LA TELEVISIóN DEL VERANO
TV CUATRO ESTRENOS CALIENTES
Amenazaron con erotizar el verano (“Resistiré”), resucitar el pasado (“Costumbres argentinas”), renovar la picaresca delictiva (“Malandras”) y explorar etnias míticas (“Soy gitano”). Pero, a la hora de inaugurar la ficción del 2003, Canal 13, Telefé y Canal 9 apostaron una vez más a los dos únicos valores probados que hay en la televisión argentina: la familia y el barrio. Primer balance (provisorio) de una guerra que recién empieza.
EN FAMILIA
POR CLAUDIO ZEIGER
Bastante se comentó estos días sobre la “coincidencia” entre las nuevas ficciones que arrancaron este verano en los canales 13, 11 y 9: una epidemia de familias enfrentadas al mejor estilo Romeo y Julieta. Pero esa coincidencia no se debe achacar sólo a una moda pasajera, o a la escasa imaginación de los responsables de planear ficción en la TV vernácula. En realidad, el mal de origen es el modo obsesivo con que las producciones locales insisten con el barrio y sus supuestos valores inmodificables (la ingenuidad, la pureza, la amistad, el amor a pesar de todo). Ni un pueblo chico, como en las envidiables telenovelas latinoamericanas, ni una ciudad anónima, como en ciertos unitarios valiosos (“Verdad, consecuencia”, “Cuatro amigas” o “Infieles”): el barrio, la clase media y la familia constituyen la Santísima Trinidad de la TV popular. Nadie vive solo, todos viven amontonados y hablan, en lo posible, a los gritos, sean gente de buen vivir o, como en el caso de “Malandras”, no tanto. A veces pareciera que el tiempo no hubiera pasado desde los legendarios Campanelli.
Así las cosas, en “Costumbres argentinas” (la nueva producción de Ideas del Sur por Telefé) no importa tanto que el tiempo elegido sea la década del ochenta (hasta ahora, telón de fondo con sus bemoles, según veremos) como el corte social elegido: la clase media más media que pueda imaginarse, chata de tan media, de barrio acomodado aunque en descenso social, con pretensiones, la que no se enteraba de nada y quería viajar a Miami como a la Meca. Para demostrar la absoluta barrialización de esta propuesta ochentista basta decir que, a juzgar por lo que se vio en la primera semana, el lugar clave de la década parece haber sido la terraza: es el lugar donde se encuentran y desencuentran los miembros de las dos familias enfrentadas por alguna causa que parece haber sido más beligerante que la guerra de Malvinas.
CAMPEON MORAL
El barrio y las familias enfrentadas constituyen también el corazón del experimento costumbrista de los hermanos Alejandro y Sebastián Borensztein (con equipo autoral encabezado por Sergio Bizzio) titulado “Malandras”, la primera ficción seria de Canal 9. La diferencia es que aquí el corte social de clase media viene aderezado por unos códigos indecisos entre la viveza criolla y el delito, donde las familias son famiglias con apellidos entre ostentosos y solemnes: los Ordóñez y los Bertolotti. Ordóñez (Rodolfo Ranni) mandó a prisión a Bertolotti (Lito Cruz) y es un tipo inescrupuloso y mal temperado, ideal para Ranni. Lito Cruz habla pausado y es un malandrín pero bueno, a tal punto que aprovechó los cuatro años de encierro para estudiar abogacía. Pero, como en “Costumbres argentinas”, aquí el amor de los hijos viene a poner en entredicho el odio de los padres. Damián de Santo, con un entusiasmo a prueba de balas, deambula por la tira repartido entre dos mujeres (Julieta Cardinali y Eugenia Tobal), corre de aquí para allá, les pone al pecho a todas las situaciones y, sobre todo, a un protagónico agotador.
Con un elenco más parejo que glamoroso (Rita Cortese, Marita Ballesteros, Marcelo Mazzarello, Pablo Cedrón, Claudio Rissi, además de los ya citados) y una realización muy ágil, “Malandras” parece refugiarse con bastante comodidad en un recodo del costumbrismo: se explotan las situaciones picarescas y los gags, y se manejan con habilidad las historias secundarias. Quizás sería mejor que no estuviera tan atado al rígido esquema de unidad de lugar (nuevamente el barrio) y a esa vieja idea del enfrentamiento ancestral que, nos arriesgamos a predecir, terminará con la reconciliación de los patriarcas (se viene el abrazo histórico de Ranni y Cruz).
Se nota que “Malandras” es un producto cuidado y que merecería algo más que la poca paciencia que suele mostrar el 9 para sostener un programa en el aire cuando no llega al rating que alucinan sus directivos. Adelantado una semana al desembarco de “Soy gitano”, “Resistiré” y “Costumbres argentinas”, el programa de los Borensztein no pudo aguantar el ataque masivo y sucumbió con cinco puntos. Ya se habla de cambios para las próximas emisiones, pero probablemente sea el ganador moral de la temporada.
