› Por Alicia Plante
Dos brazos con sus manos y sus dedos, cada uno para decir algo que por sí mismo no es ni un gesto; dos largas piernas blancas atadas a la gracia, a la tensión sutil de una música que duele, para transformarla en cuerpo que se envuelve y desenvuelve y subraya, exquisito, el eje del movimiento, y la cabeza coronada de fuego sosteniendo su propósito, como una gata en celo que sabe claramente lo que quiere.
Pienso que lo más bello y atormentado que le vi bailar fue ese collage de la séptima y la novena de Beethoven. Y su insoportable fractura. Era el Teatro San Martín, un chorro de luz intensa desde el piso, a la derecha, como si me saliera de la boca, y ella, Iris, la Scaccheri, en una ráfaga tan tremenda de pasión que por supuesto, pensé, esto jamás podrá repetirlo. Y cuando el aliento ya me llenaba el pecho, de golpe, justo en la cima vibrante de resonancias, aquel silencio de amaneceres que no corresponde, que sorprende y suelta la congoja. Sí, se corta la música, se suspende la danza y ella queda congelada en mitad de un paso comprometido, en el aire casi, y se desploma, leve, en medio del piso de madera. La fractura cambia el corazón de la música, el indudable Beethoven, la confianza serena de ver llegar al amigo, y lo que ahora aparece y llena el espacio de nuestro cerebro es algo prepotente, tan irracional, tan estridente, que uno aguanta la respiración un instante: ¿qué va a ocurrir, qué hará ella? No recuerdo quién era el compositor que siguió, no reiteró nada conocido, pero fue profunda la herida en el pecho de Beethoven.
Y ella, Iris, la Scaccheri, empieza a moverse otra vez, lentamente al principio danza lo que esta música exasperada le va diciendo, lo que en realidad parece decirle ella. Y nunca, ni mientras estudiaba psicología ni en los hospitales, vi con tanta claridad cómo se produce ni qué es un brote psicótico, el dolor sin medida, cercano a la muerte por tormento que produce.
Esta mujer me había señalado con un dedo en la frente para toda la vida. Y no lo creía posible, pero en una segunda ocasión aun atinó a confirmar la marca: el Bolero de Ravel, su propio toque delirante, bailado dentro de una pequeña valija de cuero abierta sobre un lado del escenario.
Esa había sido mi historia con ella. Tan hermosa. Inolvidable. Podía haber terminado así. Pero faltaba el irónico remate de un montón de años más tarde, y fue una sorpresa que me asustó: enterarme de que en aquel evento sin la menor importancia estaría Iris, que bailaría. Ni siquiera era un teatro, una vieja casa, una tarima ridícula en un rincón del primer piso, cuatro sillas, alguna estupidez patética dicha por alguien que ni recuerdo, y la Scaccheri bailando al alcance de la mano, en un espacio que no se merecía, más asfixiante que la valija de cuero.
Y en el baño, no bien entré, ahí estaba; con largos movimientos peinaba su bello pelo rojo, siempre mirado volar, en una situación de intimidad que me dio vergüenza. No le dije nada. Ni una sola palabra. Y no me lo perdono.
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