Domingo, 4 de julio de 2010 | Hoy
Hace tiempo que se anuncia y ahora finalmente llega, aunque más no sea en DVD. Donde viven los monstruos es una de esas maravillas que la literatura para niños de vez en cuando le regala al mundo de los adultos: en apenas 300 palabras y un puñado de dibujos, el cuento crea todo un mundo sobre la angustia, los miedos y las fugas de la infancia. Su autor, Maurice Sendak, no sólo aceptó que Spike Jonze filmara una adaptación de su libro sino que bendijo la novelización de Dave Eggers, el ecléctico novelista americano y coguionista. Además, entre los tres filmaron un documental que echa luz sobre la vida y el universo de ese autor que descifró como pocos el enigmático mundo de los niños.
Por María Gainza
Max es una tormenta que no avisa. Se lanza dentro de la historia alborotado, persiguiendo a su perro escaleras abajo. Cámara en mano, en planos que apenas logran contenerlo en cuadro, el director Spike Jonze lo sigue. La bajada es caótica, un descenso turbulento a la psiquis de un niño de nueve años que sufre la soledad de su familia. Su hermana adolescente prefiere la compañía de amigos más grandes, su madre divorciada franelea en el sillón con el nuevo novio. Max construye entonces un fuerte en su habitación y un iglú en el patio de adelante. Busca guarecerse dentro de su imaginación, pero también necesita lidiar con su enojo. Su madre intenta calmarlo, pero Max, vistiendo un traje de lobo blanco, sale a la calle. Allí encuentra un barco que lo llevará en una travesía a través de sus miedos y deseos más profundos.
Después de navegar un rato encalla en una isla que no es exactamente la de Gilligan. Allí el niño explorará la tundra de su inconsciente. Sobre la costa, un puñado de monstruos peludos –tan peludos como el disfraz de Max–, de dientes afilados y enormes garras, lo esperan hambrientos. Como un Hernán Cortés a punto de conquistar tierras ajenas (o no tan ajenas, pero eso se verá luego), Max desciende y, con apenas un truco, es coronado rey. Y por un tiempo, el hambre de todos, incluso el del propio Max, se tapa con circo. Entonces se declara la fiesta, que consiste sencillamente en correr, saltar, empujarse, hacer cualquier cosa, siempre que sea algo sin sentido. Es todo nuevo y descontrolado, pero también vagamente familiar: las pataletas, peleas y palabrotas del comienzo empiezan a resurgir nuevamente a la superficie en este paraíso de la imaginación, tanto como nuestras horas del día invaden nuestros sueños. Entonces uno cae en la cuenta de que ésta no es más que otra familia disfuncional que duplica las tensiones de las que Max intentaba escapar, sólo que ahora, sobre sus espaldas de soberano, recae la responsabilidad de mantenerla unida. En un momento, Carol –el líder de los monstruos– lleva a Max a cococho a través del bosque: “Todo esto es tuyo”, le señala el monstruo. Y uno piensa: ¿qué hará el niño con semejante libertad?
Esta es la nueva película de Spike Jonze basada en un clásico de la literatura infantil de 1963, De dónde vienen los monstruos, de Maurice Sendak (la historia de un niño que es castigado dentro de una habitación que se convierte en el mundo entero). El libro de Sendak logra capturar en trescientas palabras lo que todo novelista intenta en cientos de páginas. Les da a los niños una pantalla donde proyectar sus ansiedades, les crea un mundo. De una concisión poética asombrosa, la historia es una parábola sobre un niño que debe aprender a lidiar con el enojo (y finalmente expresarlo y conquistarlo), y sobre cómo encontrar el antídoto para tanta rabia a través de la herramienta más eficaz con la que venimos equipados al mundo: la imaginación.
Spike Jonze permanece fiel, o todo lo fiel que se puede, a un libro que tiene menos de diez oraciones (ah, pero qué diez oraciones cuando comulgan con los dibujos más rapsódicos de la historia realizados por el mismo Sendak). Elegido a dedo por el escritor para llevar su libro a la pantalla, Jonze hizo lo que todo director y artista que se respete a sí mismo hubiera hecho. Descartó el libro como texto sagrado y lo usó como paredón de fondo para agrandar la historia, llevándola a lugares oscuros y limítrofes. El libro de Sendak trata sobre la imaginación como refugio; la película de Jonze es una exploración sobre la tristeza infantil. Y quizás una de las obras que mejor se acercan a expresar qué pasa dentro de la cabeza de un niño que está creciendo. La historia sigue siendo la de Max, su madre, su habitación y su soledad, pero en la película nuevos detalles y sombras la complementan sin arruinarla en lo más mínimo.
