinchadiscos Rhys Ifans, y Nick Frost es un sexópata capaz de contar guarradas que harían sonrojar al mismísimo Corsario Negro. Pero siendo coherente con los sucesos históricos, también hay personajes muy poco cool, empezando por el kafkiano funcionario archienemigo de nuestros héroes piratas que interpreta un grotesco Kenneth Branagh, en una composición paródica –y probablemente demasiado localista– del legendario líder laborista Tonny Benn (al que es mejor recordar como el primer miembro del Parlamento en condenar el apartheid en Sudáfrica).
En realidad, durante los ’60 hubo varios barcos transformados en radios piratas. Curtis se basa principalmente en la historia de Radio Caroline y, más allá de las licencias de todo tipo que surgen del estilo de comedia beat, muchos eventos que parecen totalmente delirantes realmente ocurrieron de forma bastante similar, incluyendo la boda a bordo y el naufragio catastrófico donde se perdieron invaluables colecciones de discos. Hoy, son las radios on line y los sitios en Internet los que mantienen con vida circulación de la música. E igual de absurdos son los allanamientos y los juicios a los chicos de sitios como –ejem– The Pirate Bay. Mientras las discográficas luchan, o más bien ganan tiempo contra lo nuevo, y las radios de aire prácticamente no pasan ninguna música que no esté pautada comercialmente, ahí afuera, en las aguas de la red, la piratería sigue traficando el futuro.
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