CINE > SE ESTRENA LUZ SILENCIOSA, DE CARLOS REYGADAS
El director mexicano Carlos Reygadas, autor de Japón y Batalla en el cielo, ha elegido para su última película, Luz silenciosa, a la comunidad menonita de Chihuaha. A contramano de los prejuicios, el conflicto no es el dilema religioso, la represión, el pecado, mucho menos el escándalo: al contrario, gracias a la visión religiosa del mundo de este pueblo artificialmente aislado del presente, el problema sentimental aparece de una manera adulta. Y, además, el cineasta se da el gusto de dar rienda suelta a su virtuosismo en una película que muchos consideran su obra maestra.
› Por Hugo Salas
Un hombre mayor, casado y con hijos, está enamorado de una mujer que no es su esposa. La anécdota que cuenta Luz silenciosa, tercer largometraje de Carlos Reygadas (luego de Japón y Batalla en el cielo), sería trivial, anodina incluso, si no fuera porque ese hombre, su familia y su amante pertenecen a la comunidad menonita de Chihuahua, al norte de México; sus hijos superan holgadamente la media docena y entre marido y mujer reina una sinceridad absoluta, que no deja lugar al ocultamiento. Contrariamente a lo que el prejuicio nos dispondría a esperar, el conflicto no es el dilema religioso, la represión, el pecado, mucho menos el escándalo o la represión en el seno de una sociedad confesional (al estilo, por ejemplo, de La cinta blanca).
Aquí, en esta comunidad que se sabe artificialmente fuera del presente, un presente del que se separa aun por medio de la lengua (con su uso del plautdietsch, dialecto arcaico de raíces germanas y flamencas que confiere a la película un inusual aire de extrañamiento), pero con el que mantiene relaciones de simpatía antes que de condena, el verdadero conflicto es que la honestidad instaurada por esa visión religiosa del mundo permite la aparición del problema sentimental de una manera adulta, lejana del despreocupado individualismo moderno que tiende a minimizarla. Este hombre que aún quiere y estima a su mujer, que la ama, ha descubierto a su pesar que ama con una intensidad mayor a su amante, pero en ese espacio de sentido donde el individuo no lo es todo, no puede dejar de ignorar las dolorosas consecuencias que esto trae aparejado para su esposa.
Su culpa no es resultado de infringir una ley divina (de hecho, cree que la situación en la que se encuentra, al igual que todo lo demás, proviene de la voluntad de Dios), sino del dolor que provoca en su entorno. De igual manera, su amante no puede dejar de sentir tristeza, antes que culpa, por la mujer a la que desplaza, y la esposa misma lamenta, luego de un comprensible estallido, lo duro de la situación para los tres, aunque ninguno de ellos pueda evaluar la posibilidad de escapar de la monogamia como alternativa. Quizás en este punto radique uno de los mayores atractivos de Luz silenciosa, en su capacidad de emplear el contexto religioso no para construir un discurso sobre la moral como código impuesto desde el exterior, sino para rediscutir la no reciprocidad del amor en un ámbito donde los sentimientos y emociones del otro importan tanto como los propios.
También es cierto, como han señalado varios detractores, que en ocasiones Reygadas parece mucho más interesado en construir una obra maestra que en aquello que cuenta. La ambición resulta evidente en la innecesaria solemnidad de algunas secuencias, el preciosismo exhibicionista de muchas decisiones de sonido y sobre todo en el manejo del tiempo, que tantas veces es acertado y revelador, como otras artificialmente extendido o demorado. Se pueden sumar a éstas varias quejas también aplicables al resto de la producción cinematográfica de festivales: la insistencia en el supuesto hiperrealismo de la interpretación de actores no profesionales, un guión de una linealidad de plomo supuestamente antidramática y antipsicológica, el sostenimiento del prejuicio que vincula naturaleza y verdad.
Reygadas compensa estos lugares comunes por medio de su inscripción en una especie rara en estos días, en los que priman las imágenes espontáneas, libres, de apariencia documental y falsamente despreocupada: él se construye como un cineasta de encuadre a la vieja usanza. Aquí cada plano está meticulosamente diseñado, cada elemento dispuesto con afán pictórico, cada actor “colocado” en posición, aun a nivel gestual. De allí, por ejemplo, el lento amanecer con que comienza Luz silenciosa y que los partidarios del realismo esencialista critican por simular un “tiempo real” cuando evidentemente el proceso está acelerado. Ocurre que a Reygadas no parece importarle lo real en sí sino un verismo de impresión.
El amanecer, de mostrarse efectivamente en tiempo real, no transmitiría dentro de la sala de cine la sensación de deslumbramiento que produce en el mundo, y eso es lo que quiere Reygadas, en el marco de una parejamente deslumbrante construcción plástica. Esta toma de partido le cuesta la aparición de momentos de preciosismo aislados e incluso metáforas pobres para el ambicioso contexto en que se las ha planteado (como el momento en que la esposa tapa literalmente el sol con la mano), pero también le permite alcanzar momentos de un gran lirismo.
Sobre el final, el cambio imperceptible a un registro fantástico signado por el espiritualismo, pone a su película en contacto con Dreyer (con quien muchos lo han vinculado), pero sobre todo con el Bergman de Gritos y susurros, aunque desde una visión mucho menos desencantada del mundo y los hombres. Al igual que en el maestro sueco, en Reygadas la espiritualidad no es cuestión vital para él, sino parte de las condiciones que permiten a sus personajes comprender el mundo. Por ende, forma parte de sus más singulares sensaciones, esas que Luz silenciosa procura y en sus mejores momentos logra transmitir.
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