Inventó un mundo en los ’50 para el hombre nuevo que nacía tras la guerra, se convirtió en un asunto de Estado durante el Vietnam de los ’60, los ’70 lo encontraron convertido en el rey del jet set hedonista, durante los ’80 maniobró entre el conservadurismo de Reagan y la competencia, y en los ’90 nadie discutía su lugar de clásico. Pero la última crisis financiera, el avance de Internet y el paso del tiempo llevaron su imperio a una crisis fabulosa. Entonces, a los 84 años, Hugh Hefner decidió que no había mejor imperio que su propio mito: se ajustó el cinturón de la bata; retiró a Playboy de la Bolsa; editó una monumental autobiografía de seis volúmenes, 25 kilos y 1300 dólares; bendijo un documental recién estrenado en EE.UU. que intenta canonizarlo como abanderado de las grandes luchas sociales de los últimos cincuenta años, y lanzó un sitio en Internet con el que piensa derrotar los filtros eróticos que las oficinas ponen en las computadoras de sus empleados. Además, se volvió monógamo, condenó el libertinaje de Tiger Woods y ataca a los malos maridos. ¿Podrá Papá Conejo sacar este último truco de la galera?
› Por Soledad Barruti
El 2008 no fue, definitivamente, el año del Conejo: las acciones de Playboy no paraban de caer, Internet derribaba las ventas de la antológica revista, la compañía debió cerrar parte de sus oficinas en Manhattan y Hugh Hefner se deshizo del ala este de su famosa Mansión. Para peor, su hija ya no ocupaba el directorio, sus amigos estaban muriendo y no había quién no le preguntara si no era hora de que dejara de elegir la Playmate del mes personalmente para cederle el lugar a alguien más joven. Pero nada de eso parecía amedrentarlo y el porqué de semejante actitud despreocupada no tardó en revelarse. Porque desde entonces y hasta esta misma semana Hefner no ha dejado de dar muestras de que su don radica en tener una especie de brújula que le señala para dónde va a girar la Tierra antes de que nadie la haya sentido moverse. Así, más allá de las cifras, de los cambios de directorio, de las novias que se quedan y pasan, incluso más allá de los límites lógicos de la propia vida, Hefner ha sabido leer que en un momento como éste, de grandes cambios, de búsquedas, de necesidad de héroes, lo mejor que puede hacer es dar un rápido y preciso salto a la posteridad (sin morirse, por supuesto). Consolidarse como un ícono de esos que el pueblo norteamericano agradece, cuida y valora. Para eso, desde el mismo instante en que empezaron a vaticinar que caería, y sin decirle nada a nadie, Hef comenzó una campaña de sí mismo que trajo apareadas grandes cosas. Luego de 20 años refundó el Club Playboy en el Palms de Las Vegas, se compró la tumba al lado de la de Marilyn Monroe para pasar la eternidad junto a ella, sacó a Playboy de la Bolsa para ahuyentar a los fantasmas, se volvió monógamo y fan de Twitter, editó los 25 años más emblemáticos de su biografía ilustrada en seis tomos publicados por Taschen, anunció que quiere filmar su biopic pero sólo si Robert Downy Jr acepta hacer de él, puso casi un millón de dólares para frenar la demolición del emblemático cartel de Hollywood, cedió toda su información audiovisual a la directora Brigitte Berman, que se despachó con un documental donde lo muestra casi como artífice de los cambios civiles más importantes de América. Por último, la semana anterior envió una carta de intención al buró de Playboy (del que no forma parte) solicitando volver a comprar el total de las acciones de su compañía, para que de terminar, todo termine como empezó: con Hef como rey indiscutido de ese universo donde la etiqueta es un pijama de seda, el trono una cama redonda, y los únicos habitantes, rubias semidesnudas con colita de algodón. Por lo demás, las cifras flojas pero estables.
