› Por Maria Gainza
¿Por qué un artista decide escribir una autobiografía? Digamos, por ejemplo, que puede ser una búsqueda de la identidad o una forma de volver sobre un camino que puede haberse borrado o un intento por encarnar las formas exactas que retiene su cerebro o conciliar las múltiples capas de su personalidad. Es tentador resolver el problema convirtiéndolo en una cosa u otra. Pero en realidad, el desafío consiste en trazar la intersección entre evolución personal, obra artística y hechos históricos y encontrar aquellos motivos nucleares que calibran, que dan forma y sentido a la vida. Lograr una biografía que no explique una vida sino que nos invite a ver las cosas como el artista las veía.
Estos temas nos asaltan al terminar la lectura de la reciente autobiografía de Gyula Kosice, uno de los artistas más originales de la historia del arte argentino cuya obra, por la sola potencia y rareza con la que perdura dentro de un movimiento que lo nuclea y a la vez lo aparta, se alza como un asteroide en un campo de trigo.
La vida de Kosice tiene los elementos suficientes para alzarse de igual modo de la página: su nacimiento en Checoslovaquia, en una ciudad llamada Kosice que se recuesta sobre los Cárpatos; una travesía en barco que le revela la inmensidad del mar y que será el germen de su obra futura: “La divisoria de aguas entre aquella prehistoria centroeuropea y mi historia argentina”; un horizonte culinario en Buenos Aires a base de “rebanadas de pan francés untadas en ajo”; su supervivencia gracias a la confección de carteras de cocodrilo; el azaroso encuentro en una biblioteca con un libro de Leonardo da Vinci y “aquella faceta del hombre que crea, del hombre que inventa cosas que vibró en consonancia con algo mío”; los encuentros en el café Rubí con los futuros concretos a quienes unía “la creencia en la necesidad de un arte que se constituyera a sí mismo como un mudo autónomo”; la idea de crear una revista que les diera coherencia y su hallazgo de la palabra Arturo en un diccionario –el nombre de una de las estrellas más brillantes del firmamento en la constelación del Boyero–; un rechazo inicial por parte de la crítica “como si hubiéramos lanzado un misil que fue absorbido por el vacío absoluto del establishment”; y en la misma época, 1944, la creación de una obra impactante, sintética y de una limpieza visual asombrosa, el Röyi que será despreciada por Torres García en una de los momentos más ágiles del libro y lo que Kosice, a quien nada amedrenta, interpreta como la pretensión desorbitada del uruguayo “por mantenerse a la cabecilla de una vanguardia que ya no ejercía”. La reacción negativa del maestro como una palmada de aprobación ante la sorpresa de encontrarse con un rival.
Después vino su evanescente pero fructífera dupla con Grete Stern para la creación del fotomontaje inaugural de Madí donde, subidos a una terraza, fotografiaron un cartel luminoso de propaganda de relojes Movado recortado contra el Obelisco: “Testimonio de la filiación rioplatense del movimiento que estábamos gestando”. Mientras en Buenos Aires lo siguen ninguneando: “Si Kosice y sus compañeros hubieran fundado Madí en París su fortuna hubiera sido semejante a la de Tzara o Breton”, escribe Alberto Hidalgo. Pero él sostiene la creencia firme en sus ideas: “Yo no soy lo que soy, soy lo que pienso ser”. Y finalmente la irrupción de su material primigenio: el agua, que como escribe Mujica Lainez por entonces, parece encerrar una “forma nueva, arcana, de misticismo, un modo inesperado de contemplar”.
Kosice utiliza el agua en 1948 con Gota de agua acunada a toda velocidad, lo que él llama su primera escultura hidrocinética y que es de una belleza rudimentaria, como un metrónomo que salpica, un regador de juguete que termina extendiéndose en 1968 a un happening callejero: un recorrido de lluvia de 150 metros en la calle Florida que se logró mediante un tubo de plexiglás agujereado sujeto a una maraña de cables telefónicos y una bomba de agua. Un gesto lleno de humor que seguramente Federico Peralta Ramos hubiera aplaudido chapoteando en la vereda. Pero también la primera lluvia artificial pensada como arte. El señor del tiempo, un proto Olafur Elliason jugando con el clima.
