HALLAZGOS > LOS DIBUJOS DE NATACHA CZERNICHOWSKA
Ucraniana formada en La Sorbonne, Oxford y la Universidad de Buenos Aires, traductora, viajera impenitente por los cinco continentes junto a su marido durante más de medio siglo, estudiosa de las filosofías orientales y finalmente afincada en Mar del Plata hasta su viudez, Natacha Czernichowska tiene toda una vida a sus espaldas. Sin embargo, tras la publicación el año pasado de Fredi Guthmann, un libro con prólogo de Arturo Carrera que es homenaje y despedida a su marido, esta mujer se ha dedicado por completo a eso que viene haciendo con discreción desde hace décadas: pintar una obra de una potencia y una frescura envidiables. Mientras prepara una muestra para fin de año, Radar visitó a esta artista emergente de 90 años que sigue pintando para no morir de tristeza.
› Por Veronica Gomez
A veces tiene 92 años. Otras 90 o 93. Depende del día. Pícaramente, Natacha dibuja su edad.
Pero cuando pinta, la edad desaparece. Natacha no siente su cuerpo cansado que se queja desde los múltiples pliegues que con el paso del tiempo van adoptando voz propia. Cuando pinta, todas esas voces, todas esas quejas se concentran en su mano y de allí brotan líneas, las líneas se enroscan y se desenroscan, vuelan sobre el papel y dan vida a un personaje. Los personajes se reproducen en diferentes poses. Natacha les inventa diálogos y el taller se puebla de otras voces. Y la soledad se hace más liviana.
“Si algo me pesa acá –y se toca el pecho–, pinto. Y si estoy triste, pinto. Y la tristeza se va.”
La pintura es un conjuro. Es una forma de recordar olvidando. Y todo eso es para Natacha sinónimo de diversión.
Le gusta repetir con su acento francés: “Vengo a pintar cuando estoy triste. No es que sea una persona triste. Sólo que a veces estoy triste. Pero todo lo que pinto es alegre”.
En 14e arrondissement de Alexander Payne, el último de los 18 cortometrajes que integran la película París, je t’aime, vemos a una mujer madura sentada en el banco de un parque. Se trata de Carol, una turista norteamericana. En Denver, Colorado, Carol trabaja entregando correspondencia. Vive sola, excepto por dos perros: Lady y Bumper. Ha decidido hacer su primer viaje a Europa, cruzar el océano para concretar un viejo sueño: conocer París. Una vez allí, ha seguido al pie de la letra una guía turística de la ciudad. Ha cumplido las visitas sugeridas en el libro con una especie de resignación o de disfrute mecánico. Desde la terraza de un rascacielos de París ha pensado: “No soy una persona triste. Al contrario. Soy una persona feliz. Tengo muchos amigos”. Sin embargo, esta mujer ha querido decirle a alguien, en ese preciso momento, contemplando desde las alturas la exquisita vista de la ciudad: “¿No es una belleza?”. Carol ha querido compartir la belleza. Y es allí cuando la soledad le ha resultado un estorbo.
Ahora vemos a Carol sentada en el banco de un pequeño parque comiendo un sandwich. Y algo maravilloso e imperceptible le sucede:
“Y entonces algo pasó, algo difícil de describir. Sentada allí, sola en un país extranjero, lejos de mi trabajo y de toda la gente que conocía, una sensación vino a mí. Como si me acordara de algo, algo que nunca he conocido y que había estado esperando. Pero yo no sabía qué era esto. Tal vez era algo que había olvidado. O algo que había extrañado toda mi vida. Lo único que puedo contarles es que sentí al mismo tiempo alegría y tristeza. Pero no una gran tristeza. Porque me sentía viva. Sí. Viva”.
Natacha insiste en que sus dibujos son alegres. Pero hilando fino, aparecen otras emociones, como el enojo, la ironía y sutiles matices melancólicos. Los dibujos de Natacha son fundamentalmente vitales. Los marcos con los que gusta contener a sus personajes encierran una potencia que excede la alegría. Mientras muestra sus dibujos, Natacha representa las voces de los personajes, en una mezcla de español y francés, otorgándole a cada uno el tono apropiado, poniendo énfasis en el remate de un diálogo, como si se tratara de historietas. Las manchas de color también dialogan entre sí. Los colores son los amigos imaginarios de Natacha. Desde un rincón del recuadro, el verde oscuro llama a otro verde más cálido, el rosado se filtra entre las líneas azules para alcanzar el magenta. Entrar al atelier de Natacha es como sumergirse en un salón bullicioso, repleto de personas coloridas.
Los fantasmas enmascarados de Karel Appel (Grupo CoBrA, 1948-1951) conversarían encantados con los personajes de Natacha. Indudablemente, las pinturas de Natacha tienen una estrecha relación con la estética del Grupo CoBrA. Pero mientras en el Grupo CoBrA lo postulado es llevado a la práctica –la libre expresión del inconsciente, el rescate del arte primitivo frente al arte clásico, la violencia y la vuelta a la espontaneidad de la infancia–, en Natacha no hay postulado alguno, es pura práctica. Porque Natacha pinta desde el lugar mismo adonde ansiaban llegar estos artistas. Natacha ya está allí.
En la pintura de Natacha los colores se empastan, el rojo vira hacia el bordó, y de allí roza el negro, se ensucian, recorren una variada gama de grises hasta volverse puros nuevamente, en una línea que parece no querer detenerse. Los trazos dejan entrever fragmentos de los textos impresos que hacen las veces de soporte. El soporte habla también, como sus personajes, de una manera entrecortada. Como los recuerdos que nos visitan en sueños. El gesto es veloz, danzante, repetitivo, gracioso y hasta furioso por momentos. Es la furia de una persona de 90 años, una persona con la sabiduría suficiente como para jugar con esas emociones.
