ARTE > LOS FUEGOS DE ESTEBAN ALVAREZ, EN LA FUNDACIóN YPF
Construidos con neón, en diálogo sutil con la luz que entra a la sala y de un ardor dulce pero no cálido, los fuegos que Esteban Alvarez encendió en la Fundación YPF construyen un espacio de resonancias míticas: un infierno que no quema, un fuego que no se apaga, un paseo circular hasta el fuego primigenio. Belleza, desconcierto y extrañeza son las guías del visitante que se adentre en la galería de la torre de YPF. Y si es de noche, mucho mejor.
› Por Veronica Gomez
La sensación térmica es la primera aproximación a la muestra. Una sensación hipnótica y dulce. Casi por inercia, tendemos a asociar la dulzura con la calidez. Esta vez no. Si existiese algún tipo de dulzura que nos acercase a lo neutro y no a lo cálido, de esa dulzura estaríamos hablando. Aquí las nociones convencionales de temperatura quedan suspendidas, sutilmente trastrocadas, al desplazarnos cerca de las esculturas lumínicas que Esteban Alvarez colocó en el espacio como un experto estratega emocional. La meteorología también es poesía pura. Si es una sensación, ¿cómo es posible medirla? Estos fuegos, con su presencia de entes, nos sumergen en una sensación térmica extraterrestre.
Las esculturas de Alvarez son hitos luminosos apuntalando la circularidad de la sala. La galería exige al visitante una manera específica de transitar, distinta del caminar corriente. Hablar de deambular sería más acertado. Un deambular cíclico que nada tiene de azaroso y nos regresa irremediablemente al punto de partida, al fuego primordial. Como zombies entonces, emprendemos la marcha.
En este desierto, no demoramos mucho en vislumbrar los espejismos que se multiplican enloquecedoramente. Los enmarañados tubos de neón, transparentes, translúcidos y opacos, se reflejan en los vidrios, en el acero, en el piso de granito pulido y en los seres humanos. Desquiciantes e inalcanzables.
La muestra es una serie de delicados engaños, exquisitamente calibrados y por lo tanto irresistibles. Las esculturas de tubos de neón y argón son falsos fogones que atraen al espectador con sus venas iridiscentes. Un canto de sirenas.
En pleno invierno, nada reconforta más que frotarse las manos y entibiar el cuerpo cerca de un hogar a leña. Por algo se llama hogar ese dispositivo calorífico tan preciado: porque es el símbolo elocuente del hogar-casa, el corazón del lugar de protección por excelencia. En torno de él, como en torno del arbolito de Navidad que Esteban menciona en su texto, se estructura un espacio esférico, una atmósfera envolvente donde cobijarse y conjurar la intemperie. Alrededor de un hogar encendido hay una ronda de afecto mezclándose con los vahos del fuego. En la historia del cine las escenas románticas junto al hogar son un cliché infalible al que nos entregamos gustosamente, sin temor a la cursilería.
Los hogares de Esteban Alvarez no emiten calor. En este sentido, desilusionan. Y la desilusión insiste en la sucesión de esculturas y se multiplica en el espacio como un laberinto de espejos. “Tal vez la desilusión sea el miedo de no pertenecer más a un sistema. A pesar de ello, se debería decir así: él está muy feliz porque finalmente fue desilusionado”, reflexiona Clarice Lispector en La pasión según G. H.
Estos fuegos no emiten calor pero atraen poderosamente con su respirar rítmico y vibrante. Se trata, por supuesto, de una respiración artificial, programada. El crepitar de las siete esculturas obedece a una rigurosa programación. Todas entonan la misma canción muda a modo de canon, una secuencia que se repite desfasada por un intervalo temporal. La programación falla: imposible que todos los fuegos enciendan exactamente en el tiempo pautado. Esos mínimos e intencionales desfasajes se acumulan y el intento de controlar el ritmo del fuego, gracias al cielo, fracasa. Y es en esa falla acumulada donde aparece la fisura que torna inquietantes los proyectos de Esteban y que proporciona esa saludable dosis de humor.
