POLéMICAS > EL GRAN DISEñO: HAWKING VS. DIOS, PARTE 2
Aunque ya pasó su momento cumbre, Stephen Hawking sigue siendo el científico más icónico de esta época: un cerebro genial atrapado en un cuerpo enfermo, el hombre que resumió la historia del universo en 200 páginas, que vendió más libros de física que Madonna de sexo, y que cada tanto (o cada vez que está por publicar algo) sacude los noticieros con una declaración sobre genética, aliens o misterios. Mientras sus acciones en el mundo científico no cotizan tan alto como entre el público en general, el físico de Oxford acaba de publicar El gran diseño (Crítica), una especie de secuela de Breve historia del tiempo en la que vuelve a acribillar a su único contrincante respetable: Dios.
› Por Federico Kukso
En los últimos 50 años, el mundo de la cultura pop fue sacudido por seis invasiones inglesas, una más fuerte que la otra: la minifalda, los Beatles, los Rolling Stones, Benny Hill, Harry Potter y, por supuesto, Stephen Hawking. Mientras su vida (y novela) comenzaba a desfilar alrededor de 1979 por los diarios, revistas y programas de televisión que se regodeaban y le sacaban el jugo a la noticia del genio torturado (el cerebro preso en su propio cuerpo), el astrofísico de voz sintética se iba transformando más en un personaje célebre que en un científico reconocido por el público y, sobre todo, por sus pares. Cada capa de su historia acentuada por los medios lo empujó un poco más a ser lo que hoy es, un artificio del marketing, un icono pop de nuestra época como la manzana mordida de Apple o los arcos dorados de McDonald’s, un producto de consumo masivo, en fin, una construcción: el Larry Flynt de la física, si la comparación no fuese injusta con Flynt.
Ni víctima ni villano. Hawking no tiene un átomo de ingenuidad. Además de sufrir la esclerosis lateral amiotrófica que produce que su cuerpo vaya gradualmente paralizándose como si fuera una estatua de un museo de cera, el cosmólogo de Oxford de 69 años la utiliza como una herramienta publicitaria.
“Estoy seguro de que mi discapacidad tiene mucho que ver con el hecho de ser una persona conocida –se sincera en el Q&A que subió a su sitio web www.hawking.org.uk, más decorado por los detalles de su enfermedad que por la descripción de sus trabajos–. La gente está fascinada por el contraste que hay entre mis limitadas capacidades físicas y la vasta naturaleza del universo con la que trato. En cuanto a los periodistas, no le presto mucha atención a cómo me describen. Sé que necesitan llamar genio a alguien, que en este caso soy yo.”
A lo que sí le presta mucha atención Hawking es al resumen de su cuenta bancaria. “Vendí más libros de física que Madonna sobre sexo”, comentó alguna vez este fanático de Depeche Mode y la Fórmula Uno. Es cierto: desde 1988, alrededor de diez millones de personas compraron (o regalaron) Breve historia del tiempo, su hit, el libro más vendido pero menos leído y comprendido en la historia de la divulgación científica.
Ahí estaba, él, en la imagen de tapa, aquel cyborg contemporáneo conocido simplemente como “Hawking”, por entonces la estrella naciente de la física teórica, sentado en su silla de ruedas y dispuesto a contar y a compactar los casi 14 mil millones de años del universo, del Big Bang a los agujeros negros, en sólo 256 páginas.
La jugada le salió muy bien. Aprovechó las casualidades del calendario (no hay biografía que no subraye que Hawking nació exactamente 300 años después del día en que murió Galileo, el 8 de enero de 1942), no dudó en mostrarse ambicioso (“quiero que mis libros se vendan en los aeropuertos”, aseguró) y saltó al estrellato para codearse en el imaginario colectivo con personajes –figuritas del álbum de la época– como Madonna, Schwarzenegger, Navratilova, apellidos-marcas.