Para empezar por el principio hay que desandar los pasos de este hombre que solito logró fundar y comandar un harén de bunnies que hasta hoy pueblan muchos de los sueños más mojados del mundo occidental. Porque de ese modo, y más allá de lo colorido y excéntrico de su personaje, se llega a comprender que Hugh Hefner es uno de los grandes responsables de la construcción del imaginario que ha signado la forma de vivir, establecer un hogar y consumir de tantas generaciones como las nacidas desde la Guerra Fría. Y aquí –al margen pero contemporáneo a esta vastísima última producción que rodea a Hefner– entra el libro de la filósofa y ensayista Beatriz Preciado. Finalista del último premio de ensayo de Anagrama, Pornotropía recorre magistralmente los primeros años de Playboy para analizar la “arquitectura” que diseñó este pícaro, intrépido y todavía joven entrepeneur de Chicago, cuyo único currículum entonces consistía en ser caricaturista amateur y ex empleado de la Esquire.
Preciado nos sitúa en esos barrios repletos de soldados que volvían de la guerra pero ya no encontraban un refugio en la unidad familiar sino que, en muchos casos, veían en su pareja a su principal rival. La Guerra Fría había helado las camas; el macartismo, los huesos; y la segregación, la sangre. El miedo se respiraba en las calles. No parecía haber otro modelo aceptable más allá del hombre blanco, conservador y heterosexual. Pero en el fondo, eso no conformaba a nadie: el mundo entero reclamaba una nueva forma de intimidad. En ese contexto, Hefner aparece a comienzos de los ’50 como el arquitecto de esa nueva forma de vida.
Luego de resignar su idea original de adoptar un ciervo macho y fiestero como logo porque ya era utilizado por una revista de caza, Hef aceptó la sugerencia de un amigo de bautizar su flamante creación Playboy y cambiar ese animalito por un conejo en la pose que a él más le gustaba: en bata y pantuflas, fumando con boquilla y sosteniendo un trago. Así salió en el primer número de Playboy, que apareció en 1953. En la tapa, había un poster desplegable de Marilyn Monroe que Hefner había comprado a un precio absurdo en un momento en que el comercio de ese tipo de material estaba prohibido. Hábilmente diseñó la revista de tal modo que burlara cualquier censura y, además, le agregó otras cosas como un cuento del Decamerón, fragmentos de Sherlock Holmes de Conan Doyle, un texto de negocios y otro sobre decoración (para una oficina moderna). “La lógica de Playboy consistía en hacer cohabitar en las páginas de la misma revista las fotografías de chicas desnudas tomadas por Russ Meyer o Bunny Yeager con textos, entrevistas y reportajes sobre Andy Warhol, Jack Kerouac, James Baldwin o Frank Lloyd Wright, así como reportajes en color sobre arquitectura, decoración de interiores o moda masculina. La idea, explicaría Hefner más tarde, era ‘unir a la sofisticación de Esquire y del New York Times la sal y la pimienta del arte pin-up’”, cuenta Preciado. La revista estaba en los antípodas de todo: de las Nudies ilegales de la época y de las machotas publicaciones que incitaban a la vida que se buscaba pregonar desde el gobierno. Playboy era la herramienta ideal para el nuevo formato de hombre que estaba empezando a gestarse y reclamaba, también, “un cuarto propio”: urbanita, solterón –o divorciado–, adolescente de alma y hedonista. Hef les proponía una sexualidad “más sana” donde las mujeres no son vírgenes y los hombres no viven saliendo de caza. Y claro, nada como eso se había visto antes.
La revista fue un éxito desde el primer número. Pero, para volverla el tetris perfecto que llegó a vender siete millones de ejemplares, se fue haciendo sumario a sumario. Ya en el segundo mes, Hef se dio cuenta de que a su “hombre adolescente de cualquier edad” le faltaba una amiga. “La mejor presa sexual no podía ser otra que la chica de al lado”, explica Preciado para introducir a las Playmates. Siempre alejadas de las prostitutas –más ligadas al crimen y a la mafia (que también azotaba a la ciudad de Chicago en esa época), y por supuesto prohibidas–, las Playmates fueron diseñadas como “vecinitas” que estaban invitadas a contar cosas de sus vidas. La mayoría “amigas” asistentas de Hef que a poco, como ángeles, empezaron a rodearlo y a acompañarlo a donde fuera que iba (de hecho, la más famosa de aquella época, Pilgrim, era su mismísima secretaria, que aceptó fotografiarse a cambio de un Addressograph que le alivianara el trabajo).