COSTUMBRES COSTUMBRISTAS
La ambición de esta tira no es poca. Pretende representar, al ritmo de un año de ficción por mes real, los avatares de dos familias (enfrentadas entre sí, obvio, por la presunta rivalidad de los hombres por una de las esposas) desde el 1º de enero de 1980 hasta enero de 2003. La ambición también se palpa en la cantidad de personajes en danza. Están divididos en dos tandas: los adultos y los chicos. Entre los adultos hay varias figuras muy populares de la TV: Carlos Calvo, Ana María Picchio, María Valenzuela, Osvaldo Santoro, Fabián Gianola. Y también un friso ochentoso encabezado por Carlos Belloso, Divina Gloria y Sandra Mihanovich, atrincherados en un bar moderno pero, otra vez, de barrio. Allí, quizás, transcurran las historias más comprometidas: ya se sugirió que el personaje de Mihanovich estuvo detenida antes de refugiarse en el sur, y que el paradero de su ex novio es desconocido. Los chicos están capitaneados por Tomás Fonzi, Mariano Torres (ex “Verano del 98”), Daniela Herrero (que debuta como actriz) y Lola Berthet, una de las revelaciones de Pol-Ka del año pasado. Hay varios chicos más, y las historias secundarias, por ahora, amenazan abrirse demasiado hacia la confusión.
Mientras al ritmo del “déme dos” el imaginario de los adultos es viajar a consumir a Miami o cambiar el auto, el de los chicos es formar una banda de rock nacional. La impronta “nacional” no es menor: en la recreación de época no parece haber mucho lugar para el cosmopolitismo; el imaginario se cierra sobre lo argentino y, sobre todo, el machacante rock nacional (o la “progresiva”). Aun aprovechando el hecho de que ya existe una nostalgia de los ochenta, el problema que se le presenta a “Costumbres argentinas” es doble: ¿qué imagen cristalizada trabajar de los ochenta (así como existen los dorados sesenta y los convulsionados setenta), y qué hacer con ese muro que divide en dos a la década: antes y después de la llegada de la democracia?
Ése es el primer problema de los ochenta: todavía no se sabe muy bien cómo fueron y, sobre todo, si para el caso argentino no fueron algo más que una década, sólo que condensado en diez años. Quizás, en el caso de “Costumbres argentinas” no haya sido del todo afortunada la idea de empezar tan temprano, sobre el final de 1979, ya que, se quiera o no se quiera, los ecos siniestros (justo en la semana posterior a la muerte de Galtieri) se superponen, inevitablemente, sobre las afables y risueñas intenciones costumbristas. Es un tanto perturbador que, más allá de alguna mención al paso a la política de Martínez de Hoz, las autopistas de Cacciatore o los militares, la representación de época sea por el momento la de una década alocada con camisolas de colores fuertes, en la que los valores más subrayados son la inocencia y la ingenuidad, y la autoridad paterna es ejercida con una arbitrariedad pasmosa (“se cumple porque es una orden de papá”, dice Picchio cuando Calvo prohíbe a los gritos que sus hijos frecuenten a los vecinos). Para decirlo en forma sencilla: hace ruido.
Da toda la sensación de que la época en la que transcurrirá el programa en sus primeros tramos es demasiado pesada como para confinarla a una especie de telón de fondo. En cuanto a la onda retro-nostálgica, justo es decir que hasta ahora “Costumbres argentinas” no cedió demasiado a la sensiblería, y el uso de la jerga y modismos de época lucen cuidados y diseminados con bastante astucia, sin amontonamientos. Se nota que hay un buen trabajo de archivo, y es de esperar que se mantenga a medida que lleguen los años siguientes. Afortunadamente, la época anula el uso de celulares, de los que tanto se abusa en las ficciones actuales. Pequeñas ventajas de una época, por lo menos, ambigua.
GRACIAS POR EL FUEGO
POR MARIANA ENRIQUEZ
“Soy gitano” y “Resistiré”, las nuevas tiras de Canal 13 y Telefé, prometían más calor en un verano que ya era demasiado ardiente. Insinuaban fuego y piel, desde esos afiches cachondos de Pablo Echarri y Celeste Cid semidesnudos hasta los transpirados zíngaros morochos vociferando sobre la canción de Javier Calamaro. Para Telefé, arribar al erotismo es una novedad, teniendo en cuenta que se trata de una pantalla apta para todo público. No es casual que “Resistiré” vaya a las 22. Para Canal 13 y Pol-Ka, es un golpe de timón pasar de la comedia ligera con ídolos adolescentes (“Son amores”) al folletín adulto y las pasiones desatadas. Los experimentos estivales ya están en el aire, cerca de los veinte puntos de rating.
