La pasión según Fassbinder
nota de tapaA los 15 años se declaró gay ante su padre, a los 20 rodó su primer cortometraje y a los 23 fundó el Antiteatro, el grupo que le haría de familia y con el que acumularía obras, amantes, esposas despechadas y escándalos. Un año más tarde filmó El amor es más frío que la muerte, punto de partida para la obra incómoda y prolífica que el ciclo de la sala Leopoldo Lugones revisita a partir del 20 de enero. A razón de nueve películas por año, entre drogas, alcoholes y amores suicidas, Rainer W. Fassbinder mezcló todo lo que nadie se había atrevido a mezclar: el kitsch y el marxismo, Brecht y los melodramas de Hollywood, una aguda sensibilidad hacia las minorías y un pesimismo radical. Vivió rápido y murió joven, como una estrella de rock, pero su lema era más sobrio: “Afearme y trabajar”.
Por Gary Morris
Pocos cineastas tuvieron una vida privada tan pública como Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), y pocos la vivieron tan implacablemente ligada a su proyecto artístico. Tras su debut, a los 21 años, este enfant terrible que se fabricó a sí mismo hizo más de 40 películas a lo largo de 15 años, además de numerosas obras de teatro y telefilms, pero también se las arregló para frecuentar los leather bars de la Nueva York de los ‘70, donde se lo reconocía y a menudo fotografiaba con su proverbial campera de cuero, sus jeans sucios y su ceño eternamente fruncido. Sus películas se estrenaban en las salas de arte, pero su vida personal, siempre muy bien publicitada, estaba salpicada de chismes y escándalos. Muchos actores disgustados solían evocar anécdotas elaboradísimas sobre la violencia de su carácter. Algunos –como la sufriente Irm Hermann– hablaban incluso de abusos físicos. Citada por el biógrafo Robert Katz en Love is colder than death: the life and times of Rainer Werner Fassbinder, Hermann dice: “Rainer no podía concebir que lo rechazara, de modo que lo intentó todo. ¡Llegó a golpearme ferozmente en las calles de Bochum!”. El nombre de Fassbinder aparecía con frecuencia en los diarios, cuyas páginas usaba en ocasiones para quejarse amargamente de su país: “¡Es mejor ser barrendero en México que director de cine en Alemania!”, decía. Más notorio era el tema de sus amantes suicidas: uno se colgó en la cárcel; a otro lo encontraron muerto en el departamento de Fassbinder. Su compañía de repertorio era una familia volátil y extendida que incluía a su madre y a una retahíla aparentemente interminable de amantes masculinos –antiguos, actuales, futuros–, mujeres abandonadas e incluso un par de esposas frustradas como Ingrid Caven y Juliane Lorenz. Adicto al alcohol y a las drogas (en particular al whisky, el Valium y la cocaína, que terminaron matándolo), Fassbinder dejó este mundo de la misma manera que muchas de sus criaturas cinematográficas: excedido de trabajo, de cansancio y finalmente de tóxicos.
Nacido en 1945 en el seno de una familia burguesa de Munich, Fassbinder se rebeló muy temprano, a los 15 años, cuando no tuvo empacho en anunciarle a su padre que era homosexual. Frecuentó los bares gay, donde conoció a Udo Kier –que luego fue drag queen y taxi boy– y pasó a ser su proxeneta, al mismo tiempo que desviaba su lealtad estética de la cultura alemana, en la que era muy versado, hacia Hollywood. Por entonces veía hasta 15 películas por semana. Su propio cine se alimentaría tanto de fuentes europeas clásicas y modernas –de Thomas Mann a Artaud, pasando por Brecht– como del melodrama y el cine de género de Hollywood, mezcla que condimentaría, además, con la amplia experiencia teatral acumulada en grupos como el Antiteatro, donde escribía, dirigía y actuaba y de donde sacó los miembros que formarían su familia cinematográfica. Rebelde y doméstico, siempre excedido de peso, Fassbinder despertaba las más feroces lealtades entre los miembros de su troupe, y la pagaba arrancando performances brillantes de actores que jamás –salvo raras excepciones, como el caso de Hanna Schygulla– repetirían con otros directores lo que habían logrado bajo su tutela.
Fassbinder cargó despiadadamente contra la sociedad burguesa alemana y contra las limitaciones de la humanidad en general. Sus películas pormenorizan la necesidad desesperada de amor y libertad y las distintas maneras en que la sociedad y los individuos se encargan de frustrarla. Dos de sus títulos resumen este pesimismo romántico: El amor es más frío que la muerte (1969) y Sólo quiero que me ames (1976). Sus personajes principales, tanto los hombres como las mujeres, tienden a la ingenuidad, y suelen desengañarse brutalmente de las ilusiones románticas que alientan, siempre corrosivas para el statu quo social y filosófico. La angustia corroe el alma (1973) detalla la cruel reacción familiar y comunitaria que despierta una mujer blanca, viuda, al casarse con un musculoso trabajador marroquí mucho más joven que ella. La pobre Emmi sólo es absuelta de su “crimen” cuando los que la rodean comprenden que su capacidad para explotarla se ve amenazada. En Martha (1973), una mujer impulsiva (Margit Carstensen), sedienta de vida, se casa con el rico y sofisticado Helmut (Karlheinz Bohm), que detesta su espontaneidad, su inocencia, su diáfano sentido de la identidad, y trata de remodelarla a imagen y semejanza de sus intereses burgueses. El film incluye una de las imágenes más desgarradoras del cine contemporáneo: Helmut obliga a Martha a exponerse inmoderadamente al sol, y el cuerpo desnudo y enrojecido de la mujer lo excita tanto que termina violándola.