Pero lo que volvió a Playboy ese espejo en el que todos querían verse reflejados no era sólo el desnudo de los cuerpos sino el descubrimiento “de los espacios privados”. Como baticuevas para estos nuevos Batmans o agentes 007, los amigos de Hef mostraban sus casas de piratas y los “arquitectos” de Playboy dejaban volar su imaginación desplegando número a número invenciones tan alocadas como el ático de soltero (“una oficina y a la vez una casa de citas”), una cocina “técnica” desprovista de los típicos detalles femeninos, y diferentes muebles que sirvieran a la causa del buen amante: un sofá cama que mediante un botón hacía que el playboy invitara a su playmate a pasar a la siguiente escena, y diferentes elementos de las nuevas formas de caza que cambiaba ciervo por conejas: “Gracias a esta revista tendrás a mano un whisky, cubitos de hielo en condiciones y un cómodo asiento, tu escopeta Francotte estará a resguardo, tu pipa debidamente cebada, tus cigarrillos a punto, tus pies secos, tu dinero en la cartera y los pantalones puestos” (Playboy, 1958). Así, la primera edición en alcanzar el millón de ejemplares vendidos no fue una que mostró a la chica más desnuda, sino la que contenía el fotorreportaje de la casa de un colaborador de Hef que incluía una pileta interna conectada a una sala de juegos. El sueño que la mayoría no se había ni siquiera animado a soñar, podía hacerse realidad. De hecho, Hef y su entorno ya lo habían hecho.
La primera Mansión de Hef fue en Chicago. Tenía 1800 metros cuadrados y, como no podría ser de otro modo (y aunque él no sabía nadar), también contaba con una pileta interna, un cuarto subacuático tipo “acuario humano” para sus bunnies y la famosa Gruta del Amor (una especie de caverna tropical que rodeaba todo lo otro). Ya desde la puerta la Mansión se anunciaba como lo que después sería también la de Los Angeles, un lugar de fiesta al que aparentemente todos estaban invitados a entrar. “Si no te meneas, no llames”, decía el cartelito escrito en latín al lado del timbre. En el segundo piso había un salón desde donde daba las fiestas que enseguida “con sus excesos, su música, sus chicas y sus juegos sexuales se convirtieron en el teatro sexo-político más controvertido de toda Norteamérica”. En la tercera planta estaba la famosa cama giratoria de Hef, con “conexiones multimedia que permitían al director de Playboy estar al corriente de cualquier cosa que ocurriera en cualquier otro lugar de la casa o de las oficinas de la revista sin necesidad de abandonar sus aposentos”. Ese sería el invento que le permitiría entonces dar rienda suelta a una de las excentricidades más notorias de Hef: no salir de su casa más que algunas veces en el año.
En ese mismo piso, como corresponde a una gran Mansión, también había otras habitaciones. Pintadas de colores, estaban destinadas a los amigos del jefe que podían invitar a las bunnies a acompañarlos. Por último, el cuarto piso era el de las playmates. “En la cuarta planta había simplemente dormitorios comunes con camas alineadas o con literas, duchas y lavabos colectivos, largos pasillos con teléfonos públicos y pequeños buzones de correo asignados por el nombre de las trabajadoras. La cuarta planta era al mismo tiempo un barracón obrero y un internado donde las chicas de al lado eran entrenadas para convertirse en conejas. (...) Las inquilinas eran reclutadas tras un riguroso proceso de selección, organizado por Keith Hefner, hermano de Hugh. Una vez seleccionada, la futura coneja debía firmar un contrato en el que se comprometía a mantener su apariencia física y a comportarse personalmente ‘sin tacha’, además, desde luego, de estar siempre a disposición para participar en los diferentes eventos de la Mansión. Entrenada por una Bunny Mother, la futura Bunny aprendía los secretos de la imagen Playboy, que iban desde el peinado hasta el tono de la voz o el ritmo de los pasos consignados en el Manual Bunny.”
Así, Hef presentaba a sus chicas no como prostitutas sino como representantes de los incipientes movimientos de libertad femenina. (Lo que lleva a comprender otro hecho reciente y bien prenseado: Kendra Wilkinson, una de las novias de su trío más mediático, acaba de casarse, ser madre y publicó su biografía, Sliding into home, donde, contrario a lo que todo el mundo podría suponer, cuenta cómo su ingreso a la Mansión y al universo de las fiestas Playboy fue un camino de rehabilitación para una chica que había tenido “una vida muy alocada, repleta de excesos como droga y alcohol”.)
Volviendo al pasado, los ‘60 encontrarían a Hefner no sólo divorciado de su primera esposa sino también, ante una década agitada, replegándose momentáneamente y cambiando oficina por habitación. Desde la cama redonda, Hef seguía de cerca los números de su revista, que no paraba de crecer, de expandirse, de atravesar todo el país y, hacia fines de esa década, cruzar el mar y llegar a las trincheras. Porque con Vietnam, los hombres volverían al frente pero no se irían solos sino que, con la venia del Pentágono, llevarían a Playboy consigo para paliar los momentos de soledad. Incluso en los peores momentos de censura, el ejército supo munir a sus tropas de material erótico. Si bien para esa época la revista inauguraba una de sus mejores y más controvertidas secciones –las entrevistas a controvertidos personajes sociales, como el segregacionista gobernador de Alabama George Wallace, el autoproclamado nazi George Lincoln Rockwell o los célebres Malcolm X y Martin Luther King Jr.–, el hippismo que se oponía a la guerra invitaba a todas las mujeres a estar cada vez más destapadas, a mostrar cada vez más, y Playboy se convirtió en el vehículo perfecto para estimular la tan necesaria testosterona bélica. Así, si bien Hef iba por eso de “hacer el amor y no la guerra”, las conejitas estaban entre las bombas (quién no recuerda la escena del helicóptero Playboy en Apocalipse Now! Redux, con las conejitas cowboy e indiecita desatando un desmadre de soldados calientes en pleno show). En el sumario de aquellos años aparecían conmovedoras sorpresas, como cuando el archiconservador William F. Buckley Jr. escribió una nota porque era el único modo de “hablarle” a su hijo, que estaba en el frente. Playboy reflejaba la tensión de la guerra y a la vez representaba el único modo de escapar de ella. La revista había trascendido el negocio para volverse un asunto de Estado, que había que sostener (como alguna vez escribió Tom Wolfe) “con una sola mano”.
Por otro lado, unos años antes habían empezado a inaugurarse los Playboy Clubs. El primero, a pocos pasos de su casa, fue el lugar elegido por Hefner para recrear las fiestas que daba en su Mansión y transmitirlas a través de su última invención: el programa Playboys Penthouse.
Precursor también de los reality shows, fue ése el mítico momento donde logró que “la misma ciudad de Chicago que ensalzaba la familia, apoyaba la Prohibición y promovía la segregación racial del espacio urbano, disfrutó con el consumo televisivo de una bajtiniana fantasía carnavalesca pop en la que dominaban la desnudez femenina, la poligamia, la promiscuidad sexual y una aparente indiferencia racial”, escribe Preciado. Porque sí, los mejores músicos norteamericanos siempre fueron negros y el gusto cultural de Hef es exquisito. Entonces, así como en su revista tenía a las mejores plumas, en sus fiestas tocaban todas las estrellas del jazz de la época.
Hef, que siempre es retratado como workaholic, para esa época había empezado a consumir dosis bestiales de dexedrina, una droga de curso legal extendida por muchísimos hogares tradicionales, a la que él le daba duro y parejo, suministrándola además a quienes se veían obligados a seguirle el tren. Su ritmo era agotador: muchos redactores y colaboradores renunciaron pese a que el imperio Playboy no paraba de crecer hasta lo inimaginable.
En 1971, Playboy empezó a cotizar en bolsa (como Playboy Enterprise); reproduciéndose en diferentes medios: con una revista que no bajaba de los siete millones de ejemplares, un nuevo programa (Playboy After Dark), una nueva Mansión en Los Angeles y 23 clubes (muchos con Hotel y Casino) diseminados por ciudades como L. A., Chicago y Nueva York, llegando hasta Londres, Jamaica, Montreal, Manila y Tokio.
Diseñados como extensiones de su casa (lo que le permitía a Hefner viajar casi sin moverse), cada club tenía el ático de soltero, sala de juegos, biblioteca y sala de estar. Pertenecer a ellos era un símbolo en sí mismo. Los interesados tenían que pagar cinco dólares y recibían una llave con el logo del conejo. Los que se animaban a entrar (se calcula que del millón de socios llave en mano sólo el 21 por ciento lo hizo), entraban a la tierra prometida, donde pasarían la noche rodeados de bunnies a las que podían mirar pero jamás tocar, a no ser que se tratara de un cliente privilegiado, que recibía otro tipo de llave. (Para los interesados, YouTube conserva un gran archivo de los programas emitidos desde esos clubs, y por estos días en el cable hay una visita guiada bastante sugestiva dentro del Club de Las Vegas).
A mediados de los ‘70, el único lugar del mundo que Hef podía habitar sin sentir propio era el cielo que surcaba para llegar de un lugar a otro. Y el problema se resolvió con la fabricación del también célebre Big Bunny (avión insignia de sus pocos movimientos). También ambientado como la Mansión, el avión tenía, como cuenta Preciado y puede verse en las fotos de la época, además de las comodidades de todo avión particular digno de magnate, una ducha para dos personas, una pista de baile y una cama que recordaba a la cama redonda de Hefner, sólo que con cinturones de seguridad.
Con el mundo a sus pies, si Hef había librado una revolución había salido más que triunfante. En sus propias palabras: “Reinventé el término playboy para correrlo de un ave nocturna, indolente y vacua que pensaba todo el tiempo en tirarse mujeres y lo convertí en la denominación de un hombre que trabaja muy duro y tiene derecho a divertirse un montón. Un chico que quiere jugar. Precisamente en torno de eso gira toda mi vida”.
Cómo privarse de mitificar definitivamente esa época de oro. Porque después apareció la competencia y los clubes pasaron de moda y si bien la gloria perduró hasta entrado el siglo XXI, ya no fue hegemónica. Pero durante esos primeros 25 años Hefner fue rey, emperador, Dios incluso. Un mito viviente que para contarlo se despachó con su autobiografía: a un precio de 1300 dólares, con un retazo de su pijama de seda roja como souvenir y un facsímil del primer ejemplar de Playboy, en seis tomos y un peso de 25 kilos, Hugh Hefner’s Playboy, fue publicado por Taschen a fines de 2009 en una tirada limitada de 1500 ejemplares.
Hefner por Hefner habla de un chico inquieto y deseoso de cariño que vivía la asfixia y opresión de una familia conservadora. Inspirado por personajes de historieta como Flash Gordon, muestra su historia ilustrada por él cuando todavía estaba en el colegio mientras describe cómo fue construyendo su imaginario. Como corresponde a quien se quiere mucho más de lo que jamás han llegado a quererlo, Hef es tierno cuando habla de sí mismo y va hacia el centro más escondido, de donde tomó su inspiración. Así, por ejemplo, cuenta cómo conoció a su primer amor, “una rubia de cabello rizado llamada Audrey Zimmerman”, a quien iba a visitar a su casa, con quien se encerraba en el sótano a jugar “juegos de besos”, gracias a quien descubrió Esquire (“una revista que no estaba permitida en mi casa”) y a quien a fin de cuentas le debe su ideal de mujer. Porque, recuerda Hef, Esquire incluía no sólo cuentos de Hemingway y de Fitzgerald sino chicas. “Me enamoré de aquellas imágenes de estilizadas bellezas semidesnudas pintadas con aerógrafo, creadas por el ilustrador George Petty. En un temprano acto de rebeldía en una familia puritana, colgué las imágenes en la pared de mi habitación. Y es de admirar que mi madre nunca me obligara a quitarlas (...) Fueron la clara inspiración para crear la figura de Playmate del mes diez años después.”
Hefner por Hefner también es el mejor bailarín de la clase, un columnista estrella del diario de la escuela, y un universitario visionario que publicó un ensayo contradiciendo las tremendas conclusiones sexuales del Informe Kinsey. Un joven que había mirado tantas películas románticas como para confundirse y casarse con una amiga de toda la vida. Un entusiasta ilustrador y escritor junior que encontró en su trabajo soñado (dentro de la redacción de Esquire) la peor forma de aburrimiento. Un hábil generador de negocios que sin dinero ni producto real alguno para mostrar, un día envió una encuesta a los diarieros y distribuidores del país describiéndoles lo que luego sería Playboy. “Recibí pedidos por 70 mil ejemplares. Lo único que tenía que hacer entonces era crear la revista.” Y lo hizo con la famosa foto de Marilyn que consiguió por chirolas, un préstamo de 8 mil dólares y el carisma con el que convenció, por ejemplo, a Ray Bradbury de convertir en serie Fahrenheit 451.
A diferencia de cualquier otro relato de su vida, las 3500 páginas de Taschen no sólo están repletas de anécdotas sino que cuentan con todo el material visual de colección (más allá de verdaderas bellezas, están los dibujos de Hefner, una joyita para cualquier psicólogo, y por supuesto las réplicas de piezas de colaboradores estrella como Picasso y Warhol). Con respecto a los escritores, también, ahí están todos. Nabokov, Miller, Capote, Roth, Cheever, Kerouac, Mailer, Updike... Más las inolvidables entrevistas muchas veces realizadas por pasantes o periodistas junior que luego se volvieron best-seller.
Hefner por Hefner es un hombre tan adorable como único que logró dar forma a todas sus ideas y moldear a la vez al hombre contemporáneo. Pero para aprehenderlo completamente, un libro, seis, o los que sean, no alcanzan. Porque no todo puede ser trasladado al papel. Si lo que hay que erigir es el monumento vibrante de un hombre que ha sabido entrar en la vida de todos por cuanto medio estaba abierto hacia la intimidad del hogar, su autobiografía escrita no trae su voz, no transmite sus gestos. Ese modo de andar tan suyo como si emitiera chasquidos con las caderas. La mandíbula enhiesta de sus primeras apariciones en cámara con Playboy Penthouse. Esa mezcla de entusiasmo y cierta perversión cuando sostenía la pipa y a su alrededor todos bailaban, sonreían, charlaban, como en cualquier fiesta y él decía “Good night, thank you for joining us”. O sus recorridas en Playboy After Dark o sus Girls Next Door. Tampoco su humor cantado, como el que mostró en su recordada participación en Saturday Night Live de 1975, cuando entonó: “Cada vez que veo una nena de cinco, seis, o siete años, no puedo resistirme a la urgencia de sonreír y decir gracias al cielo”, mientras sonaba la canción “Thanks Heaven for the little girls)”, de la película Gigí, una remake particular de Cenicienta. Y ni hablar de ahorita nomás, con sus participaciones en el reality de E! (Girls from the Playboy Mansion), donde se lo veía conviviendo con Molly, Kendra y Kimberly.
Hefner no sólo tiene más de 2 mil álbumes de recortes en su casa. También tiene un sótano lleno de material de audio y video protagonizado por él y sus bunnies (para dimensionar su archivo, alcanza con decir que cuenta con un archivador personal que desde hace años trabaja full-time en la Mansión y todavía no ha terminado de ordenarlo todo). Entonces, la realización de un documental era el siguiente paso que caía de maduro. Aunque lo que nadie se esperaba era que, al momento de hacerse, el material más colorido fuera hecho a un lado (o tal vez guardado para ser recreado en su tan anunciada biopic).
Estrenado en Nueva York la semana pasada, Hugh Hefner: Playboy, Activist and Rebel es una ambiciosa apuesta realizada casi por encargo por la directora Brigitte Berman, de quien Hef se había declarado fan a partir de la pieza sobre el músico de jazz Artie Shaw que le valió un Oscar en 1986 (Artie Shaw: Time is All You’ve Got). La idea de Berman (o de Hef) es trocar por dos horas la imagen de místico hedonista por la de un humanista y defensor de los derechos de los negros, los gays y también las mujeres. Así, el film llega justo a tiempo para operar en otro flanco sensible de la sociedad norteamericana. Porque, si al verse aquejados por la crisis, sin dudas no hay quién no se sienta interpelado recordando los momentos más brillantes de su historia en común, para calar hondo en esa misma sociedad en donde incluso han votado buscando un héroe, él necesitaba desempolvar su propio traje de Superman.
Basado en el clásico formato de entrevistas, más allá de las voces de dos o tres detractores, en el documental todos hablan de Hef y sus aportes a las libertades civiles, los derechos humanos y la igualdad de los sexos. Ahí están desde frecuentes invitados a la Mansión, hasta toda celebridad que le debe algo: James Caan, Tonny Bennett o Robert Culp; George Lucas, Mike Wallace, la gran Dr. Ruth, las famosas Playmates Shannon Tweed y Jenny McCarthy. Cada testimonio está apoyado por imágenes de los famosos conciertos que brindaba Hef en su programa, donde tenía bandas invitadas como Lambert, Hendricks, Ross and the Gateway Singers; o cómicos que hacían shows en vivo como Dick Gregory o Larry Adler. También se ven momentos épicos, como el que protagonizaron Country Joe y The Fish cuando interpretaron su himno antibélico “I-Feel-Like-I’m-Fixin’-to-Die Rag”.
“No conozco un hombre que no quiera dar su testículo izquierdo por ser como el Señor Hefner”, dice el líder de Kiss Gene Simmons. “Hef en broma dice una verdad conmovedora: que le da una maravillosa esperanza al hombre de más de cien años”, asegura el conductor Dick Cavett. El documental se preocupa por hacer énfasis en los aportes culturales de la revista para borronear los de las conejas, y mostrar a Hef como un hombre mayor pero sano consumidor sólo de Viagra (astutamente expone su “breve” adicción a la dexedrina y aprovecha para aclarar uno de los únicos casos que le hicieron por tenencia de marihuana, del que salió libre de culpa y cargo), alguna copa de vino cada tanto y la comida gourmet una vez por semana.
“Hefner no duda en definir el trabajo de Playboy como ‘una avanzada de la revolución sexual’ con un movimiento comparable al de los movimientos feministas, antirracistas y de descolonización. Sin embargo, será más prudente entender el discurso de Playboy como la punta de lanza de una mutación en curso”, escribió Preciado en Pornotropía, incluso sin conocer este lanzamiento.
Tal vez uno de los efectos más curiosos que tiene el documental es que hace aflorar una comparación natural y a la vez necesaria cuando de redefinir y fijar símbolos, mitos y héroes se habla. Porque, del otro lado, aunque trágico y muchas veces desestimado por nasty, se encuentra el otro rey del sueño húmedo en papel: verdadero activista, rebelde y revolucionario; sin dudas más violento y radical, Larry Flynt surgió a mediados de los ’70 en un camino perpendicular a Hefner, con la revista Hustler. Su línea editorial defendía la idea de que no había que ganar 200 mil dólares al año para tener sexo, que Playboy era snob y que las mujeres además de tetas tenían vulva. Pero si de eso hizo un negocio, con sus otras ideas hizo historia: que la verdadera obscenidad no era el porno sino las imágenes de guerra, que un país no era libre si no tenía libertad de expresión y que cada cual en su ámbito privado podía hacer lo que quisiera, repitió Larry Flynt una y otra vez. Hasta lograr cambiar las leyes.
Para hacer un breve resumen que permita dimensionar uno y otro perfil, se puede decir que a diferencia de Hefner, cuya madre no lo besó jamás por miedo a transmitirle bacterias y cuyo padre alababa la moral al punto de dejar a su hijo con vagas nociones de sexo y virgen hasta los veintidós, Larry nació de un borracho y una mujer a quien terminó comprándole su primer bar para armar su Strip Club. No creció en Chicago sino en una casa pobre y sureña y debutó sexualmente con una gallina a los nueve años. Cuando lanzó Hustler, a mediados de 1974, sus lectores la leían casi clandestinamente y recién vendió un millón de ejemplares un año después, cuando publicó las fotos desnudas de Jackie Onassis que le compró a un paparazzi. Siempre tildada de obscena, Hustler encontró su nicho cambiando sutilezas por primeros planos y literatura por denuncia. Así, por ejemplo, llegó a acusar al FBI de narcotráfico.
Larry Flynt no sólo pasó su carrera pagando multas millonarias sino que estuvo preso nueve veces por obscenidad, crimen organizado y difamación. Luego de un año de conversión al cristianismo evangélico (época durante la cual Hustler sacó tapas magistrales, como la de un conejo crucificado en Pascuas o el cuerpo de una mujer metido en una picadora de carne), a la salida de uno de esos juicios un fanático racista, furioso por una foto de sexo multirracial publicada en su revista, le disparó y le destrozó la médula. Flynt quedó lisiado de la cintura para abajo, pero nada lo detuvo. Su causa más celebre fue contra el predicador estrella más conservador de Estados Unidos, Jerry Fallwal. En Hustler salió publicada una parodia de Fallwal en donde lo mostraban promoviendo un whisky y asumiendo que se había acostado con su madre. El predicador lo denunció y Flynt llevó el caso a la Corte Suprema, que por decisión unánime votó a su favor y resolvió que a partir de entonces en su país ninguna figura pública que fuera parodiada podía abrir cargos por “daño moral”.
Larry Flynt no es, claro, la imagen del American Dream. Su mujer más estable murió de sida, él es ex drogadicto (lo que le ha dejado una seria dificultad en el habla), está lisiado y se autodefinió como bipolar. Definitivamente no da con el perfil de héroe. Pero, sin embargo (y más allá de lo que moralmente piense cada quien del porno), lo cierto es que mientras Hefner se promociona para un cargo de mito viviente al que nadie le pidió que se postule, Larry Flynt no sólo sigue al mando de Flynt Publishings sino que se dedica a dar charlas sobre la Primera Enmienda y la libertad de expresión para estudiantes en diferentes campus. En 2003, con la idea de desenmascarar la hipocresía republicana, ofreció un millón de dólares a cualquier prostituta o amante que se atreviera a denunciar la infidelidad de un gobernador en funciones, lo que provocó la dimisión de Bob Livingston. En 2004 lideró la campaña antibélica llamada Not in our name (“No en nuestro nombre”). Luego, compró fotos de la soldado Jessica Lynch (utilizada por el gobierno de Bush como campaña probélica) pero jamás las publicó porque dijo que la soldado era una víctima de los republicanos. También produjo un documental sobre su propia causa para que todos entendieran el derecho que tiene cada uno a ser dejado en paz (The Right To Be Left Alone). Y tiene un blog en el que postea las denuncias que publica en Hustler, con secciones como The asshole of the month, en el que suelen aparecen muchos republicanos y conductores de la Fox.
Volviendo a Hef, sus últimas declaraciones públicas fueron la condena al comportamiento libertino de Tiger Woods, así como del infiel marido de Sandra Bullock; también ha confirmado que para él las mujeres son objetos sexuales y que si le sacan la revista se muere. Además acaba de lanzar thesmokingjacket.com, un sitio en Internet que esquiva el filtro de contenidos eróticos que cunden en las oficinas y ofrece al pobre hombre moderno una Playboy sin bunnies. Y está probando suerte con su flamante convivencia monógama con una rubia de 19 años llamada Cristal Harris. Qué más se le podría pedir. Después de todo, alcanza con retomar su primer editorial para saberlo un ganador: “Los asuntos de Estado estarán fuera de nuestra provincia –escribió Hef en 1953–. No esperamos resolver el problema mundial o demostrar una verdad moral. Si somos capaces de darle al macho de América algunas risas extra y un poco de diversión que lo saque de las ansiedades de la Era Atómica, sentiremos que hemos justificado nuestra existencia”. Si se circunscribe a eso ya tiene todo para festejar: el 2011, al menos en el Horóscopo Chino, es el año del Conejo.
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