Sin embargo, en Fuegos de luces, el título de la muestra, un juego de palabras algo chistoso, el humor no es el tono imperante. Pensemos en la programación de las lucecitas navideñas. ¿Habrá algo más melancólico que esa alegría programada?
Esteban viene explorando desde hace tiempo el filo del humor, los trucos y la falsificación. En su más tierna infancia, junto con un secuaz que por cuestiones legales convenimos mantener en el anonimato, supo dedicarse amorosamente a la falsificación de las figuritas difíciles, aquellas tan codiciadas para completar el álbum y ser feliz. ¿Por qué empeñarse en conseguir la felicidad si puede ser más divertido fabricarla?
La cucaracha dibujada en el espacio con tubos de neón rojo sigue agonizando patas para arriba desde el año 2003, cuando la Fundación Antorchas le otorgó un subsidio para su realización. La cucaracha existió y seguirá existiendo por los siglos de los siglos. Esteban nos enseña que la eternidad puede ser un mal chiste.
“Tengo un pequeño infierno metido en una caja”, anota febrilmente Alvarez.
¿Será su cabeza la caja que albergó estos infiernos? Después de todo, todos llevamos un infierno portátil.
Los infiernos de Esteban ya desembarcaron. Recién acaban de llegar. Todavía vemos las cajas que los contenían con sus tapas corridas, meticulosamente dispuestas para la presentación. Los infiernos “se exhiben”. Los pallets se convierten en pedestal de una escultura. Podríamos hablar en términos académicos de estos objetos: forma, volumen, ritmo, color, movimiento. Pero la presencia de la caja nos desconcierta. El vacío de las cajas, con sus paredes blancas de isolant, se nos muestra fantasmal. No hay ningún rastro del infierno en ella. Apenas unos tenues reflejos de colores. La escena del crimen, si lo hubo, ahora está impecable. La madera, intacta. Una evidencia más de que este fuego no quema. Este fuego produce extrañeza. La caja es también funcional: protege las esculturas del sol que invade la galería vidriada fusionando el espacio público con el privado y, actuando como pantalla, potencia la intensidad de las luces. Durante el día, el sol apaga el fuego. El exterior gana el combate: las esculturas se tornan pálidas y muestran su esqueleto. Por la noche, justo después del cierre de la galería, es cuando los fuegos avanzan y se expanden, cruzan la calle y alcanzan los edificios vecinos.
Parece desmedida o insensata la ambición de meter el infierno en una caja. Como aquella anécdota de San Agustín, paseando por la orilla del mar intentando desentrañar el misterio de la Santísima Trinidad: ¿cómo era posible creer en un Dios único que es al mismo tiempo tres divinidades? Inmerso en estas profundas cavilaciones, San Agustín encuentra a un niño que había hecho un agujero en la arena y con un cubo iba y venía llenando el hueco con agua del mar que ya comenzaba a rebasar los bordes. El santo se acerca y le pregunta intrigado al niño cuál era su propósito. El niño contesta que quería meter todo el mar en ese agujero. Agustín le explica que eso es imposible, pues el mar es mucho más grande. Entonces el niño le responde que a él le estaba sucediendo lo mismo pretendiendo meter a Dios en el pequeño recipiente de su inteligencia. En el extremo del ridículo subyace la angustia.
Hace rato que Esteban Alvarez se lleva bien con los imposibles. Cierta clase de utopía irónica late en la mayoría de sus proyectos. El fracaso es un motor tenaz. Una nostalgia productiva, desprovista del lamento fácil, subyace en sus acciones. Como aquel postulado de proyectos imposibles que realizó en el marco de la Bienal del Fin del Mundo: convertir el glaciar Perito Moreno en una pista de patinaje aplanando todos sus desniveles, programar con fines turísticos mediante explosivos los derrumbes del glaciar, entre otras propuestas en la misma frecuencia delirante. Esteban contempla el glaciar y admite: esto es un imposible. Y eso no lo detiene. Primero asume el fracaso. Luego inventa desde allí. Elaborando un discurso humorístico sobre las dificultades de ser artista dentro de un engranaje grandilocuente y publicitario como es una bienal. En esa oportunidad, Esteban ponía en jaque los brillos deslumbrantes, las luces de neón del discurso institucional y político, demostrando con inteligencia que frente a lo sublime y la hecatombe también podemos reír.
