Cuando Rembrandt pintó La ronda nocturna estaba en la cima de su celebridad: todos querían comer con él, ser retratados por él, hablar con él. Sin embargo, tras los pocos meses que le llevó pintar La ronda nocturna, su cuadro más famoso, la sociedad holandesa del siglo XVII no toleró el cachetazo de insolencia y el pintor cayó irremediablemente en la ruina. Durante 400 años, el cuadro expuso un crimen a la vista de todos. Pero el mundo se volvió más y más ciego a las pistas. En Rembrandt’s J’accuse, Peter Greenaway, uno de los directores más plásticos del cine, obsesionado por la pintura y el siglo XVII, explora las pistas que siguen ahí y revela el crimen del capitán de milicia Piers Hasselburg a manos del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburgh y la red de abusos, prostitución, acusaciones y negociados detrás de él.
› Por María Gainza
Cuatrocientos años de cultura visual han apilado un montón de teorías sobre las pinturas de Rembrandt pero muy pocas certezas. Sus obras aún viven en ese claroscuro en el que el artista las dejó antes de irse de este mundo que le quedaba chico. Porque el talento de Rembrandt era inmenso y él lo sabía. No hubo nadie en Holanda que ni remotamente se le pudiera comparar. Rembrandt miró y pintó cada cosa, ya fuera Biblia, mitología o retrato, como si hasta entonces nunca hubieran sido representadas. Y fue el primero en imaginar todo ese mundo a la luz de la experiencia humana. Por eso hoy sus pinturas nos empujan hacia adentro, instándonos a llegar al fondo de algo que no se deja ver.
Entonces llegó Peter Greenaway a medirse con un peso pesado y clavando su mirada escudriñadora sobre La ronda nocturna decretó: “Acá un crimen ha sido cometido, es imperativo que se reabra el caso”. Su documental Rembrandt’ s J’accuse, parte seminario de historia del arte, parte investigación de Interpol, es la reconstrucción del cuadro de 1642, quizá la obra más estudiada y menos comprendida de la historia. El documental es además una addendum a una biopic sobre el artista que filmó Greenaway en 2007, sólo que ahora, por primera vez, el director observa La ronda nocturna como un artefacto político y sostiene que Rembrandt usó la pintura para levantar un dedo acusador.
Terminada en 1642, el año en que Rembrandt cumplió 36 años (moriría en 1669), el retrato muestra a la guardia civil a punto de salir a proteger las calles de Amsterdam de las pandillas nocturnas. En apariencia, el cuadro se inserta en una tradición de retratos de grupos que había sido llevada a su cumbre una generación antes por otro holandés, Frans Hals. Fue Hals quien primero logró aunar en un solo gran lienzo la alegría de un banquete suntuoso y el orgullo de la milicia. Pero donde Hals te da algo así como un parecido fotográfico, Rembrandt te da una radiografía. En La ronda nocturna el pintor exhibe una virtuosidad temeraria. Los metales resplandecientes, las telas brillantes, los accesorios pulidos, los efectos de luz y sombra y, por sobre todo, la composición desplegada en toda su acción, han sido insuperadas.
Pero donde antes veíamos honor cívico y gallardía, ahora Greenaway ve el asesinato de un oficial en manos de otro. Alianzas secretas, relaciones homosexuales, un enano travestido e hijos ilegítimos: todo entra en juego. Y durante una hora y media el director recorre el cuadro en busca de pruebas ocultas. Una vez expuestas, los misterios se vuelven claros como el día. Pruebas que poco antes hubiesen sido imposibles de imaginar para un público moderno.
No así, sostiene Greenaway, para un habitante holandés de la época. La ronda nocturna, con sus casi cuatro metros por cinco, fue exhibida al público no bien terminada y desde el vamos hubo cosas que no cerraban. ¿Por qué si el retrato era de una compañía de milicia no llevaban uniforme los soldados?, ¿quién era la niña vestida de dorado?, ¿una hija, un enano, un ángel?, ¿por qué un soldado disparaba su mosquete en medio del gentío? El capitán con la mano estirada hacia delante parecía dar la orden de avanzar, pero ¿por qué nadie se había dado cuenta de ello?