Más rápido que un electrón excitado, Hawking se convirtió ante los ojos de todos en “El Científico”, aquel nombre a arrojar a la mesa si esas simplificaciones sociológicas llamadas “encuestas de opinión” preguntan quién es el científico vivo más importante del planeta, pese a no saber siquiera a qué se dedica, qué descubrió o si sus hallazgos cambiaron o no la vida de la Humanidad. Si apareció tantas veces en Los Simpson, en Viaje a las Estrellas, si su libro se vio en las manos de un personaje de Lost, si su voz metálica suena en el single “Keep Talking” (1994) de Pink Floyd, si lo llaman “el amo del universo” o “el heredero de Einstein”, si no dejan de emitir sus (magníficos) documentales, por algo será (¿o no?).
No. Lo cierto es que existen dos Stephen Hawking en este universo. Uno es aquel que se muestra ante la comunidad internacional de físicos que resaltan sus contribuciones al estudio de agujeros negros pero ni por asomo lo consideran “el” experto actual en cosmología o relatividad general (hay ciertos investigadores que ni siquiera pueden oír su nombre). Y hay otro Hawking, el que actúa para el público general, para la audiencia.
El segundo Hawking es el más conocido y venerado mediáticamente, el que se adueñó del universo e hizo quemar aquella encuesta de la revista Physics World en la que todos los físicos del mundo eligieron como mejor científico de la historia a Albert Einstein (seguido por Newton, Maxwell y Bohr) y a él lo pusieron último. El “Hawking de la gente” es el que tiene club de fans y escribe libros de ciencia para chicos junto a su hija Lucy, una de sus tres hijos, pero oculta sus metidas de pata teóricas y sus conflictos maritales (dejó a su primera esposa por su enfermera, quien estaba casada con el diseñador del programa de voz de su silla–computadora, para luego volver a divorciarse). Muy lejos está ese Hawking del autor que no deja de autoplagiarse y de contar casi siempre lo mismo con un nuevo título.
Más allá de todas estas paradojas espacio-temporales, el Hawking-inflado (por los medios, por el marketing científico) es el tirabombas. Aquel que siempre antes de la publicación de un libro o un flamante documental dice o bien que hay que mejorar genéticamente la especie humana para no ser esclavizados en un futuro no tan lejano por los robots o bien que hay que evitar cualquier contacto con alienígenas si no queremos que nuestros recursos naturales sean arrasados.
Ese es el verdadero Hawking: al que no le queda singularidad espacial, dimensión extra, campo gravitatorio con que (o quien) enfrentarse, salvo uno, el máximo contrincante: Dios. Ya se peleó con su enfermedad, se retó a duelo con agujeros negros, con la gravedad y con las demás constantes de la Naturaleza y, emulando a Galileo, le hizo frente a la Iglesia. Ahora se cruza con la máxima autoridad sobrenatural que le faltaba. Así lo hace en El gran diseño, en el que el astrofísico pretende barrer milenarios mitos de creación y cualquier referencia cosmo-arquitectónica a lo Matrix y chicanea retóricamente desde cierto determinismo científico exacerbado para mostrarse como el ateo más famoso del mundo (junto al biólogo Richard Dawkins, claro).
Si Breve historia del tiempo fuera una película, El gran diseño sería una mala secuela (¡en la que Hawking y su coequiper Leonard Mlodinow declaran muerta a la filosofía!), aunque quizás una continuación necesaria para que exista una saga de episodios aún indeterminados. Pese a la imposibilidad fáctica de contrastar la existencia o inexistencia de un creador, Hawking, en 227 páginas, contrapone dos cosmogonías incompatibles (la ciencia y la religión) y borra a Dios del mapa como creador del universo y lo reemplaza por Nada. Así es: “Según las predicciones de un conjunto de teorías fundamentales que forman la llamada teoría M, nuestro universo no es el único, sino que muchísimos otros universos fueron creados de la Nada –escribe–. La creación espontánea es la razón por la cual existe el universo. No hace falta invocar a dios para encender las ecuaciones y poner el universo en marcha. Por eso hay algo en lugar de nada, por eso existimos”.
Para entender y ver cómo termina la novela de Hawking (“¿conseguirá el genio discapacitado develar los misterios del cosmos?”, podría decir una aterciopelada voz en off en el trailer), sólo habrá que esperar a que Steve Buscemi lo interprete en el cine y, claro, un año más tarde salga disparado de su butaca para abrazar el premio Oscar.
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