› Por Sunead O´connor
Cuando era chica, Irlanda era una teocracia católica. Si se acercaba un obispo por la calle, la gente se apartaba para dejarle el paso. Si asistía a un evento deportivo, el equipo se acercaba a arrodillarse y besarle el anillo. Si alguien cometía un error, en vez de decir “Nadie es perfecto”, decíamos “Podría pasarle hasta a un obispo”.
Esta última frase era más acertada de lo que imaginábamos. Hace unos días, el papa Benedicto XVI escribió una carta personal en la que pedía perdón –por llamarlo de algún modo– a Irlanda por las décadas de abusos sexuales a menores cometidos por unos sacerdotes en los que, se suponía, debían confiar esos niños. Para muchos irlandeses, esa carta del Papa es un insulto no sólo a nuestra inteligencia sino a nuestra fe y a nuestro país. Para entender por qué, hay que tener en cuenta que los irlandeses hemos sufrido una variante brutal del catolicismo basada en la humillación de los niños.
Yo misma lo viví. Cuando era una niña, mi madre –una madre maltratadora, lo opuesto de lo que debe ser una buena madre– me animaba a que robara en las tiendas. Una vez me atraparon y pasé 18 meses en el Centro de Formación An Grianán, una institución para niñas con problemas de conducta, en Dublín, por recomendación de una trabajadora social. El Centro An Grianán era una de las hoy tristemente célebres “lavanderías de las Magdalenas”, patrocinadas por la Iglesia, que albergaban a adolescentes embarazadas y jóvenes poco dóciles. Trabajábamos en el sótano, lavando la ropa de los curas en fregaderos con agua fría y panes de jabón. Estudiábamos matemática y mecanografía. Teníamos poco contacto con nuestras familias. No cobrábamos ningún sueldo. En mi caso, por lo menos, una de las monjas fue buena conmigo y me regaló mi primera guitarra.
An Grianán era producto de la relación del gobierno irlandés con el Vaticano; la Iglesia gozó de una “posición especial” contemplada en nuestra Constitución hasta 1972. Todavía en 2007, el 98 por ciento de los colegios irlandeses estaba en manos de la Iglesia Católica. Pero los colegios para niños difíciles han estado siempre plagados de castigos físicos salvajes, maltratos psicológicos y abusos sexuales. En octubre de 2005, un informe encargado por el gobierno identificó más de 100 acusaciones de abusos sexuales cometidos por sacerdotes entre 1962 y 2002 en Ferns, un pueblo a unos 100 kilómetros al sur de Dublín. La policía no investigó a los sacerdotes acusados: se dijo que padecían un problema “moral”. En 2009, un informe similar involucró a los arzobispos de Dublín en el ocultamiento de varios escándalos de abusos sexuales sucedidos entre 1975 y 2004.
¿Por qué se toleraba esa conducta criminal? Según el informe de 2009, el “importantísimo papel que ha desempeñado la Iglesia en la vida irlandesa es el motivo por el que se consintió que no se pusiera fin a los abusos cometidos por una minoría de sus miembros”.
A pesar de la larga relación de la Iglesia con el gobierno irlandés, la carta en la que Benedicto XVI pide, en teoría, perdón no asume ninguna responsabilidad por las infracciones de los curas irlandeses. Dice que “la Iglesia en Irlanda debe reconocer ante el Señor y ante otros los graves pecados cometidos contra unos niños indefensos”. ¿Qué hay de la complicidad del Vaticano en esos pecados?
En su texto, Benedicto da la impresión de que se ha enterado hace poco de los abusos y se presenta como una víctima más: “No tengo más remedio que compartir la desolación y la sensación de traición que habéis experimentado tantos de vosotros al saber de estos actos pecaminosos y criminales, y de cómo se ocuparon de ellos las autoridades eclesiásticas en Irlanda”. Sin embargo, la carta de infausta memoria que envió Benedicto en 2001 a los obispos de todo el mundo les ordenaba guardar secreto sobre las acusaciones de abusos sexuales so pena de excomunión, es decir, actualizaba una perniciosa política de la Iglesia, expresada en un documento de 1962, que establecía que tanto los sacerdotes acusados de delitos sexuales como sus víctimas debían “observar el más estricto secreto” y “atenerse a un silencio eterno”.
