PERSONAJES > EL CáLIDO DESAPEGO DE JEFF BRIDGES
› Por Mariana Enriquez
Siempre se pareció a un león, los ojos azules pequeños y separados un poco perdidos en rasgos amplios, la melena, la boca amplia de labios finos, una obvia pereza y, cuando hace falta, capacidad para la furia, el despliegue de la fuerza física y el daño. Envejece extraordinariamente Jeff Bridges, como nadie: tiene un cuerpo fantástico, grandote, ágil y la melena ahora es opulenta y gris: hippie rico, fumón, surfer californiano, hombre de Los Angeles e hijo del showbusiness, todas cosas que resultarían un poco odiosas si fuera otro pero a él le quedan perfecto porque no hay nadie más cool, porque Jeff Bridges es el hombre capaz de poner una de sus enormes manos en los hombros de una, y una se relaja, y le acepta esa tuca, y ya no le agarra la neurosis panicosa con el porro, y mira la puesta de sol en Malibú o por ahí cerca y de repente se da cuenta de que vivir está muy bueno y que la espalda de Jeff Bridges es un milagro de la naturaleza, puro poderío ancho y pálido, y si lo sabrá Maggie Gyllenhaal que se la acariciaba por fuera de la camisa de jean en Crazy Heart (2009), donde los dos estaban fantásticos pero especialmente él, porque andaba vomitando en tachos y con la bragueta desprendida porque le apretaba una panza importante y sin embargo era más sexy que cualquiera que le pusieran al lado. Cantaba además en Crazy Heart y el que no tenga la banda de sonido vaya ya corriendo a buscarla porque es fantástica, y hay que detenerse en “Brand New Angel”, una balada donde Jeff demuestra que además canta increíble, una voz cálida, profunda y sin embargo débil, y que en otra vida capaz podría haber sido una estrella del country, pero mejor verlo en películas.
Lo contradictorio, lo enloquecedor, es que Jeff Bridges da una imagen, digamos, protectora y apacible: sabemos que en la vida real hace más de 30 años que está casado con su bella esposa, que saca fotos y junta tapas ridículas de discos, que su vida es sumamente liviana, que lo quiere todo el mundo y que jamás hizo un escándalo de ningún tipo. Pero al mismo tiempo los personajes que mejor le salen son hombres desolados: encantadores y graciosos pero que no pueden evitar arruinarse la vida, distanciarse, correrse, escaparse; es agua entre los dedos este hombre grandote, cómo puede ser que abrace pero no quiera, que haya un punto de fuga en sus ojos chicos y brillantes, un punto que dice “la paso bien pero eso es todo, acá, hasta acá adentro no llega nadie”. Así es Duane de La última película (1971, Peter Bogdanovich), que se enamora, pero ¿de verdad le interesa?; así es Jack de The Fisher King (1991, Terry Gilliam), con su depresión, su malhumor y su gracia, y esa mujer que lo quiere contra toda sanidad (extraordinaria Mercedes Ruehl); así es Ted Cole de The Door On The Floor (2004), una adaptación de la novela de John Irving Una mujer difícil, donde es un padre que perdió a sus hijos y no puede consolar a su esposa ni consolarse, entonces se desvanece pero a la vista de todos porque se la pasa medio desnudo y con una presencia tan contundente que cuesta entender que no hay nadie, o casi nadie, allí en todo ese espacio que ocupa Jeff Bridges. Quizá eso lo haga un actor tan bueno: esa distancia, ese misterio que guarda un hombre que parece todo menos misterioso, un hombre que dice “maaan” cada diez palabras, que usó su propia horrible y comodísima ropa en la película que lo volvió leyenda, The Big Lebowski (1998, Joel Coen), que es tan canchero y amable y querible y osuno. Un día soleado que de pronto se vuelve frío cuando cae la noche, y esos ojos pequeños de Jeff Bridges ya no son los del mejor amigo y compañero, ahora están helados y son los de un león aburrido, son capaces de abandonarnos ahí, en la oscuridad, mientras él sigue y le sonríe y abraza a otros, sin mirar atrás jamás.
La excusa para celebrar al gran Jeff Bridges es que acaba de editarse en dvd The Open Road, road-movie de Michael Meredith donde él es una leyenda del baseball y padre ausente, junto a Justin Timberlake.
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