Domingo, 3 de octubre de 2010 | Hoy
> EL FANTASMA DE LA POLíTICA EN LA BIENAL
Por Marcelo Esposito
“La 29ª Bienal de San Pablo está anclada en la idea de que es imposible separar el arte de la política.” A tenor de lo sucedido, hay serios motivos para dudar de la honestidad de esta declaración. La obra de la Bienal de San Pablo que resultó ser la más interesante no ha sido realizada por ningún artista sino por la propia institución cuando ordenó cubrir unos imponentes paneles con papel de embalar, para impedir que puedan verse dos ampliaciones fotográficas: el rostro amistoso y atractivo de Dilma Rousseff frente al gesto agrio de José Serra, su opositor socialdemócrata en las elecciones a la presidencia de Brasil.
La obra propuesta por el argentino Roberto Jacoby ha consistido en socializar su espacio para que sea gestionado por una Brigada Argentina por Dilma que se dispuso a diseminar abiertamente propaganda favorable a la candidata del Partido de los Trabajadores en sucesión de Lula, apostando a ser parte del momento histórico excepcional de unidad, solidaridad, redistribución y democracia que se abre en América latina.
De acuerdo con la –poco convincente– justificación hasta ahora emitida por la Fundación Bienal de San Pablo, un informe de la Procuraduría Electoral General habría decretado que la obra incurre en un “delito electoral” por quebrantar la ley que impide la “vehiculización de propaganda de cualquier naturaleza” en espacios cuyo uso dependa de los poderes públicos. Sin embargo, fue la propia Bienal la que concurrió a sede judicial para denunciar la obra que habían invitado.
Uno de los curadores de la Bienal, Agnaldo Farias, ha declarado a la prensa que “no podemos contestar la decisión de la Justicia, porque corremos incluso el riesgo de que nos lleven presos. Si hubiésemos conocido de antemano que se trataba de Dilma, sabedores de que habría habido problemas, hubiéramos avisado al artista”. El argumento de los curadores de que habrían “sido sorprendidos” por el desarrollo de la pieza no se sostiene, ya que la misma fotografía censurada figura tanto en el catálogo de la Bienal como en su sitio web.
A esta afirmación pusilánime no se puede sino responder con una pregunta: ¿qué piensa que convoca un curador de arte establecido cuando invoca la palabra “política”? Más allá de este caso puntual, no son infrecuentes las propuestas curatoriales que apelan a la relación “arte y política” para exhibir cementerios documentales o retratos de pobres o raros distantes. Esta obra política de Jacoby se opone eficazmente a esta despotenciación del arte político que ejerce actualmente el mainstream institucional.
¿Qué sucede cuando un artista se toma en serio la necesidad de convertir un espacio artístico en un espacio público, para producir confrontación política –y no falso consenso– en tiempo real y en el mismo vientre del sistema del arte? El alma nunca piensa sin imagen –que así se titula la obra– consiste en algo más que la propaganda electoral favorable a Dilma: el espacio de la muestra asignado a Jacoby se transformó además en una máquina de producir antagonismo entre opiniones diversas, tomando partido e imponiendo al establishment artístico implicarse en una discusión sobre el hecho constatable de que, en un espacio geopolítico como América latina, existe hoy más experimentación, más creatividad y –en definitiva–- más esperanza en el área de la política y de lo político –desde las estructuras institucionales hasta el campo de los movimientos sociales– que en el sistema del arte contemporáneo.
Jacoby participaba en la Bienal por partida doble, pues integró asimismo el colectivo de artistas, sociólogos, militantes de varias ciudades que en 1968 produjo la histórica Tucumán Arde, documentada erróneamente –y se trata de un síntoma grave y elocuente– en la web de la Bienal como una obra del Grupo de Arte de Vanguardia rosarino. Esta fue clausurada en la central obrera en Buenos Aires, bajo presiones militares durante la dictadura del general Onganía: su provocación consistía en desbordar el sistema del arte para abrazar el movimiento de protesta social en contra del sistema vigente. A la inversa, El alma nunca piensa sin imagen parece haber sido censurada por instalar en el centro del sistema del arte una actividad a favor de un proceso extraartístico que sucede en la institución política. La obra lo expone como algo mucho más real –porque resulta más imperfecto y complejo al fin– que la pulcritud inmaculada con que habitualmente brilla la palabra “política” en los textos curatoriales.
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