PERSONAJES > RICARDO BECHER, RESCATADO POR UN DOCUMENTAL EN EL MALBA
Cercano al Di Tella, fue miembro fundador de aquel movimiento conocido como Grupo de los Cinco que a fines de los ’60 inyectó en el cine argentino experimentación formal, libertad creativa, intrepidez ideológica y libertad beatnik. Sus dos grandes películas (Racconto de 1963 y Tiro de gracia de 1969) fueron mal recibidas por los espectadores comprometidos de entonces debido al riesgo revulsivo con que se atrevía a retratar los choques de clase. Una, incluso, nunca se estrenó comercialmente. Luego, Ricardo Becher volvió a la publicidad y se dedicó a la docencia. Hasta que en los 2000 abrazó lo digital, volvió a filmar y mostró de nuevo una sorprendente actualidad. Ahora, el documental Recta final, dirigido por Tomás Lipgot, no sólo le rinde un merecido y emocionante homenaje a través de sus alumnos y admiradores, sino que lo muestra a los 80 años en el geriátrico de Flores donde vive, lúcido como siempre y lleno de proyectos para el futuro.
› Por Mercedes Halfon
Entre el Tiro de gracia y Recta final pasaron cuarenta y un años. Aunque a lo que aludan ambos títulos sea algo que dura apenas segundos: el tiro definitivo con el que se inicia una recta hacia quién sabe dónde. Estas dos películas marcan el inicio y quizás el cierre de la carrera de Ricardo Becher, un director decididamente de culto.
Pero eso que enmarcan, ese flash innombrable entre el tiro y la recta, también podría ser una definición de su cine: algo epifánico, brillante, sorpresivo y, de tan breve, difícil de medir. Así lo muestra Recta final, el documental homenaje que le hace Tomás Lipgot, donde Becher es centro, figura y también fondo. Como cuando se lo ve en algún rincón del cuadro, mientras otros hablan de él, y no se puede contener y acota frases como: “no exageremos, che” o, ante la introspectiva reflexión de un discípulo que dice: “Lo que aprendí de Becher es...”, él completa: “que nada es imposible”.
Ricardo Becher tiene hoy ochenta años y vive en un geriátrico del barrio de Flores. La cámara lo encuentra en ese lugar, pacíficamente sentado con José Campitelli, su pareja desde hace 37 años, hojeando libros que le ha traído. Eligen uno de poemas japoneses a la muerte, escritos por monjes zen y poetas del haiku en el 1300. Becher escucha esas palabras simples y potentes y en esa misma sintonía dice sólo: “Qué belleza”. Luego aparecerá la cámara, y el mismo documentalista con quien hablarán sobre lo que van a hacer. Un documental con el nombre de la novela que Becher está escribiendo –Recta final–, que es la crónica sobre sus días en ese lugar que él denomina “jaula de freaks”. Sin embargo, la película está lejos de ser un retrato melancólico o una imagen tétrica sobre la ancianidad. Los pasillos del geriátrico, rosas y celestes, se ven sólo cuando Becher los camina despacio, con su voz en off meditando, o narrando a algunos de sus habitantes más simpáticos, o los encuentros con amigos que lo visitan, y con quienes sigue enredándose en recuerdos o craneando proyectos apasionados y futuros.
Recta final es un homenaje atípico. En vez de seguir un orden cronológico, o contar quién fue Ricardo Becher de los ’60 para acá, cuando se consagró con esa laureada epopeya indie que fue Tiro de gracia, elige comenzar con su actualidad. Del geriátrico va hacia sus creaciones más recientes, El gauchito Gil, la sangre inocente (2006), o los cortometrajes que hizo junto a sus discípulos-alumnos de la Universidad del Cine, con quienes concibieron un movimiento artístico llamado Neoexpresionismo Digital. Becher, a pesar de haber nacido en 1930 y de ser conocido por su trabajo a fines de los ’60, abrazó la causa digital apenas conoció sus virtudes, y no la soltó más. Ya en Generaciones 60/90, un libro compilado por Fernando Martín Peña en el 2003, Becher decía: “Con lo digital cambia todo, se multiplican las posibilidades hasta el infinito. No es sólo una cuestión económica. Cambia el modelo de producción, pero también el modelo de rodaje, el modelo de distribución, porque ahora es posible comprimir tu película, mandarla por Internet a un satélite, y desde ahí bajarla a diez mil salas en todas partes del mundo. (...) Para mí, desde que empezó este asunto, todo es digital. No pienso trabajar en fílmico nunca más”.
