Diez dibujantes revisitan la Plaza de Mayo para poblarla de la infinidad de actos, balcones, bombas, golpes, cantos, corridas, pañuelos, marchas, bombos y tantas otras idiosincrasias del apoyo y la protesta argentina, casi siempre triste, en general defraudada, pero obstinada en su esperanza.
› Por Juan Sasturain
En la historia argentina, la Plaza de Mayo –o la Plaza, a secas– es el lugar donde ha pasado y sigue pasando mucho, casi todo lo que importa de estos dos siglos de vida independiente con marchas y contramarchas que son siempre hacia y desde la Plaza. Intemperie sintomática, ámbito público jamás negociado ni privatizable, espacio abierto, la Plaza es el domicilio virtual –imprevisto por las leyes e instituciones formales– no de la llamada opinión pública tan manipulable, sino de la voz del Pueblo, que es otra cosa anterior: palabra encarnada, puteada literal, garganta histórica, puño concreto, bombo de percusión genuina, pañuelo de nudo firme.
La gente, yo mismo, todos nosotros hemos ido, vamos y seguiremos yendo a la Plaza a dar y a recibir, a putear o a celebrar, a pedir y a escuchar, a acompañar y a repudiar. Con balcón o sin balcón, mirando hacia el Cabildo con improbables paraguas, mirando hacia la Rosada con calor y en patas; apuntando hacia las laterales, por donde se venían las casacas rojas del Imperio; moviendo la cintura y las caderas contra el prejuicio o saltando desaforados por una camiseta sudada por la Patria que es también futbolera; rondando la Pirámide con oscura obstinación, esperando contra toda desesperanza o mirando para arriba con furia e impotencia, contra toda la violencia homicida que nunca se confunde a la hora de pegar.
Los argentinos y argentinas –sólo ocasionalmente porteñas y porteños, botón de muestra popular– siempre hemos usado y abusado saludablemente de la Plaza. Pensada y plantada según el esquema tradicional que la flanquea regularmente, emparedada con y por las instituciones –la Iglesia, el Dinero, el Poder político–, la Plaza es el hueco, el vacío que pide y debe ser llenado por el Pueblo en cuerpo y alma. El aluvión literal de la gente que con camisa o sin ella, con pancartas o sin ellas, con alegría o con furia ha encontrado siempre cauce a la hora de expresarse y hacer historia a su manera.
Que se celebre el Bicentenario de la Patria es también ocasión para hacer una informal biografía de la Plaza, un recorrido por sus pisoteados canteros, su barro primigenio, sus fuentes bautismales, su viejo cielo encapotado de otoño triunfal con escarapelas, su triste cielo de invierno rajado de arriba abajo por bombas zumbadoras, sus sucesivos balcones de festejo y de vergüenza.
Que la manera de recordar esta Patria de diez Plazas sea con el tono agridulce del humor, la mirada de soslayo y el trazo incisivo de artistas argentinos, placeros confesos y culpables de alboroto popular es una garantía de honestidad intelectual, de amor sin barreras ni vallas protectoras. Veamos, si no.
Grillo pone la cámara bien alto y desde ahí ve todo, allá lejos y hace tiempo y hasta mañana con la minuciosidad del sociólogo, la memoria del historiador, la destreza de una pluma incontinente. Crist, visionario retrospectivo, incluso ve antes de Mayo, deja una serie de fotos clásicamente alteradas sobre los ingleses con que hicimos el precalentamiento de la Revolución. Max Cachimba crea un pueblo soberano sin fronteras de tiempo, de espacio o de especie, que quiere saber de qué se trata, incluso lo suyo, lo que él hace. El Ñiño Rodríguez da miedo con la ominosa sombra –repartida en máquinas criminales en plan Cruzada– que se cierne sobre la tácita Plaza indefensa, populosa y boca arriba. Los primeros pasos de Azucena Villaflor –madre antes de las Madres– sobre las duras baldosas por entonces intocadas, en pleno ’77, son el motivo de la Plaza del ácido Parés, genio y figura. Gustavo Sala satura a su desaforada manera, desordena la casa y la Plaza de Alfonsín que Daniel Paz pinta en celebración triunfal y democrática cuatro años antes, desde la perplejidad de los absortos, cínicos militares. Rep se hace cargo minucioso, exhaustivo e irónico como sabe de la gesta del 17 de Octubre que en sus trazos gesticula a su propia manera. La Plaza funesta de Galtieri y de Malvinas encuentra en Liniers un intérprete impensado en su negrura, mascarones expresionistas, gruesos brochazos, palabras pesadas. Y ni hablar del pavoroso Langer, testigo y testimoniante de la necesaria última transgresión, la ruidosa y justa causa de las minorías marginadas por el prejuicio, las cuentas siempre pendientes de una sociedad en movimiento.
Como la Plaza, un espacio vivo, saludablemente maltratado por el uso y el abuso de todos lo que lo sienten suyo. Porque lo es. Hasta que se repartan mejor otras cosas, siempre nos queda la Plaza, domicilio de la democracia y –en este caso puntual– del humor que nos mira ser y haber sido, y nos hace mirarnos mejor.
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