PERSONAJES > AMANDA PEET: TANTO ENCANTO TODAVíA POR DESCUBRIR
› Por Mariano Kairuz
Dueña de una de esas caras que mucha gente reconoce pero no puede nombrar, Amanda Peet protagoniza 2012, la película catástrofe de Roland Emmerich, lo que significa dos cosas casi contradictorias: por un lado, que esa cara está en este momento en los cines de todo el mundo, como nunca antes; por otro, que le ha llegado la hora de interpretar esos personajes que son engullidos por cataratas de efectos digitales. Es decir, que Hollywood ya la asimiló como una figurita válida pero no imprescindible, una estrella menor e intercambiable. Que sirve para estar ahí, haciendo de ejemplar madre de familia y deseable ex esposa (de John Cusack, con quien actúa por tercera vez, y que también se encamina injustamente a un destino de actor de saldo), corriendo cuando es necesario delante de una lluvia de rocas ardientes o esquivando una rajadura en la tierra. Una pena.
Una pena porque si bien su carrera nunca fue lo que se dice meteórica, sino más bien lenta y trabajosa, una vez cada tanto la neoyorquina Amanda Peet (1972) pega uno de esos papeles en los que es capaz de demostrar que hay mucho más que esos ojos azules y ese cabello de perfecta y bonita All-American Girl que podría dedicarse sólo a vender televisores o cuentas bancarias o –con esa sonrisa blanca y pareja hasta lo sobrenatural– dentífrico. Hay en ella cierto misterio que se materializa en personajes como el que hizo en Studio 60 on the Sunset Strip, donde le sentó inesperadamente bien la piel de la directora de una cadena televisiva basada en la jefa de la NBC: ella, nada menos que ella, haciendo de tiburón corporativo. Con lo mucho que se hace querer.
Hija de un abogado neoyorquino de larga y reconocida trayectoria en su país y de una trabajadora social, que no vieron con buenos ojos que la nena se dedicara al modelaje o la actuación (“¿No sabés lo que le pasa a la gente que se apoya exclusivamente en su aspecto físico?”, le espetó la madre a los 14 años), Amanda empezó a estudiar arte dramático un poco por accidente mientras cursaba Historia en la universidad. Su ascenso fue dificultoso: tras una docena de películas indies que no la llevaron a nada (la mayoría no se estrenaron siquiera en video), protagonizó Whipped, una comedia sexual que la ponía en el improbable papel de una cruel comehombres dedicada a aplastar ego y libido de machitos cancheros y, ese mismo año (2000), un título fundamental: Mi vecino el asesino. Al lado de Bruce Willis y Matthew Perry (Chandler de Friends, y su futuro coprotagonista en Studio 60) encontró un personaje a medida en su pizpireta aspirante a asesina profesional. Un lugar que parecía justo para ella, entre la simpatía (que inspiraba su ambición tan fuera de lugar), la belleza, la seducción y la torpeza. Por momentos hermosa pero sin arcilla de femme fatale, fue desde el principio –como la definió un periodista de su país– “más seda que cuero”; una chica que se desnuda a menudo en la pantalla pero a la que quedan igual de bien las blusas y las faldas pudorosas. Ese año la revista People la puso en su lista de las 50 personas más hermosas del mundo.
Más tarde fue también la hija de Diane Keaton y novia de Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder. Hizo en teatro Descalzos en el parque, de Neil Simon. Y un papel menor en la lamentable vuelta al cine de los X Files, y se casó con el guionista David Benioff y tuvo una hija. Y acá estamos: en una carrera de casi quince años, sólo un puñado de personajes adultos, un poco dañados –como la heroinómana de la salingeriana Igby Goes Down–, iluminaron su lado más oscuro sacándola de la blanca y perfecta imperfección de sus comedias soleadas. Apenas unas pocas escenas dispersas, que ofrecen pistas de una Amanda Peet que el cine no supo descubrir. Ahora que los estudios ya parecen no confiar en ella, lo mejor que podría pasar es que alguien le escribiera una serie televisiva, y que la serie dure más de lo que duró Studio 60. Ella misma dice que si su marido guionista, que la conoce tan bien, le inventara un personaje, seguro sería el de una chica “fastidiosa, desordenada y tonta”. Y la verdad, quién va a negar que ese tipo de honestidad, cuando viene envasada en Amanda Peet, con sus dientes perfectos y su torpeza congénita y ese rayito de sufrimiento apenas sugerido y apenas escondido, es bastante sexy.
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