Así lo hizo. Y el mayor legado que dejó esta filiación fue justamente El gauchito Gil, codirigido por Becher y Tomás Larrinaga, pero producida por una tribu de cinéfilos, un filme tribal que también tuvo su libro, una suerte de diario de rodaje, editado por el Bafici 2006. Allí el Neoexpresionismo Digital –o Ne.D., como lo llamaron sus impulsores– se define en un manifiesto donde abomina del realismo imperante en el cine contemporáneo. Para ellos la realidad era algo mucho más misterioso y múltiple, y la forma de representarla debía tener esos atributos. Entre muchas otras cosas, escribieron: “Esta es la verdadera-única-impensable vida expresionista que queremos vivir, exagerando los contrastes, saturando los colores, distorsionando las imágenes hasta destruirlas y hacerlas irreconocibles en su nueva, alterada belleza. Si un artista plástico se permite pintar una cara azul o verde, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros en nuestro cine?”. Vida y cine se mezclan en este manifiesto, que como su ideólogo, Becher, huele a espíritu beatnik.
Por todo esto, no es raro que los que visiten el geriátrico sean en su mayoría cineastas jóvenes –Paulo Pécora, Larrinaga, Gabriel Grieco, entre otros–, quienes relatan las clases de Becher, la pasión que les transmitía, pasión hacia todo lo nuevo y bueno que el cine podía plasmar. Con ellos mantiene charlas en el patio del geriátrico rodeado de plantas, en el bar de la esquina o en la costanera, mientras comen choripán. Uno de los momentos más bellos y significativos del film es cuando, durante un paseo en coche por Flores, uno de sus discípulos pone, a pedido de Becher, el tema “Sweet child o’ mine” de Guns n’ Roses. En Flores, en un auto que acelera, un hombre de ochenta años disfruta con un solo de Slash.
Con la aparición de Luis Chitarroni, amigo y editor de La séptima década, una de las últimas novelas de Becher, el documental comienza su viaje hacia atrás. Ante las preguntas de Chitarroni, el cineasta rememora sus inicios en la industria como asistente y ocasional coguionista de Leopoldo Torre Nilson en filmes como Setenta veces siete, basada en el libro de Dalmiro Sáenz.
El documental no se queda en la mención de uno de sus primeros cortos, Crimen (1962), y de su nunca estrenado largo Racconto (1963), sino que elige mostrarlos. Se trata de trabajos que no fueron reconocidos en su época: en Crimen, un obrero, al salir de trabajar y meterse en una lechería a merendar, soñaba o recordaba un asesinato que él mismo había cometido. Esto, para el público que asistía a cineclubes en la década del ’60, y que solía tener una formación más bien comunista ortodoxa, era algo inconcebible. Mostrar en la pantalla a un obrero que no fuera noble y honrado era una abominación. Racconto, con su gozoso retrato irónico de dos jóvenes de la clase adinerada snob –beatniks en el peor sentido del término–, con guión de Dalmiro Sáenz, tampoco fue bien leído. El Instituto del Cine la clasificó como Clase B, y nadie se animó a distribuirla.
Becher demuestra ese film, al que califica entre risas de “malísimo”; sin embargo, Fernando Martín Peña aparece en el documental para aclarar que si bien la película podía tener cosas fallidas, su extraordinaria ruptura narrativa no había tenido precedentes hasta el momento. El film, con sus preocupaciones ideológicas, es una suerte de nexo entre el cine de principios de los ’60, con películas como Los jóvenes viejos de Rodolfo Kuhn, y la radicalidad formal que plantearía el llamado Grupo de los Cinco en 1969. En Racconto, estos dos jóvenes bellos casi chocan su descapotable con un camión destartalado lleno de personas. El choque literal alude a otro tipo de choque, el de clases, y lo hace de un modo revulsivo para el público de ese momento. Y también para el de ahora. Nadie de los que filman el estilo de vida de los afortunados de la balanza se preocupa por los que quedan afuera del cuadro. Pero Becher lo hace.