LA DAMA Y EL VAGABUNDO
Esa foto del afiche prometía otra cosa. Un semidesnudo a los cinco minutos como mínimo. Sin embargo, “Resistiré” resultó una tira de lo más elegante. Diego (Echarri) y Julia (Cid) se vieron por primera vez al final del primer capítulo y en el tercero todavía no se habían tocado un pelo. Los autores Gustavo Bellati y Mario Segade (“Vulnerables”) prefirieron entregar la trama sin apuro ni estridencias, con un guión sólido, delicadeza y estilo.
Pero, en el fondo, “Resistiré” no se aleja de las convenciones de la telenovela. Es cierto que hay retoques al conflicto de clase. Diego trabaja en una sastrería, no tiene ambición y, abandonado por su novia, acaba de volver cabizbajo a la casa familiar. Julia, estudiante de psicología, es una especie en extinción: la aristócrata antaño rica, con glamour intacto, tarjeta de crédito suspendida y un padre científico (Daniel Fanego), despistado y sibarita que gasta sus ahorros en una espada y corta el aire diciendo touché. A la preciosa Celeste Cid le falta un poco de misterio y espesor. Además, su juventud es inocultable, a pesar de los anteojos, el pelo corto y el cigarrillo, y lo que hace falta aquí es una mujer. Pablo Echarri está perfecto como pibe de barrio bueno y canchero que se junta una vez por semana en el club con sus amigos medio tarambanas, pero a esta altura los buenos pibes de barrio son un lugar común. El retrato de clase media empobrecida se completa con padre remisero (Hugo Arana) y madre maestra (Claudia Lapacó) y está logrado, pero la exaltación de la familia y el barrio como matriz de nobleza y virtud está agotada. Y aburre.
El tercero en discordia es el sinuoso Mauricio (Fabián Vena), novio de Julia. Vive en las afueras de la ciudad y tiene un criadero de pollos. Joven y rico, quiere montar un probiótico orgánico nacional (¿?), con tufo raeliano. La estabilidad de Mauricio tambalea con la aparición de su esposa: él se dice viudo, pero Martina (Carolina Fal) vive, acaba de salir del neuropsiquiátrico donde la tenía confinada, y se pasea como una mujer demente de novela gótica, vestida de negro, pálida, los labios rojos.
Así las cosas, el dilema de Julia es decidir entre el nuevo rico, su imperio bio-avícola y la frigidez, o el “riesgo” del sastre sexy de club barrial. Si la disyuntiva es seguridad vs. peligro, es falsa. ¿Qué menos riesgoso y conservador que el familiero Diego? Además, Julia no correría peligro de caer en picada, porque Diego es muy guapo, no es “pobre” y viene con promesas de comerle esa boca con forma de corazón, entre otros servicios. Mauricio, que tiene mucho de villano sci-fi, deberá ejercer todo tipo de maniobras probióticas para retener a su amada.
Si “Resistiré” parece distinta, es sobre todo por el cuidado visual. Muchas escenas se resuelven como videoclips vertiginosos. Las de Martina tienen un tratamiento espectral. Cuando Celeste fantasea con Diego, la sensualidad es un sugerente sepia. Mauricio exhibe sus jaulas con música clásica, vestido de blanco, como en una pesadilla futurista. Es valioso, pero no basta para romper más moldes que los técnicos. La estilización inteligente no puede ocultar que “Resistiré” es una tira convencional,sólo que más fina. Le falta riesgo y disparate (salvo por los pollos). Pero de todo eso hay, y a lo bestia, entre los gitanos del 13.
LOS DE FUEGO
Si “Resistiré” apostó a administrar la trama en grageas, “Soy gitano” puso toda la carne al asador. Tanto que en la primera semana medio elenco ya está en peligro de muerte. Es que son gitanos, y aquí el estereotipo funciona en la línea Andalucía-García Lorca-Lola Flores (y un poco de Joaquín Cortés para actualizar el look de los caballeros). Ya relucieron como peces las navajas bellas de sangre contraria. Todas las mujeres enseñan sus senos de duro estaño. Machistas los hombres, sumisas por tradición pero feroces las mujeres, adivinas ellas, bailaores ellos, bronce y sueño los gitanos. Osvaldo Laport suma a su galería de personajes barrocos a Amador, gitano fundamentalista de largas crines, símbolo fálico tatuado en la espalda y un acento que oscila entre Granada, el Río de la Plata y México DF. Anda al grito de ¡cabrón!, ¡joder!, ¡me cache en diez! y pasa del “tú” al “vos”, del “dime” al “contame” y del “vení” al “¡vete!” como si tal cosa. Se hace cargo de toda gitanería verbal, porque el resto habla en porteño. Pero cuando Laport es indio, es Catriel; cuando es boxeador, es Guevara; y ahora es gitano. Poseso por Antonio Torres Heredia, moreno de verde luna, anda despacio y garboso, sus empavonados bucles le brillan entre los ojos, taconea, habla en andaluz marciano, roba pulseras, jura y sonríe transpirado por bulerías. Porque el papel lo exige. Laport es un valiente. Joder.