Y, por supuesto, su invención más irresponsable y libre, la Ciudad Hidroespacial que Ray Bradbury elogió por su visión. Hábitats suspendidos en el aire y alimentados por el agua, una arquitectura “que libera al humano de toda atadura”, dice el Manifiesto en tono elegíaco. Una ciencia ficción plástica, una anticipación de un porvenir a lo Kepler. Las maquetas de plexiglás flotando en la oscuridad recuerdan las maravillas imaginadas en el siglo II por Luciano de Samosata cuando en Historia verídica relata un viaje a la Luna arrastrado por una tromba de agua y ve a los selenitas beber aire exprimido, o las de Ludovico Ariosto que en el siglo XVI imaginó un paladín que descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra: los suspiros de los amantes, el tiempo malgastado, los proyectos inútiles. Kosice comparte con ellos la creencia en otros muchos mundos habitables, la conquista del espacio en busca de un futuro posible.
Más que a su memoria, a lo que Kosice se ha enfrentado en este libro es al problema no menor de su personalidad, porque como suele decir Heráclito a la hora de la consulta: el carácter es el destino. Y su carácter, aquel que lo empujó en la dirección correcta durante su derrotero artístico, le juega una mala pasada a la hora de contar su vida. No lo deja ver más allá de la puerta de su taller.
Si cuando Kosice toma encargos públicos es menos audaz –el homenaje a Punta del Este o el Monumento a la Democracia no tienen la gracia ni la singularidad de su obra privada–, el libro parece haber caído en esa órbita. Comparado con lo que podría ser, es apenas una minuciosa cronología de una carrera artística trazada por su propio autor que se mantiene en el ámbito de la bidimensión.
Desde la invención del género en la Florencia del siglo XV, las biografías de artistas han sido una de las fuente dominantes en la construcción de la imagen del artista. En ellas el uso de la anécdota predomina como una célula primitiva. La anécdota funciona como un vehículo de significado fijo: incluye un origen humilde, un talento precoz, un maestro mayor que lo descubre, un éxito en escalada y una vejez iluminada. Estas anécdotas flotan y pueden encontrarse más o menos similares en casi todas las biografías, desde Benvenuto Cellini en adelante. Esta misma fórmula aparece en la autobiografía de Kosice y el resultado es la perpetuación del mito del artista. Es una lástima que no ahonde más fuera de los tópicos habituales. Hay un costado burocrático en un autor que sólo puede recorrer su vida en términos de currículum, algo que no lo deja ver que existe una relación entre el arte y la vida, entre las formas refinadas de una obra y la acumulación de cuentas sin pagar, platos sucios y desencuentros amorosos. Un vínculo que no necesariamente explique una obra pero sí a su creador. Es posible que la falta de apoyo a los artistas después de cierta edad, el desamparo artístico (salvo casos excepcionales como el de León Ferrari) los lleve inevitablemente hacia los gestos obcecados. Quizás ése, como dijo la crítica Inés Katzenstein, sea “un destino argentino: la perversa desproporción entre esfuerzo y reconocimiento sumada a la falta de crítica que desequilibra la valoración que el público y el propio autor hacen de las obras.”
Paradójicamente él, Gyula Kosice, el primer defensor de su producción, no ve que la obra de Kosice es infinitamente superior a lo que su creador piensa de ella. Quien quiera apreciarla en su justa medida sólo tiene que contemplarla: todo lo que hay que saber está contenido ahí, en sus sueños utópicos con el agua, en sus ciudades como medusas levitando en el aire. Una locura que sacude la modorra convencional de Buenos Aires. Es una producción de una coherencia y persistencia que ha creado un mundo único, sólo emparentado al de otro visionario futurista, Xul Solar. El desafío de una memoria moderna sobre Gyula Kosice, no sería el de imitar la realidad de los hechos pero el de ampliarla, hacerla más grande que la realidad.
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