CINE > LA PIVELLINA, DE TIZZA COVI Y RAINER FRIMMEL
Con intérpretes amateurs, un aire documental y una paciencia asombrosa para hacer actuar con naturalidad a una nena de dos años, el matrimonio de documentalistas Tizza Covi y Rainer Frimmel se aventuró en su primera ficción: una joya íntima y pequeña que para muchos dio a luz al neo-neorrealismo.
› Por Mariano Kairuz
Seguramente en su convicción de que las grandes historias se alojan en los asuntos más pequeños, los documentalistas Tizza Covi y Rainer Frimmel empiezan su primera película de ficción con un personaje que busca a un tal Hércules, y en su lugar encuentra la cosa más pequeña. Pequeñísima, la “pivellina”: una nena de unos dos años, vestida con una campera rosa con capucha que la envuelve casi hasta la inmovilidad, y que ha sido dejada por su madre ahí, en la plaza de este vecindario humilde en las afueras de Roma, sentada en una hamaca que ya casi no se mueve. La nena tiene en su ropa una nota en la que la madre aparentemente pide que la cuiden hasta su regreso. La mujer que buscaba a Hércules enseguida la adopta con cuidado y afecto, como si fuera su propia hija.
Presentada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes el año pasado, La Pivellina es una película de ficción contada como un documental. No como un falso documental, sino con ese efecto de “verdad” que intentan capturar los documentales. Este efecto, esta estrategia narrativa –la del borramiento de las fronteras del documental y la ficción– es uno de los signos más fuertes de la modernidad en el cine, como a estas alturas ya tuvo ocasión de comprobar cualquier asistente asiduo al Bafici. Con dos largometrajes documentales en su haber –que pudieron verse en un foco que les dedicó este año el festival de cine porteño–, la italiana Covi y el austriaco Frimmel, mujer y marido en la vida real, afirman que lo que más les interesa a la hora de hacer películas es la búsqueda del realismo. “Lo que nos regala la realidad no puede recrearse”, dijo Covi en una entrevista. “Pero en un momento nos dimos cuenta de que no poder dirigir los acontecimientos a veces podía llegar a molestarnos.”
Basados en parte en la experiencia que ganaron conviviendo con una familia de artistas circenses para su segundo film, Babooska (2005), escribieron un guión de apenas treinta páginas, protagonizado por personajes provenientes de ese mundo: Patty, la mujer que busca a Hércules, y su marido Walter. Y luego abordaron el rodaje dándole a esa intención semidocumental formas bien precisas: con un presupuesto reducido, y un equipo limitado a sus dos directores, siguiendo en muchas escenas a los personajes como lo hacen los Dardenne, cámara en mano y a sus espaldas, como si sus narradores no pudieran anticipar los movimientos guionados de los protagonistas, sino que se limitaran a seguirlos, a ir junto a ellos al encuentro de lo que vendrá. Los diálogos son improvisados por los actores en base a una serie de marcaciones. Y los actores no son actores: son gente sin formación profesional de intérpretes, que interpretan versiones más o menos libres de sí mismos. Este método, que también es una marca de contemporaneidad (y que no es ajeno al nuevo cine argentino), implica que si aparece un policía en la película, estará interpretado por un policía, y así ocurre con los vecinos de la zona, y con el empleado del supermercado. Si este esquema narrativo funciona dramáticamente, eso se debe a la inmensa naturalidad de los personajes encontrados, pero en particular a la energía imbatible de Patricia Gerard, una veterana que lleva el pelo teñido de un rojo intenso y cuya actitud generosa y polenta en medio del gris suburbio de descampados con casas precarias y caravanas de San Basilio, que le valieron comparaciones con Anna Magnani. Y a esa nena pivellina que se llama Asia, pero pronuncia su propio nombre Aia, a la que Patty y Walter aceptan hasta que su madre vuelva (o no, la incertidumbre que acecha sin estridencias) y que pronto se entrega a su nueva y circunstancial familia, a la que se suma la presencia vital de Tairo, un vecino adolescente de este barrio gris (y un chico que en la vida real carga con una historia de abandono parecida a la de la Pivellina). Los nenes de la edad de Aia no actúan, en el mejor de los casos reaccionan, y mientras Aia se comporta como corresponde a una nena de dos, los directores trabajan con la paciencia necesaria para conseguir la pequeña proeza de que las escenas en las que corre o desayuna, o en las que termina cediendo al sueño casi contra su voluntad, se despliegue en la pantalla como un material genuina e inesperadamente cinematográfico.
Covi y Frimmel dicen ser adoradores del neorrealismo y la crítica de La Pivellina ha hablado de una suerte de neo-neorrealismo. Pero a pesar de ese elemento común con buena parte del movimiento del cine de la posguerra italiana que es la presencia central y dramática de los niños, el camino que sigue La Pivellina es otro. Entre críticas unánimemente buenas o muy buenas, se le han hecho algunas objeciones, como que la falta de música y su estructura episódica enfrían el relato de la relación entre esta nena y su afectuosa y accidental familia adoptiva. Pero puede decirse justamente lo contrario: que uno de los grandes méritos de La Pivellina es que alcance a conmover sin los habituales subrayados musicales, ni la escalada dramática de manual, ni tragedia alguna más que una vida cotidiana de esfuerzos y privaciones: que sencillamente emocione y haga temer por la suerte de esta familia recién formada.
No es poco significativo que Aia consiga ser encantadora: los niños pueden ser verdaderos monstruos, y las mejores películas sobre niños suelen ser aquellas fantasías que las reconocen y los tratan como monstruos, contra la boba imagen de inocencia impersonal del mainstream, que los usa decorativamente. La Pivellina aborda a su protagonista con una sensibilidad distinta, pero igual de agraciadamente que otras tres películas de diversas procedencias que por alguna rara casualidad concurrieron en la cartelera porteña estas últimas semanas: la francesa Stella y la argentina Francia, con sus protagonistas al borde de la adolescencia, y la coreana,estadounidense Los senderos de la vida, con sus hermanitas de seis y cuatro; cada una de ellas colando entre estrenos comercialmente más grandes una mirada sobre la infancia emotiva, coherente, cercana a una memoria afectiva y nunca pueriles ni falsamente ingenuas.
Y por supuesto que cuando Hércules, el perro perdido de Patty de nombre mitológico con evocaciones desproporcionadas, finalmente aparece, no es sino un perrucho callejero, greloso e insignificante. Y de lo más simpático.
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