Fassbinder no fue sólo crítico del orden dominante, también desconfió de la derecha y la izquierda, y a menudo se lo acusó de misógino, de traidor, incluso de antisemita. Algunos críticos gays y feministas suelen citar Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1971), adaptación de su obra homónima, como una película homofóbica y antifemenina a la vez, quizá porque muestra el tipo de explotación de clase que la sociedad establecida derrama sobre las vidas de mujeres y lesbianas. Diseñadora de modas, Petra vive en el país de las maravillas que ella misma se ha creado: un entorno lánguido y artificioso donde toda referencia al mundo exterior ha quedado suspendida. Como muchos personajes de Fassbinder, como el propio Fassbinder, Petra, autocrática y sofisticada, tiene una suerte de sexualidad flotante; tras el fracaso de su matrimonio heterosexual, se enamora de Karin (Hanna Schygulla), una bella modelo de origen obrero a la que pasa a explotar, reproduciendo en espejo el extraordinario abuso psicológico al que ella misma es sometida por su silenciosa criada Marlene (Irm Hermann). Su histeria y sus ataques de nervios enmascaran el personaje que más reaparece en la obra de Fassbinder: el individuo desesperado de amor. Fassbinder retrata la lenta disolución de estas relaciones como un proceso inevitable; sus actrices (en el film no hay hombres) se mueven lentamente, como en trance, revelando el vasto mundo de anhelos que se esconde tras esa bella y frágil superficie.
Los orígenes teatrales del director, tan evidentes en Petra von Kant, resuenan a lo largo de todas sus películas. A veces se manifiestan en un tipo de actuación estilizada, de gestos lentos, muy deliberados, y a veces, también, en una puesta en escena sorprendente, sofocantemente artificiosa, como en el caso de su último film, la controvertida Querelle (1982). Parecía imposible adaptar al cine el singular homoerotismo existencial de Genet, pero Fassbinder se sumergió en el proyecto con entusiasmo. Querelle es un paraíso kitsch de romanticismo homosexual, atiborrado con una estereotipada imaginería gay (hombres de cuero, marineros, la torturada madama interpretada por Jeanne Moreau). En el decorado de fondo hay un crepúsculo eternamente anaranjado, como si el mundo siempre estuviera a punto de terminar; la arquitectura del paisaje incluye vagos callejones y partes de barcos y altas columnas fálicas que eclipsan la acción.
Si Querelle representa la fantasía fatal de un mundo homoerótico, El asado de Satan (1976) entrampa a un alter ego de Fassbinder en un mundo igualmente fatal pero más realista, donde los artistas ya no son capaces de crear. Kurt Raab interpreta al Kranz, un ex “poeta de la revolución” que se ha quedado sin ideas. Vive en una casa dividida en dos, con una esposa sagaz y su hermanito, un exhibicionista demente, y se la pasa maquinando tretas para reanimar su inspiración. Éste es uno de los films sexualmente más surrealistas del director, que dirige unas brutales secuencias de sadomasoquismo con el acento inquietante de una comedia absurda. En una escena que no ha perdido nada de su radicalidad, Kranz recibe una propuesta sexual en un baño público de parte de un taxi boy que aprovecha la conversación para masturbarse con total desparpajo frente a la cámara. Es obvio que Fassbinder era mucho más que el solipsista autoflagelador que protagoniza El asado de Satan. Obras complejas como Desesperación (1977, adaptada de la novela de Nabokov), como el telefilm de 15 horas Berlin Alexanderplatz (1980) y como la trilogía de la República Federal Alemana –El matrimonio de Maria Braun (1978), Lola (1981) y Veronika Voss (1982)– exhiben su impresionante dominio de las formas narrativas y la crítica social y la amplitud de su paleta. Pero mientras Fassbinder busca lo universal en melodramas a gran escala o en relatos más concentrados, su pulso jamás pierde personalidad. El año de las trece lunas (1978) pertenece a la segunda categoría y a su manera, anclando la trama y la puesta en escena en un caso individual, está magníficamente logrado. Elvira (Volker Spengler), un transexual que antes se llamaba Erwin, es uno de los personajes más trágicos que hayan desfilado por la pantalla. En los últimos días antes de suicidarse, acompañada por una amiga prostituta (Ingrid Caven), decide visitar a algunas de las personas y lugares importantes en su vida. Además de escribir, dirigir y editar, Fassbinder también diseñó la producción y ofició de cameraman; acaso esta concentración de poder haya inspirado algunas de las imágenes extraordinarias de la película. En una secuencia de gran virtuosismo, Elvira vagabundea por el matadero donde trabajaba cuando era Erwin, evocando su propia historia entre las reses colgadas que chorrean sangre. En otro momento inolvidable, Elvira vuelve al orfanato donde fue criado por monjas y asiste al relato brutal de sus primeros años. Fassbinder clava la cámara en la monja (interpretada por su madre), que narra la historia de Elvira con una especie de precisión militar, con todo detalle, sin darse cuenta de que Elvira se ha desvanecido y ya no puede oírla.
Gracias a secuencias como ésa, Fassbinder pudo consagrarse como el más grande director alemán de posguerra, aunque una revisión de toda su producción autorizaría a encumbrarlo en la primera línea del cine del mundo. Este artista prodigiosamente inventivo destiló los mejores elementos de sus fuentes –la teatralidad brechtiana, Artaud, el cine de los estudios de Hollywood, la narración clásica y una sensibilidad gay refractaria a los ghettos– en una obra que sigue iluminándonos y perturbándonos.
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