“Soy gitano” resuelve la tediosa obligatoriedad de incluir familia numerosa en la ficción desde el costumbrismo: así viven los gitanos. No es forzada, y funciona. Es cierto que todos viven demasiado cerca pero, como es una tira tan desaforada, la verosimilitud no hace falta. Transcurre en Buenos Aires, pero podría transcurrir a orillas del Guadalquivir.
Las familias son dos: los Heredia y los Amaya. El patriarca Heredia murió hace diez años y desde entonces dirige el clan el hijo mayor, Lázaro (Arnaldo André). Los Heredia se completan con la esposa de Lázaro, Amparo (Luisina Brando), y los hermanos Amador (Laport), Josemi (Juan Darthés) y Maite (Malena Solda). A los Heredia les va bien: Lázaro es prestamista y tiene una panadería. Los Amaya son el padre Jano (Antonio Grimau) y sus tres hijos, Angel (Juan Palomino), Joaquín Furriel (El Niño) y Mora (Julieta Díaz). Angel está casado con Luz (Valentina Bassi). Jano también presta plata y tiene un desarmadero, pero no es tan próspero como su rival. Los personajes se completan con la hermana de Amparo, Alba (Betiana Blum), su hija Chavela (Romina Gaetani) y su esposo payo Humberto Salvatori (Humberto Serrano). También andan por ahí Silverio (Maximiliano Ghione), pariente de los Heredia; Sacho (Luis Ziembrowsky), un payo loco que trabaja como matón de Jano y se cree gitano; y el Toti Ciliberto, otro payo venido a zíngaro. Son los bufos que le dan un poco de aire a tanta pena negra. Esto no es una comedia ligera: es un folletín flamenco.
No hay mucha más gente en el mundo. Las dos familias, enfrentadas por multitud de asuntos ancestrales, se odian y quieren eliminarse mutuamente, pero en realidad no hacen más que relacionarse. A esta altura, Amador y Josemi (Heredia) están enamorados de Mora (Amaya); Maite (Heredia) vive un romance juvenil con “El Niño” (Amaya); se sospecha que Chavela (Salvatori) es en realidad hija de Lázaro (Heredia); Jano (Amaya) quiere recuperar a Amparo (de Heredia), que fue su gran amor; y Angel (Amaya) fue acuchillado por Josemi (Heredia)... Descifrar el enredo provoca migrañas: en “Soy gitano” hay más personajes y cruces que en un film de Robert Altman. Para colmo, alguna de todas las relaciones prohibidas siempre está a punto de ser descubierta, y como esta gente vive cerca y se va a las navajas con facilidad, pueden sonar voces de muerte en cualquier momento.
Todo el enredo actual comenzó por un puñado de parné, cuando Amador aceptó un préstamo de Jano Amaya para reabrir el tablao del patriarca Heredia, cerrado desde su muerte. Esto enfureció a Lázaro, que desterró al rebelde Amador. La cocinera del tablao es Chavela (el mundo es pequeño), hija de Alba, que tiene una chocolatería idéntica a la que regenteaba Juliette Binoche en Chocolate de Lasse Hällstrom, película que incluía gitano (pero irlandés), un Johnny Depp con acento tan estrambótico como el de Laport.
Lo exaltado abunda. Vuelan cuchillos ante la menor contrariedad, hay peligro de incesto y amenazas desconcertantes (“No sabés las ganas que tengo de dibujarte el obelisco en la cara”), hay miradas intensas mientras suenan seguiriyas. Todo es intenso. Demasiado intenso. Algunas líneas argumentales son interesantes, como la potencial rebelión de la inquieta gitana Luz ante el violento Angel, pero bien pueden perderse en un torbellino de romances cruzados complicadísimos. “Soy gitano” transita un camino peligroso, a punto de caer en la parodia o el absurdo. Pero si los excesos y entreveros logran un mínimo de contención, puede ser un folletín divertido, un placer culpable entre tanto tedioso costumbrismo barrial. Eso sí: ni bien se recupere, Roberto Sánchez debe subirse al tablao, aunque sea como un primo lejano recién llegado de Sevilla. O de Banfield.