“Yo sé cuando las cosas que hago están bien.” Y señala un collage reciente. Sobre una foto añeja donde se ve a su marido, Fredi Guthmann, en un paisaje otoñal, las ramas del árbol detrás de Fredi comienzan a desnudarse y son líneas marrones sobre un cielo amarillo de Nápoles, Natacha depositó amorosamente, y también irrespetuosamente, pues su gesto no es conmemorativo, papelitos de color cyan. Puso la foto sobre una bolsa de shopping desarmada, las manijas negras se filtran entre los papelitos y la foto y les agregó otros papelitos marrones. Así va componiendo, como una experta cocinera, va agregando los ingredientes de una comida vital. Y va probando. Y sabe si falta una pizca de sal, un gramo de canela, una ralladura de nuez moscada. No necesita justificarse. Simplemente lo sabe.
En su casa sobre la avenida Santa Fe, un pasillo exhibe algunos cuadros pintados por Natacha muchos años atrás, cuando solía estudiar intermitentemente –pues los constantes viajes no le permitían continuidad– con grandes maestros como Horacio Butler, y cuando la opinión de su marido estimulaba y pesaba sobre su sensibilidad. Natacha los señala y dice: “Esto es correcto. Está bien pintado. Pero yo soy lo otro”.
Nada más lejos que la palabra anciana para describir a Natacha. Sí, están los achaques propios de la edad. No es sólo el cuerpo lo que pesa. Le pesa la existencia, diría su psicoanalista. Pero cuando Natacha entra en su atelier se transforma. Le brillan los ojos. Sus manos se mueven con gracia en el aire, acariciando un espacio querido y propio.
Dibuja sobre cualquier superficie que esté a su alcance. El universo doméstico provee los materiales. Natacha estira su brazo hasta donde le permite el cansancio, y sus manos se topan con una revista que ya no será más una revista. Libros en francés y libretas, sobres de antiguas cartas, viejos fascículos de historia del arte, fotografías familiares. Los papeles del pasado vuelven a la vida bajo sus trazos. Le faltaba algo, le faltaba color, explica Natacha señalando una imagen blanco y negro de un pórtico de iglesia románico. Y entonces sus trazos coloridos se trepan a las columnas del pórtico, se disocian y marcan otros ritmos.
Y Natacha quiere aprender. Desea que su pintura crezca, imagina caminos nuevos. Dice que no todo está hecho para ella, que todavía falta. Paradójicamente, lo que Natacha despierta en los demás es la sensación de que todavía hay tiempo. Que todavía hay espacio para la sorpresa. Y entonces la idea de la vejez se vuelve más amable. Una experimenta la misma sensación de Carol en el pequeño parque: la alegría y la tristeza de estar vivo.
“Si abriésemos a las personas encontraríamos paisajes. Si me abriesen a mí encontrarían playas”, dice Agnés Varda en su autobiografía filmada.
Natacha Czernichowska guarda muchos paisajes. Nació en Odessa, Ucrania, el 15 de noviembre de 1919. Luego de una estadía de dos años en Alemania, su familia se instala en París, donde inicia estudios universitarios en la Facultad de Derecho de La Sorbonne. Luego reside unos meses en Oxford, Inglaterra, dedicándose al estudio de la lengua inglesa. En 1939 se establece en Buenos Aires. Obtiene su título de traductora pública de francés y de inglés en la UBA y ejerce su profesión, compartiendo trabajos de traducción con Julio Cortázar. En 1939 conoce a Fredi Guthmann, con quien se casa en París en 1949. Dispuesta a ir tras los pasos de su marido, un hombre aventurero y magnético, ambos viajan a la India a fin de absorber las enseñanzas de los Upanishads, en busca de la fusión en lo absoluto, según palabras de Fredi. Allí residen durante dos años. Los años posteriores continúan viajando por Europa, la India y Sudamérica. En 1975 se mudan a Mar del Plata. Luego de la muerte de Fredi, en 1995, Natacha vuelve a su departamento en Buenos Aires.
Detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Detrás de ella está su esposo. Es una de las tantas frases célebres de Groucho Marx, impregnada del sentido del humor que lo caracterizaba, profundamente realista, como es el verdadero humor. Si investigamos las apariciones públicas de Natacha, la vemos ligada indefectiblemente al nombre de su marido. En los artículos sobre la obra de Fredi se la menciona a Natacha como devota esposa y compañera.
Pero Natacha, antes que nada, es una gran mujer. Detrás está la esposa. Ese fue uno de los roles que supo cumplir a la perfección. Y así emprendió, con ayuda de las amistades del matrimonio y la familia, un inmenso y minucioso trabajo de recopilación y orden de todos los papeles dispersos de su marido: correspondencia, poemas y fotografías. Ese material fue a reunirse en un libro: Fredi Guthmann (Letemendia, Buenos Aires, 2009, con prólogo de Rafael Felipe Oteriño y Arturo Carrera). El libro es un sentido homenaje y es también una despedida, no sólo de su marido sino también del rol de esposa compañera. “Me sentía como una madre que debía recoger los juguetes diseminados de su niño para colocarlos, bien ordenados, sobre un estante”, declara Natacha en el libro. Y luego concluye: “Escribir estas páginas es mi legado”.
Sin embargo, el legado de Natacha trasciende el homenaje a su marido. Hay una voz propia, postergada por décadas, que está viva y que busca compartir la belleza.
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