FOTOGRAFíA > JOSEF KOUDELKA POR TOMáS ELOY MARTíNEZ
Josef Koudelka se hizo célebre cuando la suerte lo encontró en Praga en el momento en que los tanques soviéticos entraron para aplastar la Primavera del 68. A eso siguieron el exilio, un trabajo en la agencia Magnum y esas fotos que permanecieron anónimas por miedo a las represalias y que ahora llegan a la Argentina junto a quien las tomó. Durante años, Koudelka había trabajado en su Checoslovaquia natal fotografiando otras víctimas: los gitanos de Europa del Este. En este texto inédito en el país, Tomás Eloy Martínez se vale de una foto de ese otro gran tema opacado por la repercusión de Invasión, tomada en una aldea gitana en 1963, para explorar el misterio de la mirada de Koudelka.
› Por Tomas Eloy Martinez
Toda foto es un vacío de la realidad. Narra una historia, pero lo que se ve es sólo un residuo parcial de lo que pasa. La belleza está en lo que la foto deja afuera, en lo que insinúa. Y por eso mismo, también es un trompe l’oeil: porque nos incita a ver sólo lo evidente, cuando su principal riqueza está en lo que se niega a decir. Por empezar, la foto omite la presencia del fotógrafo, que se sitúa siempre, o casi siempre, fuera del cuadro, como un cazador a la espera de su presa. El objeto de la caza no son las figuras incluidas en la foto, ni tampoco lo que hay más allá de ellas, sino nosotros, ahora. El objeto de la caza somos aquellos que miramos, sin saber desde qué lugar de la realidad, desde qué punto exacto del pasado está apuntándonos.
La foto ha suspendido el tiempo, pero nosotros somos el tiempo. Ha creado una historia, pero nosotros somos, de algún modo, esa historia.
Al apretar el obturador, el fotógrafo cree haber visto algo que merece ser inmovilizado en un pequeño rectángulo de eternidad. Lo que él ve, sin embargo, no es siempre lo que se ve: entre el movimiento de su índice y el pestañeo del diafragma se oye, durante una fracción de segundo, la respiración del azar. Sin el azar, la foto no sería lo que es. Los mejores fotógrafos son los que aprenden a domesticar ese azar, adivinando lo que va a suceder dentro del cuadro en el relámpago que media entre la presión de su dedo y el ojo de la cámara que se abre.
Era así, al menos, cuando esta fotografía se tomó en 1963, en un pueblo eslovaco que he buscado infructuosamente en los mapas: Jarabina, Hrabina, Hrbinek. Al parecer, era una aldea de ochocientos habitantes o pocos menos. Algunas casas se dibujan apenas en el fondo, entre los declives de lo que podría ser un río. Al otro lado de la aldea, medio centenar de curiosos acecha lo que va a suceder. Hacia la derecha se distingue la mole de un granero. Los que han entrado en la escena son, se supone, miembros de varias familias, vecinos. Entre ellos hay una decena de niños. Delante se pasean tres a cuatro policías en actitud negligente, como si hubieran ya dejado atrás cualquier incertidumbre. Los abrigos de la gente y las huellas húmedas que han quedado sobre la tierra –camiones, carros, unas pocas pisadas– permiten imaginar la estación: es el otoño, y hace poco ha llovido.
Josef Koudelka, el fotógrafo, se ha situado en el otro extremo, con sus ojos casi en el mismo punto donde están nuestros ojos. Tiene veinticinco años y, aunque lleva meses detrás de los carromatos de los gitanos, siente tanto miedo como el hombre que está delante de él, con las manos esposadas, al que acaban de traer desde el otro lado de la aldea, y van a juzgar ahora por asesinato.
¿Quiénes están detrás de Koudelka? En la mirada del acusado hay un nítido terror. Tiene la boca entreabierta, como si no pudiera respirar. Y por el gesto desentendido de los policías, se supone que ellos ya han terminado su tarea. Hay uno al que ni siquiera le importa lo que está pasando: se lo ve casi de espaldas, contemplando el vacío del granero. Otro aparece al fondo, sobre la izquierda, entre las casas, de regreso al bosque. El único que se mantiene alerta es el que lleva un perro de la traílla. Pareciera que sonríe, pero no es así. Si se le observa con una lupa, la expresión de su cara es grave, como si esperara la aprobación de aquellos a los que el acusado va a enfrentar dentro de un instante.
Lo que Koudelka sagazmente oculta es el sitio donde están los jueces: el campamento de gitanos del que ha huido el criminal. No es difícil imaginarlos: los jefes de la tribu están de pie junto a los carromatos, aguardándolo. Algunas mujeres se afanan en los calderos. Las otras, las solteras, cuidan a los niños.
El crimen que ha cometido el hombre que está en primer plano –la foto de Koudelka deja en claro que estamos ante un culpable– no es una violación o un robo. Si lo fuera, la tribu misma, en vez de acudir a la policía, habría arreglado las cosas, forzando al acusado a pagar la dote de la novia ultrajada o a trabajar como esclavo para devolver lo que usurpó. No. Su expresión es la de un asesino. Tal vez ha matado por pasión, por celos, por venganza. Las ropas que lleva, impecables, demuestran que ha tenido tiempo de cambiarse antes de la fuga. Su pelo revuelto es señal de que, sin embargo, lo sorprendieron sin que pudiera mirarse al espejo. No se ha arrastrado entre los arbustos al escapar, porque no hay barro en su ropa. Es posible que lo hayan detenido antes de que alcanzara la carretera mayor, la que iba hacia Bratislava.
No le espera la muerte, sino algo peor: el silencio, el desprecio, el extrañamiento, algún ritual de maldición. El terror que siente es terror a un daño más allá de toda medida: un daño de otro mundo. Koudelka actúa como un mediador silencioso entre el asesino, los curiosos del fondo y los jueces que están a su espalda. Seguirá con ellos hasta 1968, cuando reúna todas sus imágenes de gitanos y las exponga en una galería de Praga, en las vísperas de la invasión soviética, durante la breve primavera de Alexander Dubcek.
Cuando se tomó esta fotografía, en 1963, las imágenes eran consecuencia del duelo que se libraba, durante un instante infinitesimal, entre el azar y el arte del fotógrafo. Las cámaras, ahora, al disparar decenas de placas por segundo, limitan cada vez más la influencia del azar. En vez de mirar lo que está fuera del cuadro, entonces, lo que conviene adivinar –o intuir– es el ínfimo espacio de oscuridad que va de una escena a otra, el vacío que no pueden registrar el azar ni el fotógrafo.
Permítaseme por un momento –ya que todo aquí es cuestión de momentos– imaginar qué veríamos en ese intersticio de tiempo si esta foto de entonces se hubiera tomado ahora. No veríamos imágenes, puesto que todos los espacios estarían cubiertos por la velocidad mecánica de las tomas, sino algo mucho más inasible. Veríamos, quizá, sentimientos: el terror del criminal ante un destino que sólo él vislumbra, y la indiferencia de todos los que están atrás. Más que ningún otro arte, la fotografía expresa los infortunios y felicidades de toda la especie a través de lo que vive un solo individuo, en un instante que significa la eternidad.
Invasión 68. Praga
Fotografías de Josef Koudelka
Espacio de Arte - Fundación OSDE
Suipacha 658, Piso 1º
Hasta el 12 de octubre
De lunes a sábado de 12 a 20, en el marco del Festival de la Luz. Gratis.
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