Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy
CINE > POLICíA, ADJETIVO, LO NUEVO DEL CINE RUMANO
En un pequeño pueblo de Rumania, un policía treintañero tiene que seguir a tres adolescentes para averiguar si uno de ellos es dealer de marihuana. Pero a la hora del operativo, el agente Cristi no se atreve a arruinarle la vida a un chico por tan poca cosa y empieza a luchar con su conciencia, y con lo que significa ser policía en un país que sale dificultosamente de años de totalitarismo. Policía, adjetivo, premiada en Un Certain Regard del Festival de Cannes, es la segunda película del director de Bucarest 12:08 y la confirmación de que existe un cine vital y reflexivo tras la caída del régimen de Ceaucescu.
Por Mariano Kairuz
“¿Qué es para usted la conciencia?”, increpa el jefe de policía a su joven y desmoralizado agente Cristi. La pregunta tiene la clara intención de aleccionar al agente, que se resiste a cumplir con un arresto que podría traer, por un delito muy menor, consecuencias demasiado duras a un adolescente. “La conciencia es algo en mi interior que me impide hacer algo malo de lo que luego podría arrepentirme”, atina a decir el agente, en una respuesta algo coloquial, tal vez imprecisa, pero indudablemente sincera y sentida, mientras su colega Nemu, con su cara de no demasiadas luces, toma nota a pedido de su superior. Luego vendrá el diccionario. A ver qué dice el libraco, con sus definiciones formales, oficiales, policíacas, de conceptos como “conciencia”, “ley” y “moral”. El objetivo, explica el jefe, es contrastar la conciencia, y esa vaguedad que es la moral individual, con el rigor de la ley escrita. Esto no es una mera reunión de trabajo, les dice, con calma y el aire de superioridad de un director de colegio apercibiendo a sus alumnos. “Esto que estamos haciendo es dialéctica. Tratando de encontrar la verdad”. Pero las palabras, que ya se han ido amontonando sin piedad, empiezan a parecerse para Cristi a una cárcel.
Todo esto ocurre en una sola escena. Una escena larga, de unos veinte minutos, y no cualquier escena: es el clímax de Policía, adjetivo, segunda película del director rumano Corneliu Porumboiu. El clímax de una película que sigue un caso policial, pero prescinde de tiros, persecuciones, desenmascaramientos y otras convenciones genéricas, incluso de toda noción de suspenso que no sea ese suspenso magro que proviene de la tensión interna que sufre el agente atrapado entre la conciencia y el deber. Parte de la crítica internacional recibió a Policía, adjetivo como un policial, por los elementos que comparte con el género –detective, delito, caso a resolver, dilemas morales–, pero como un policial “existencialista”. Porumboiu no tiene problema en definirlo sencillamente como un antipolicial. Como cine de inacción.
Policía, adjetivo pasó exitosamente por la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes 2009, llevándose un premio que volvió a confirmar la existencia de un “nuevo cine rumano” y consolidó a Porumboiu –quien ya había pasado por el festival con Bucarest 12:08, una comedia amarga sobre el día de 1989 en que Ceaucescu dejó el poder, narrada desde un pequeño estudio de televisión– como uno de sus nombres más importantes. A partir de entonces, cada vez que le preguntaron sobre su pertenencia a una nueva ola de cine en su país, el director contestó más o menos lo mismo: que siente que cada uno de sus contemporáneos –como Cristo Puiu, que dirigió La noche del señor Lazarescu, o Cristian Mungiu, el de 4 meses, 3 semanas y 2 días, por mencionar dos películas que se estrenaron por acá– está a la búsqueda de un cine, de una voz propia, que son films distintos, “en su dramaturgia, su narrativa, su modo de usar la cámara”. Y que, a su vez, reconoce que hay entre ellos intereses afines: “Compartimos la oposición al cine de propaganda que se hacía en Rumania hasta el ‘89, y una obsesión por el realismo y por los personajes comunes”.
Y el tema de la búsqueda del realismo en los cines emergentes ya puede sonar un poco trillado (si uno, por ejemplo, vive en Argentina), pero una película como Policía, adjetivo exige una atención especial para determinar qué tipo de relación tiene eso que ocurre en la pantalla con la realidad. Al agente Cristi le han asignado un caso más bien ingrato: seguir a tres adolescentes, dos chicos y una chica, estudiantes secundarios, a quienes se ha visto compartiendo algún que otro porro, y determinar quién es el proveedor. En el relato de la “investigación” entra en escena, se puede decir, la apuesta por el “realismo”: la cámara sigue a Cristi haciendo su trabajo en largos planos casi fijos, en tiempo real. Lo vemos esperar en la calle, observar los movimientos de los chicos, tomar nota de alguna patente. Luego leemos, también en tiempo real, los informes realizados a mano por el agente sobre sus avances de ese día, y vemos repetirse alguna anotación del tipo: “no ocurrió nada relevante por tres horas”. Es decir, nada de aquellos tiros y persecuciones. En entrevistas, Porumboiu cuenta que un amigo suyo, policía, le explicó que así es la mayor parte de su trabajo: mucha burocracia, espera, tedio. La película aspira a transmitirnos la angustiosa experiencia. A los treinta y pico de años, Cristi ya no lleva una vida, la arrastra. Cree que es absurdo arruinarle la juventud a alguien por tan poca cosa, por leyes draconianas que, está convencido, quedarán revocadas en pocos años, cuando Rumania finalmente ingrese a la modernidad que ya se vive en otros lugares de Europa. Sin embargo, para su jefe esa convicción es sólo la prueba de que el agente ya no es capaz de discernir cuál es su deber. Perteneciente a la misma generación de Porumboiu, Cristi parece encontrarse a la deriva, en lo que muchos seguidores del nuevo cine rumano han identificado como el legado fatal de los largos años de totalitarismo.
Si como lo evidencia su puesta en escena en tiempo real, ésta no es una película de acción, tres escenas indican que, en su lugar, ésta es una película de palabras. No porque se hable mucho (no tanto al menos), sino porque, como en esa secuencia-clímax con el diccionario, las palabras y su significado obsesionan a sus protagonistas. La imposibilidad de definir con precisión las palabras como síntoma de la capacidad de encontrarles sentido a las cosas más cotidianas que estas palabras nombran o deberían nombrar.
En una escena previa tiene lugar una discusión doméstica que terminará transformándose en la clave de la película. El agente Cristi encuentra a su esposa docente, escuchando una y otra vez una balada romántica en YouTube. La canción dice algo así como que “la vida sin amor es como el mar sin el sol”. “¿Qué es eso del mar sin el sol?”, pregunta Cristi, en tono tranquilo pero como conteniendo su crispación ante la musiquita repetida. A lo que su esposa le responde que “es tan sólo una imagen”. Pero en qué se parece una vida sin amor al mar sin el sol. Que el mar sin el sol puede ser una linda imagen. Y que por qué cuando la gente quiere decir algo, sencillamente no lo dice de manera directa. Atrapado por las palabras, Cristi reclama literalidad, se manifiesta en contra de la metáfora, no entiende por qué se juega así con el lenguaje. Tal vez las cosas deberían ser tan simples y concretas como las ruinosas calles del pequeño pueblo rumano de Vaslui, de donde es oriundo Porumboiu, y donde transcurre este policial que es, más que existencialista, semántico: en lugar de una intriga vieja y eficiente del tipo de quién-lo-hizo, el misterio es el lenguaje. Y quién lo hace (academia de letras, policía, docente), porque quien lo hace impone su visión del mundo. Y el que no quizá se quede afuera.
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