El Basilisco, residencia de artistas de la que fue creador junto con Tamara Stuby y Cristina Schiavi, vigente desde el 2004 hasta el 2009, con base en el barrio de Avellaneda, en la periferia del circuito artístico porteño, constituye otro claro ejemplo de tenacidad y de la habilidad para inventar espacios independientes de la corriente mainstream. Sin embargo, Esteban no se refugia cómodamente en el rótulo de outsider, sus incursiones institucionales y extrainstitucionales son ampliamente operativas. El Basilisco, cual proyecto sanmartiniano, participó en la formación de una sólida red latinoamericana, junto con Lugar a Dudas (Colombia), Capacete (Brasil) y Kiosco (Bolivia), además de propiciar intercambios fructíferos con artistas de países europeos y artistas del interior del país.
Como Cristóbal Colón, en su ansia de arribar a un destino emprendiendo el viaje en la dirección contraria, en Fuegos de luces Esteban intenta apresar la alegría y para ello realiza operaciones que lo alejan de la meta: fijar, programar y controlar el fuego, topándose así con otro continente mucho más extraño.
En la trastienda de esta muestra, el galpón donde Esteban, junto a José Miño, maestro artesano de neón, dieron a luz a estos entes, sí hubo fuego. Un fuego imprescindible para modelar los tubos. Así fueron creciendo estas cabelleras de medusas. Hace falta mucha paciencia para crear el fuego, la primera chispa tarda en venir.
Pero estos fuegos no perecen. Son inmutables. Están programados. No escucharemos el chasquido de la leña agonizando, las últimas y leves llamas susurrando, ni contemplaremos las cenizas inmóviles cuando todo acabe y sea la hora de partir. Estos fuegos no mueren, se desenchufan. Donde hubo fuego, cenizas quedan. En este caso no parece haber espacio para las cenizas.
La noche favorece notablemente la muestra Fuegos de luces. Aparecen los fantasmas por doquier, nada pálidos en esta ocasión. El entorno participa poderosamente en la percepción de las esculturas. Si los impresionistas hacían sus excursiones al aire libre, sumergiéndose en el paisaje para atrapar la fugacidad en un lienzo, luego esas obras se congelarían en el museo protegidas de la misma fugacidad que fuera su inspiración. Podemos vislumbrar ese gesto impresionista, algo melancólico, en el intento de Esteban de atrapar el fuego. Su programación de las llamas es incluso puntillista. En la galería transparente de la Fundación YPF, las modificaciones de la luz a lo largo del día, como en aquella serie bellísima y circular de Fernando Fader “La vida de un día”, repercuten tan fuertemente que vuelven impresionista al espectador, en el intento de fijar en la retina fantasmas lumínicos antes de que desaparezcan. Alvarez inventa máquinas que modifican el entorno.
Acaso sea el amor el origen de esta muestra. Esteban lo insinúa: Ella no dejaba de mirar las luces y yo no dejaba de mirarla a ella. Pero quién sabe de dónde vinieron estos infiernos. Quién sabe adónde irán a parar. Por ahora están aquí. Inquietantes, vistosos e insoportablemente eternos. ¿Acaso la eternidad no es un atributo indispensable del infierno? El infierno también puede ser un lugar extremadamente frío.
Fuegos de luces, Fundación YPF (Macacha Güemes 515, PB, Puerto Madero).
Lunes a viernes de 11 a 19.
Hasta el 1º de octubre.
Visita nocturna post-cierre altamente recomendada.
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