Aunque no todos pensaron lo mismo. Los puristas enloquecieron y se llevaron las manos a los ojos, las voces altisonantes de la crítica se alzaron: encontraron demasiadas digresiones y un guión inconexo. Es verdad que la adaptación escrita por Jonze y Dave Eggers no tiene una trama clara y que la historia vuela por los aires sin llegar a asentarse sobre nada. Pero esta falla no parece tan ingenua: con su narración amorfa, la película toca, quizá mejor que el libro original, un lugar muy exacto sobre la angustia infantil. Sobre todo eso que en la cabeza de un niño es una gran bola de sentimientos y sensaciones, y donde mucho termina sin explicación, incluyendo la melancolía de Max, que sobrevuela como una lluvia que no termina de caer. La niñez tiene sus secretos, sus misterios y tantas cosas sin nombrar. Y uno de los grandes placeres de la película es su negación a revelar.
Spike Jonze sabe que las adaptaciones tienen que destruir tanto como construir. Y por eso la dupla de guionistas se tomó licencias audaces: las bestias que en el libro no hablan, sólo bailotean alrededor de Max en un mundo de fulgurantes sombras y luces de antorcha, acá terminan siendo una banda ruidosa con nombres como Ira, Judith y Douglas, que no paran de pelearse. Tienen relaciones misteriosas, rencores inexplicados, ataques de celos, vaya uno a saber por qué. Construyen fuertes que no se usan, tienen impulsos de energía que después decaen. Y en lo que quizá sea la mayor diferencia con el libro, las bestias acá ya no son símbolos sino que están cargadas de ansiedades, tantas como para protagonizar una película de Ingmar Bergman. “¿Podrás sacarme la tristeza?”, le pregunta un monstruo a un recién desembarcado Max. Fue una decisión atrevida, pero en perfecta comunión con el libro original: ahora las heridas de los monstruos son las de Max, las peleas y celos son también suyos. Está Carol, su alter ego, una monstrua con malhumores explosivos e inclinaciones destructivas muy similares a las del niño; está KW, un monstruo de pelo lacio con un indecible malhumor adolescente que se aparta del grupo para pasar tiempo con sus nuevos amigos y que recuerda, claro, a la hermana de Max; y está Judith, eternamente bajoneada, acusando a Max de tener favoritos.
La segunda decisión de riesgo fue poner actores dentro de los monstruos (la animación sólo fue usada en los rostros). La fábrica de muñecos de Jim Henson fue la encargada de diseñar los trajes, que llegaron a pesar más de 70 kilos. Gracias a eso ahora las bestias tienen gravedad, son peluches gigantes de una gracia conmovedora, pero con los pies sobre la tierra. Y poseen una cualidad táctil que ninguna animación puede conseguir. Uno desearía poder abrazar por un instante esos peluches antes de dormir.
Visualmente, De dónde vienen los monstruos es una bellísima amalgama de lo orgánico y lo surreal que captura a la perfección los dibujos de Sendak y su color de medios tonos (dibujos que parecen salidos de la mano de un Durero moderno, con algo de grabado alemán medieval en las líneas cortas y entrecruzadas). Filmada en Australia, la película es tan real como lírica, una capa se apila sobre la otra. La fotografía de Lance Acord fue inspirada originalmente por los documentales de la vida salvaje: esto significó el uso de luz natural, cámaras en mano y muchas tomas grupales. El resultado recuerda a Grizzly Man, el documental de Werner Herzog sobre el hombre que vivía con los osos pardos en Alaska. Sólo que ahora al realismo crudo se le ha sumado la atmósfera otoñal de los dibujos originales que embeben todo de una sensación chamánica, de pensamiento mágico, y que recuerdan que en la mente de un chico cualquier cosa puede transformarse en otra (un cartón puede ser una fortaleza). Esta síntesis de estilos termina dando algunos momentos extáticos: el perro gigante y lanudo que camina por el borde de una duna, conjuga lo más sublime de la pintura de Caspar Friedrich con lo ominoso de los dibujos William Blake.
Puede que no contente a todos, pero algo es innegable: la película de Jonze es sumamente respetuosa de la inteligencia de los niños, porque confía en que ellos conectarán con la historia sin necesidad de incluir un final con cierre redondo y un cofre con monedas de oro. Y finalmente no se puede sino admirar la integridad artística con que Jonze sorteó una misión cinematográfica casi imposible, hacer en el cine algo muy parecido a lo que hizo Sendak en el libro: tocar un lugar donde lo terrorífico linda cerca del amor en sus momentos más incondicionales y voraces.
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