JOSé SARAMAGO (1930-2010)
› Por Juan Pablo Bertazza
Hay una ruleta rusa que cifra la existencia de los escritores. No tiene que ver con el día que marcará, de ahí en más, los aniversarios de su muerte sino con cuál de sus libros termina siendo el último. En otras palabras, ¿sobre las páginas de qué obra caen los dados de la muerte?
En lo que respecta a José Saramago, el que se suponía que fuera su último libro no lo fue y la novela que, finalmente, constituyó su última entrega nunca había sido pensada como tal. Las intermitencias de la muerte (2005) era la candidata ideal para convertirse en la última novela de Saramago, el primer libro que saltara a la vista a la hora de revisar, de adelante para atrás, su bibliografía. De la noche a la mañana, los habitantes de un país del que nunca se dice el nombre dejan de morir: se van sucediendo entonces la euforia, el cansancio, el desconsuelo, la desesperación, la bronca contra los viejos que no dejan libre su lugar y la búsqueda organizada por volverla a encontrar, como si la remota posibilidad de volver a morir fuera la única luz en el camino, lo más parecido a la inspiración.
Esa era, entonces, la novela ideal para despedirse, la que atraería con su nombre parcial o totalmente citado los titulares de los diarios. Incluso podría interpretarse ese considerable lapso de tiempo que pasó entre la publicación de aquel libro y su sucesor como el silencioso intento de Saramago por controlar el diseño de su bibliografía y ponerle un moño deliberado. Uno, dos y hasta tres años de espera, hasta que su pulso prolífico y vital hizo efecto, y se largó a escribir El viaje del elefante (2008), una novela póstuma en vida, humilde y hermosa, que cuenta el traslado, desde Lisboa hasta Viena, de un paquidermo que le regalan al archiduque Maximiliano de Austria; un periplo obsesivamente detallado que terminaba transformándose, azarosamente, en una salvación inesperada. ¿La metáfora final de una obra peregrina y notablemente humana que deja como herencia un aprendizaje acerca de la dignidad de los hombres? Ese final feliz tampoco sería el último final de Saramago.
Aunque dejó un libro sin terminar sobre el tráfico de armas, Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, que le estaba costando mucho esfuerzo, el hecho de que la última novela de Saramago sea entonces Caín (2009) resulta tan inesperado como sugestivo.
Antes de la muerte de Saramago, Caín era una buena novela que no se destacaba dentro de la lista –demasiado lejos de sus dos mejores libros: El Evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera–, pero una buena novela, al fin, que contaba con dos peculiaridades: en primer lugar, establecía un diálogo con El Evangelio según Jesucristo (allá Saramago deshojaba el Nuevo Testamento para contar su versión de Jesús y de Judas, entre otros, mientras que acá corroe el Viejo para indagar en los móviles de ese errante fratricida al que nunca antes le habían dado la posibilidad de hablar sobre su crimen). Además de pervertir los principales acontecimientos narrados de aquel lado de la Biblia, Saramago pone en boca de Caín fuertes argumentos: “Quién eres para poner a prueba lo que tú mismo has creado, fuiste libre para dejar que matara a Abel cuando estaba en tus manos evitarlo, hubiera bastado que durante un momento abandonaras la soberbia de la infalibilidad que compartes con todos los demás dioses, hubiera bastado que por un momento fueses de verdad misericordioso, porque los dioses tenéis deberes para con aquellos a quienes decís que habéis creado”. Parece mentira que reacciones parecidas a las que provocaron en el Vaticano El Evangelio según Jesucristo (y que decidieron su autoexilio de Portugal a la Isla de Lanzarote) se hayan recreado veinte años después: por poner sólo un ejemplo, el portavoz de la Conferencia Episcopal Portuguesa, Manuel Marujao, lo calificó de “operación publicitaria” y lamentó que “un escritor de la dimensión de José Saramago no tomara un camino más serio para escribir”. La segunda peculiaridad de Caín es de aquellas que requieren no sólo de tiempo para poder ser elaboradas sino también de una segunda vez, de un reencuentro a partir del cual sea posible una apreciación más justa. Esa peculiaridad tenía que ver, justamente, con el final del libro, un desenlace que supera ampliamente al desarrollo, un mano a mano apocalíptico, desolador y terriblemente humano en el que, luego de que las cosas entre Caín y Dios se fueran caldeando más de la cuenta, solamente dos seres quedan condenados a convivir peleando, totalmente solos, por el resto de la eternidad. Si esta novela pudiera pensarse como un mapa de accidentes geográficos, ese final constituiría un precipicio que contrasta salvajemente con el tono llano y ligero de la novela, un abismo que mucho se parece al momento que marca la llegada de la muerte.
Desde 1969, José Saramago se convirtió en miembro del Partido Comunista Portugués, y tal vez, dentro de poco, se convierta en el mejor escritor comprometido del siglo XX, o en el escritor comprometido del siglo XX que mejor escribía, dos características que no siempre van de la mano.
Su muerte no deja de sorprender, aun cuando era totalmente previsible que ocurriera (tenía casi 90 años y venía arrastrando una larga enfermedad). Tan sorpresivo como su muerte fue el hecho de que Caín, esa apócrifa biografía de uno de los pecadores más famosos de la Biblia, se terminara convirtiendo en su último libro, haciendo un guiño involuntario con aquella primera, lejana y poco conocida novela llamada Tierra de pecado (1947). De principio a fin, Saramago fue consolidando un lugar excepcional, que va siempre desde el margen hacia el centro: un plebeyo que no tenía para leer y se terminó enriqueciendo con la literatura (además de transformarse en el único portugués en ganar un Nobel); un renovador –basta leer una página para saber que se lee a Saramago– que de tan clásico fue despreciado por muchos escritores, un ateo enamorado, en cierta forma, del plano mítico y poético de la religión, un pecador al que no se le puede negar el cielo.
Los que no hayan leído Caín, no sigan leyendo esta nota, pero el final del final de este libro que cierra su obra no tiene desperdicio: “La respuesta de dios no llegó a ser oída, también se perdió lo que dijo Caín, lo lógico es que hayan argumentado el uno contra el otro una vez y muchas más, aunque la única cosa que se sabe a ciencia cierta es que siguieron discutiendo y que discutiendo están todavía. La historia ha acabado, no habrá nada más que contar”.
Un final imprevisto pero, al mismo tiempo, justo y necesario para cerrar una obra tan rica en ideas y alegorías. Como un puente imperceptible, en esa última página publicada de su obra tal vez haya quedado escrito el comienzo de lo que no se va a escribir jamás.
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