Recién con Tiro de gracia (1969) Ricardo Becher ajusta la puntería. La película está basada en una novela de Sergio Mulet, que es también su protagonista. Mulet era una especie de galán en los bares aledaños al Di Tella por aquellos años. “Alain Delon era feo al lado de ese tipo”, decía Becher en la entrevista de 2003. Allí se conocieron, se hicieron amigos y empezaron a trabajar en colaboración. Primero, sobre una idea de Mulet habían hecho Crimen, que terminó siendo el germen de Tiro de gracia. Los dos trabajos compartían el uso de los que Becher llamó flash-in, y que consistía en ver, de pronto y sin ningún preaviso, lo que están pensando los personajes. En Tiro de gracia esto se convirtió en su principio de funcionamiento. Ya no hay diferencia entre el mundo interior y el exterior. El auge del psicoanálisis en Buenos Aires, con sus teorías sobre el inconsciente, aportó la base teórica del asunto.
La película retrataba la vida de un grupo de jóvenes, sus cruces sentimentales, sus charlas de bar, sus fiestas, algún que otro momento de tensión verbal y física, pero no mucho más. La particularidad la marcaban las imágenes que se sucedían dentro de la cabeza de los personajes. Ahí el film arriesgaba todo y encontraba su radicalidad. Fue innovadora en muchos aspectos: se filmó en espacios reales y con casi todos no actores, como por ejemplo los habitués del bar Moderno. Además de Mulet actuaba nada menos de Javier Martínez Suárez, baterista de Manal –por aquel entonces un grupo que estaba comenzando–, quien también compuso la música incidental. Entre imágenes oníricas, bares bohemios y solos de batería, la película podría definirse como la imagen perfecta de aquella mítica canción de Manal “Estoy en el infierno”.
Fue la pieza fundamental del Grupo de los Cinco: Alberto Fischerman, Néstor Paternostro, Raúl De la Torre, Juan José Stagnaro y Becher. Estos cineastas, que venían de la publicidad, estuvieron muy cerca de los planteamientos del Di Tella y fueron el otro extremo del cine independiente que se filmó en Buenos Aires durante el mandato de Onganía. Por un lado, Fernando Solanas, Octavio Gettino, y su Nuevo Cine Latinoamericano; por otro, el Grupo de los Cinco influidos por Antonioni, Buñuel, Richard Lester, Ionesco, Kerouac, en un cóctel delirante e intenso que se mantuvo muy poco. Cada uno de estos cineastas filmó una película en ese año, y luego el grupo se disolvió. Semejante mixtura no podía durar demasiado. Becher volvió a dedicarse a la publicidad. Y luego a la docencia. Y luego, otra vez, ya con el formato digital entre nosotros, al cine.
La libertad con que se hizo Tiro de gracia es la que sigue dándole su juventud. Y es la misma que permitió la furiosa experimentación de una película como El gauchito Gil, y es la misma razón por la que Becher sigue rodeado de cineastas que lo visitan, de amigos que lo consultan, un círculo sin edad.
Uno de los momentos más fuertes de la película es el encuentro de Ricardo Becher con Javier Martínez. Becher lo espera, con su gorrita de visera calzada hasta las orejas, y sonríe al verlo pasar detrás del vidrio, antes incluso de que entre al bar. Martínez se disculpa, “Perdoná la demora”, y Becher responde “Después de cuarenta años, valía la pena esperar”. El músico y el cineasta se enrollan en una charla llena de sus propias impresiones del presente y del pasado. Hablan durante horas sobre ecología, budismo, arte y parecen estar de acuerdo en todo. Los dos vivieron intensamente los ’60 y los ’70 desde distintos ángulos. Hasta que en un momento Javier Martínez dice: “Vos decís voy a estudiar los ’60, y estudiás, y ¡qué música!... pero te ponés a estudiar la música actual, ¿y qué hay? Un tipo que aprieta un botón en una caja de ritmos que es un aburrimiento electrónico organizado, y arriba de ese ruido infame se pone a putear, a tener un discurso pornográfico vacío de sentido, o a amenazar, o a tener un discurso del bajo fondo. Boludeces, sin melodía, sin nada”. Becher, lejos de contemplar el nihilismo musical del ex Manal, se pone firme: “Hay excepciones”, y Martínez: “No. Es la decadencia, fueron para atrás”. El cineasta de ochenta años no concuerda. “En rap tenés a Public Enemy, los Beastie Boys, no podés generalizar”.
Recta final se puede ver los domingos a las 18.30 en el Malba, Figueroa Alcorta 3415.
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