CARLOS MONSIVáIS (1938-2010)
Cronista agudo, dueño de un pensamiento que hizo del lenguaje y el humor un arma implacable, Carlos Monsiváis supo convertirse (o ser convertido) en el intelectual mexicano que valorizó la cultura popular y popularizó lo elitista, un modelo de intelectual que emergió del ’68 con una idea de que la resistencia política se hace desde la cultura que se interpone entre el autoritarismo y la violencia. A los 72 años, murió la semana pasada, y en su país lo lamentan tanto los intelectuales como los taxistas. María Moreno y los mexicanos Juan Villoro y Fabrizio Mejía despiden a un gran autor e intelectual que la Argentina no conoce como debiera.
› Por María Moreno
¿Por qué un hombre sólo decide ser el archivo de su país desde las pasillos del poder en el porfiriato hasta la última anécdota de María Félix, del escrache a Gustavo Díaz Ordaz a la enumeración de Juan Gabriel? Tal vez la historia de México pueda explicar en parte a Carlos Monsiváis pero, sobre su carácter de excepción, siempre quedarán más preguntas que explicaciones.
Porque, amén del valor literario, ¿cuántos saberes tenía Monsiváis? Innumerables. ¿Y cuáles de ellos iban directo a la política? Todos. ¿Y a alguna forma de acción? También. Los textos que siguen en estas páginas, aun en su parte anecdótica, no dejan de registrar ese asombro. Monsiváis sabía de todo. Tamaño proyecto exige empezar temprano (hizo radio en un programa llamado Los niños catedráticos) y acelerar lectura, escritura e intervención pública hasta tener un himno antes de la muerte, (Oh, Monsiváis de Liliana Felipe).
Su posición de izquierda era todo terreno mientras que en la Argentina la izquierda aún balbucea ante el matrimonio gay –o se le nota lo que David Viñas llama erudición reciente– y, voraz importadora, no sabe nada de feminismo, ni de ecología, ni de diversidad sexual, mucho menos piensa en los derechos de los animales. De esta declaración puede quejarse más de uno pero, sometido a un testeo, se verá que a lo sumo es calle de doble mano. Claro que tuvimos un Néstor Perlongher que se prodigaba entre el barroco y la política sexual, el trotskismo y la ayahuasca en un todo radical. Y no nos faltaron autores que leonardeaban pasándose de rama artística: Quiroga podía, amén de escribir, hacer una canoa perfecta o inventar el extracto de naranja. Bioy era buen fotógrafo. Masotta tocaba el piano.
Por su edad, Monsiváis, entre sus múltiples huellas, tuvo alguna del nuevo periodismo pero, al revés de Tom Wolfe, en lugar de limitar la crítica de la izquierda a una fenomenología de la moda, lo hizo desde el agudo análisis político.
Todo objeto antes excluido por minorizado arrastra en su recuperación síntomas de su pasado en el margen. La crónica reivindicada por la academia, como gran container para la noticia narrada, el ensayo literario, la investigación peligrosa y hasta la autobiografía en clave ciudad, si no se la vigila mediante la letanía de declaraciones reparadoras, vuelve a ser considerada el generito de callejeros semiilustrados y adictos al color local. Entonces y, a pesar de que la insistente autoadscripción de Monsiváis como cronista, lejos de ser un acto de modestia afectada es ejemplo de cómo la crónica incluye tanto la experiencia de antropólogo como la de paseante, la de teórico como la de reporter, el español de Cervantes como el de los vendedores de calaveritas de Tepito, para definirlo –y en estos días las necrológicas fueron un síntoma– se agrega siempre “intelectual”, “ensayista”, “crítico cultural”.
Pero, al sintetizarse como cronista, Monsiváis hacía toda una declaración contra la división de trabajo entre el que piensa y el que informa, el que cuenta y el que hace teoría, el que declara y el que actúa. Y si el cronista tiene la fama de saber para 24 horas, a diferencia del universitario, del experto que concluyó el desfiladero de los aprobados sucesivos, habría que recordar una sugerencia de César Aira en su libro sobre Copi: que a los exámenes se los tome no enseguida de estudiar sino diez años después y por sorpresa. El saber académico sería un residuo, con suerte activable por las preguntas del mundo. En cambio, el actual sistema de exámenes deja tanto prendido por alfileres como las urgencias del periódico.
El saber o los saberes –para periodistas, académicos, laicos– se obtienen con el tiempo y la paciencia, sobre todo poniéndolos en la picota a cada rato, y sometiéndolos al presente, como hacía Monsiváis, Cronista.
A ustedes les consta. Antología de la crónica en México es una historia crítica del periodismo mexicano en donde Carlos Monsiváis no se priva de la erudición del historiador y del economista. Y el panfleto que lanza en el final, por una vez sin su ingeniosa sobreescritura de detalles y resonantes aforismos internos, proclama: “Una encomienda inaplazable de la crónica y reportaje: dar voz a los sectores tradicionalmente proscriptos y silenciados, las minorías y mayorías de toda índole que no encuentran cabida o representatividad en los medios masivos. Ya no se trata únicamente de darles voz a los grupos indígenas, a los indocumentados, desempleados, subempleados, organizadores de sindicatos independientes, jornaleros agrícolas, campesinos sin tierras, feministas, homosexuales, enfermos mentales, analfabetos. Se trata de darles voz a marginados y desposeídos, oponiéndose y destruyendo la idea de la noticia como mercancía, negándose a la asimilación y recuperación ideológica de la clase dominante, cuestionando los prejuicios y las limitaciones sectarias y machistas de la izquierda militante y la izquierda declarativa, precisando los elementos recuperables y combativos de la cultura popular, captando la tarea periodística como un todo, donde la grabadora sólo juega un papel subordinado”.
Más de uno cree que se le ha adelantado con su práctica, pero suele ser un estilista ciego a toda hipótesis, hacer etnografía de integración o sepultar el testimonio con el lecho de Procusto de una síntesis efectista que el editor se apresurará a poner en el título. Si no confunde la tradición liberal del cronista popular con la deificación de la víctima, cuando no se comporta como su proxeneta: que el glamoroso horror hable a través de ella en los términos más impactantes y extorsivos para ofrecer como mercancía el espectáculo de cómo “por suerte nosotros no vivimos así”.
Carlos Monsiváis no era populista. En su crónica José Alfredo Jiménez. No vengo a pedir lectores, se repite el disco por mi puritita gana deconstruye la efusión sentimental de uno de los mayores de la canción y piensa el mito, sin saña crítica, pero también sin paciencia para el arquetipo. Las expresiones son afiladas: “La canción ranchera es el gran golpe de una metafísica para las masas”; “En la catarsis primaria, el pueblo se desquita de la imposibilidad económica y cultural de ir al analista, y de la imposibilidad física (no hay confesionarios abiertos a la medianoche) de acudir expiatoriamente a la iglesia”; y –la más dura– “El pueblo cree que así es el pueblo. ¿O de qué más viviría la industria del espectáculo y la industria del desconsuelo?”.
Juan Villoro es el hijo y Fabrizio Mejía, el nieto de este soltero capaz de armar descendencias putativas de grandes que son, sin embargo, sus pares. Al despedir a Carlos Monsiváis, aprovechándose quizá de que él ya no puede verlos y usar sus textos para empezar a destrozar su propio mito, se permiten, con justicia, algo de endiosamiento querendón.
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