Las ambigüedades flotaban sobre el lienzo sin llegar a asentarse sobre nada hasta que Greenaway, con su agudeza característica, se propuso disipar las dudas. El problema es que Greenaway es lúcido pero insoportablemente snob, más pedante que juguetón. No bien comenzada la película advierte: “La mayoría de las personas son visualmente iletradas... lo que explica el empobrecimiento de nuestro cine” y después se despacha a dar una clase de historia del arte. En honor a la verdad, probablemente sea una de las mejores lecturas de historia del arte que se puedan escuchar hoy en día, pero no deja de ser eso.
Es su estilo de exposición visual lo que no es fácil de seguir o más bien, se torna aburrido al cabo de un tiempo. Hay tres elementos que se van alternando o superponiendo: dramatizaciones de la vida de Rembrandt en briosos claroscuros, detalles de la pintura que nos recuerdan cuán poco uno mira cuando mira, y en la parte central de la pantalla, casi a lo largo de todo el documental, la cabeza de Greenaway. Su cabeza parlanchina guiando el relato y dando cátedra en la materia. Hay algo que sabe a vieja experimentación en su modo de hacer cine, algo forzado en su insistencia por romper algo que ya está roto.
Pero la pintura es tan buena y sus conjeturas tan delirantes que uno no puede dejar de mirar (o más bien, escuchar). Y pronto, lo que a primera vista parecía el retrato de un grupo de alegres guardias cívicos se vuelve una conspiración del silencio. La Amsterdam de mediados de siglo XVII era violenta y salvaje y, según Greenaway, el capitán de la Ronda, Frans Banning Cocq, podría haber matado para llegar a la cima. Rembrandt, que estaba enterado del asunto, no podía quedarse de brazos cruzados y en un impulso justiciero plantó señales en la pintura. Claves que el público del siglo XVII hubiese interpretado inmediatamente. Así, la niña de dorado hubiese sido entendida como la prostituta de un burdel frecuentado por la milicia y el capitán, en el centro del cuadro, vestido de negro y con una faja roja que le cuelga entre las piernas, como el mismo demonio con cola. “La ronda nocturna es un drama coreografiado y detenido en el instante mismo de la acusación”, dice el director. La hipótesis de asesinato es compleja y larga, pero un guante llevado en la mano incorrecta, un arma sostenida de manera fálica y una luz artificial son algunos de los elementos con los que trabaja la fiscalía.
Paul Valéry advirtió: “Uno debe siempre disculparse por hablar de una pintura”. Desde ya, Greenaway no piensa lo mismo y la ironía obvia es que Rembrandt j’accuse, aun cuando defiende lo visual por sobre lo lingüístico, es un documental extremadamente hablado. Lo interesante es que la película pone el énfasis en el poder narrativo de las obras de Rembrandt. Es un énfasis bienvenido, dirigido quizás a un punto ciego en el gusto moderno. La ilustración o lo literario tienden a abochornar a las teorías modernas sobre arte: no saben qué hacer con eso. Y los grandes artistas que han sido narradores –Edvard Munch, Edward Hopper, Picasso, en sus grabados claramente rembrandtescos–, sufren el curioso destino de ser amados pero muy mal explicados. ¿Eran las obras de Rembrandt el cine de la época? Es posible, pero también cumplían funciones de fotografía, ficción, teatro y antroplogía social.
Aunque al final, quizás el mejor indicio de que Rembrandt estaba metiendo sus pinceles donde no le correspondía es un detalle circunstancial: después de 1642, año en que la pintura fue exhibida, la situación financiera del pintor se deterioró drásticamente. Rembrandt siguió pintando algunas de sus mejores obras, pero ya no tenía patrones. Murió en la pobreza, sus acreedores vendieron su casa y toda su colección de obras de arte fue llevada a subasta. Podría argumentarse que la burguesía de Amsterdam nunca le perdonó que sacara al muerto del ropero o que mordiera la mano del que le daba de comer.
Lo cierto es que un misterio más cae ahora sobre La ronda nocturna, una obra que desde el vamos causó problemas. En 1715 fue trasladada de un edificio en Amsterdam a otro y en el proceso, como el nuevo lugar era más pequeño, sus cuatro lados fueron audazmente cortados. En 1911 un visitante al Rijksmseum donde aún hoy se la exhibe, la atacó con un cuchillo; en 1975, otro hombre volvió a atacarla. Quizás estaban locos, quizá, como Greenaway, veían algo que nosotros no. Porque lo cierto es que Rembrandt está en los detalles. Y en cada uno de ellos uno podría llegar a perder la cabeza.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux