ARTE > NICOLáS GUAGNINI EN BENZACAR
Tomando los tópicos de su generación (la infancia durante la dictadura, el Mundial ’78, el exilio, Malvinas, la estética de los años ’90, la moral sexual del país), Nicolás Guagnini somete al arte argentino a un desafío: verse y escucharse con el arte internacional como marco y caja de resonancia. El resultado: una sátira rampante.
› Por Claudio Iglesias
La obra reciente de Nicolás Guagnini (que nació en Buenos Aires en 1966 y vive y trabaja en Nueva York desde 1997) podría leerse como un experimento mental o un producto de laboratorio. En este experimento, Guagnini es simultáneamente el científico experimental y el conejillo de Indias, el victimario y la víctima, el traductor y el traducido. Todas posiciones que en su trabajo aparecen iluminadas de frente a partir de elementos autobiográficos y pequeñas ficciones del yo que empalman la historia de su familia con la suya propia: las amistades del medio cultural porteño en casa de su abuela, la desaparición de su padre y sus tíos en 1977 y su emigración veinte años después. Comenzando por su currículum (en el que largamente da detalles del debut de Maradona en Boca Jrs., de su amistad con Roberto Aizemberg, de su adicción al chocolate, etc.), el tema de Guagnini siempre será Guagnini, pero he aquí que esta autorreferencia, tan marcada en su generación (alcanza con pensar en la sinceridad escatológica de Guillermo Iuso o en los varios niveles de heterónimos a los que puede descender Lux Lindner), en el caso de Guagnini se funde con un relato mayor y elíptico, que atraviesa el arco de procesos culturales, artísticos y políticos de Argentina desde la efervescencia del Di Tella y la dictadura de Onganía en adelante. Entonces, Guagnini puede desdoblarse otra vez y asumir distintas posiciones (contradictorias incluso) frente a la historia del país, los dilemas políticos de su generación y lo que significa trabajar en Nueva York como artista y escritor latinoamericano, negociando su pertenencia a dos mundos y haciendo de esa negociación un problema artístico por derecho propio.
La muestra de Guagnini que actualmente puede visitarse en la galería Ruth Benzacar desarrolla este enfoque en un grupo de videos, una instalación de sonido con diapositivas, una grilla de fotos de archivo intervenidas y una serie de tomas directas realizadas en las calles de Nueva York. Allí están, enumerados en desorden, las frustraciones inherentes a la historia del peronismo; la problemática de haber sido adolescente durante la dictadura, con el consabido mundial de fútbol; el ocaso del proyecto industrial argentino y de toda imagen utópica en general como punto de entrada a la década del 90; las contradicciones de pertenecer a la clase media, de ser progresista, de ser hombre, de ser judío, de psicoanalizarse y un largo etcétera entre lo trágico y lo cómico. Pero no esperemos conclusiones tajantes ni un final de la angustia, ni del humor: Guagnini sólo logrará sobreponerse a los traumas políticos de su generación (identificables con los traumas políticos de Argentina, a secas) sobreimprimiéndolos a sí mismos, para poder caricaturizarlos. Y de paso, lo hará tratando los tópicos propios de su generación de arte argentino, bajo el aspecto internacional, neutro y ecuánime propio de un artista de Nueva York.
Al copiar la silueta de Graciela Alfano sobre material de archivo de los años ‘70, al dibujar escenas pornográficas sobre imágenes que se utilizan para hacer evaluaciones en las escuelas de Estados Unidos o al ponerse en la cabeza una pelota de fútbol con agujeros de calabaza de Halloween bajo los ecos de los avisos oficiales del mundial de 1978 en una de sus performances en video, Guagnini opera al mismo tiempo en dos tableros: el de las contradicciones entre las idiosincrasias locales y los lenguajes y circuitos globales que ofrece el arte contemporáneo, por un lado, y el del propio contexto argentino, en el cual la producción artística de muchos de sus compañeros de ruta fue tildada de ingenua y enfrentada a desarrollos más cercanos al activismo, del Siluetazo al Grupo Escombros. De este manera, Guagnini diseña un sistema de cajas chinas para reencontrar un debate nacional en el interior de un discusión global. Pero he aquí que tanto el arte de los ‘90 como el activismo no funcionan ya como tradiciones, sino como “signos” de la historia de nuestra cultura capaces de ser subvertidos o satirizados. La rosada imagen de Alfano sobreimpresa a revistas de la época puede leerse así como una autobiografía en los medios y como una caricatura del arte político reciente, muy deudor del situacionismo y el conceptualismo latinoamericano. La operación de hacer emerger una imagen icónica de la sensualidad y el consumo sobre una estructura de documentos de la conflictividad política y social de los ‘70 resulta, en efecto, un típico détournement sobre una cadena de signos al que Guagnini, sin embargo, le añade una clave biográfica muy local y no desprovista de sarcasmo: la idea de Alfano como referente libidinal indiscutido de los muchachos de su generación, más fuerte que toda la gráfica montonera imaginable.
Poner el cuerpo en primera persona (de manera grotesca) para alcanzar una caricatura es lo que Guagnini busca también en su performance en COMA –Centre for Opinions in Music and Art (Berlín) en 2009, de la que puede verse un registro en video–. En una sala de exhibición, un pianista toca una pieza de Erik Satie en un piano de cola mientras Guagnini arroja tubos de luz y lamparitas eléctricas contra las paredes, por momentos imitando la postura de un soldado, por momentos amenazando al intérprete. Un video en una de las paredes muestra en reverso el proceso de un martillo destrozando una cámara de filmación: al final del metraje, la cámara emerge intacta. En esta obra, los elementos más triviales de la performance europea de los años ‘60 y ‘70 (formas literales de iconoclasia, como la de romper cosas contra las paredes de una galería) aparecen acondicionados para una lectura en clave personal y local. El contraste hiperbólico entre la violencia de los cristales rotos y el candor de la música de Satie aparece realzado por los pasos de marcha y el juego con el tubo de luz como rifle, sable o taco de billar. Los videos que completan este tramo de la exhibición muestran al personaje Guagnini en posición de víctima: sufriendo un shock histérico en una colchoneta (en lo que, si Guagnini fuera mujer, pasaría por una performance feminista para las esquemáticas tabulaciones de la crítica y la academia americanas) y con la cabeza envuelta en una pelota de fútbol con agujeros para los ojos. La escenificación del trauma aparece entonces como una simulación, en el cual Guagnini puede aparecer a la vez como niño juguetón, como hombre imposibilitado de actuar y como mujer martirizada en un círculo de referencias a la memoria de la violencia política que se limita, sin embargo, al empleo de un lenguaje visual en particular y la exageración de sus aspectos literales: cristales rotos y marchas militares.
En La clase media va al paraíso, en cambio, Guagnini esconde su cuerpo pero sólo para revelar los fetichismos estilísticos inevitables de su pertenencia generacional, así sea en un lenguaje que podría pasar como un ejemplo más de conceptualismo fotográfico europeo. Un conjunto de fotos de arquitecturas sin ninguna localización específica se repite en las diapositivas junto a un audio en cuatro idiomas. El enfático tono internacional de la pieza (¡4 idiomas!) y su neutralidad emocional apuntan, sin embargo, a las coordenadas estilísticas de los artistas de su generación (Pablo Siquier, Fabio Kacero o el mencionado Lindner), revelando un patrón de afinidad entre la obsesión por la geometría y los condicionamientos estilísticos de la clase media.
Una serie de fotos a color tomadas en las calles de Nueva York funciona como coda de la exhibición y nos muestra, nuevamente, al Guagnini burlón detrás del artista de análisis. Imágenes de madres e hijas de compras por la gran ciudad nos muestran otra iteración económica y libidinal de la clase media en los Estados Unidos: los conflictos neuróticos de las mujeres maduras que compiten con sus hijas en el plano de las identificaciones que promueve el consumo. La pieza podría agotarse en la investigación sociológica pero, al intervenir con su cámara, Guagnini logra disociar las reacciones de madres e hijas y producir un triángulo erótico entre el fotógrafo, las mujeres de aspecto temible y las deseadas jovencitas que lo ignoran o miran a cámara con ternura. Y así, nuevamente, el humorista aparece en escena, desatando un complejo de Electra como si lo hiciera sin querer.
Con sus reiterativas menciones al fútbol, su sensibilidad por la moral sexual y el modernismo mezcladas con referencias al golpe de Estado y la Guerra de Malvinas, Guagnini logra reproducir los tópicos y los conflictos de su generación como lo haría un imitador televisivo, resaltando sus aspectos más obvios y moviéndolos de lugar a la manera de recortes fotográficos en un collage. Y un grupo de signos heterogéneos y posiciones de trabajo discordantes, entonces, confluye sobre el denominador común de la sátira.
Nicolás Guagnini
Galería Ruth Benzacar
Florida 1000
Lunes a viernes de 14 a 20
hasta el 24 de septiembre
(Versión para móviles / versión de escritorio)
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