Benedicto, entonces Joseph Ratzinger, era cardenal cuando escribió esa carta. Hoy, cuando ocupa el sillón de San Pedro, ¿vamos a creer que su opinión ha cambiado? ¿Y vamos a conformarnos ante las recientes revelaciones de que en 1996 se negó a destituir a un sacerdote acusado de haber abusado de hasta 200 niños sordos en el estado norteamericano de Wisconsin?
La carta de Benedicto afirma que su preocupación es “sobre todo ayudar a sanar a las víctimas”. Sin embargo, les niega lo que podría sanarles: una confesión inequívoca del Vaticano de que ocultó los abusos y ahora está tratando de ocultar el ocultamiento. Asombrosamente, el Papa invita a los católicos a “ofrecer vuestro ayuno, vuestras oraciones, vuestra lectura de las Escrituras y vuestras obras de misericordia para obtener la gracia de la curación y la renovación de la Iglesia de Irlanda”. Y sugiere, cosa aún más asombrosa, que las víctimas irlandesas pueden sanar acercándose más a la Iglesia, la misma Iglesia que exigía votos de silencio a los niños víctimas de los abusos, como ocurrió en 1975 en el caso del padre Brendan Smyth, un sacerdote irlandés que más tarde acabó en la cárcel por delitos sexuales repetidos. Muchos irlandeses, cuando se nos pasó la risa, nos dijimos que la idea de que necesitamos la Iglesia para aproximarnos a Jesús es una blasfemia.
Para los católicos irlandeses, lo que insinúa Benedicto –que los abusos sexuales en Irlanda son un problema irlandés– es arrogante y blasfemo. El Vaticano está actuando como si no creyera en un Dios que todo lo ve. Quienes dicen ser los guardianes del Espíritu Santo se dedican a aplastar todo lo que el Espíritu Santo representa. Benedicto es culpable de dar una imagen falsa del Dios al que adoramos. Todos sabemos, en el fondo de nuestro corazón, que el Espíritu Santo es la verdad. Por eso sabemos que Cristo no está con esos que le invocan con tanta frecuencia.
Los católicos irlandeses tienen una relación disfuncional con una organización que comete abusos. El Papa debe hacerse responsable de las acciones de sus subordinados. Si hay sacerdotes católicos que abusan de los niños, es Roma, y no Dublín, la que debe responder de ello, con una confesión inequívoca y sometiéndose a una investigación criminal. Mientras no lo haga, todos los buenos católicos –incluidas las ancianitas que van a misa todos los domingos, no sólo los cantantes de protesta como yo, a quienes el Vaticano puede ignorar sin problema– deberían dejar de acudir al templo. Ha llegado la hora de que en Irlanda separemos a nuestro Dios de nuestra religión y nuestra fe de sus supuestos dirigentes.
Hace casi 18 años rompí una foto del papa Juan Pablo II en un episodio de Saturday Night Live. Muchos no entendieron la protesta; la semana siguiente, el presentador invitado del programa, el actor Joe Pesci, dijo que, si hubiera estado presente, me “habría dado una bofetada”. Yo sabía que mi acción iba a causar problemas, pero quería provocar un debate necesario; ése es uno de los ingredientes de ser artista. Lo único que lamenté fue que la gente pensara que no creía en Dios. No es verdad, en absoluto. Soy católica de nacimiento y cultura, y sería la primera en presentarme a la puerta de la Iglesia si el Vaticano ofreciera una reconciliación sincera.
Mientras Irlanda soporta la ofensiva carta con la que Roma pide perdón y un obispo irlandés dimite, pido a los estadounidenses que comprendan por qué una mujer católica irlandesa que sobrevivió a los malos tratos de niña pudo querer romper la foto del Papa. Y que piensen si a los católicos irlandeses, por no atrevernos a decir “merecemos algo mejor”, se nos debe tratar como si mereciéramos algo peor.
Esta es la carta que Sinead O’Connor dio a
conocer en Estados Unidos la semana pasada tras las disculpas de Benedicto XVI por los abusos de menores cometidos en Irlanda por curas católicos.
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