HITOS > SE EDITA DESPUéS DE 80 AñOS EL MíTICO LIBRO ROJO, DE JUNG
Protegido, amigo y enemigo íntimo de Freud; acusado de nazi, repudiado por las líneas intelectuales ortodoxas, convertido a la fuerza en un icono contracultural, estudioso de las mitologías comparadas, creador de los conceptos como el de los arquetipos y el inconsciente colectivo, Carl Gustav Jung es una figura polémica como pocas en el siglo pasado. Pero de toda su vastísima producción, buena parte todavía inédita o sin ordenar, la vaca sagrada eran las páginas en las que registró, dibujó y analizó las visiones de un viaje interior entre 1914 y 1930, que para sus detractores no es sino un largo episodio psicótico y que para él fue una exploración y confrontación con su inconsciente, cuyo resultado consideró el núcleo germinal de su obra posterior. Ahora, después de dormir décadas en una caja de seguridad suiza, el Libro Rojo finalmente se publica.
› Por Soledad Barruti
El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung es una de las figuras intelectuales más complejas y polémicas (todavía hoy) que dio el siglo XX. Utilizado como figurita trillada y facilonga por los adeptos a los estantes de autoayuda en las librerías, ninguneado por los círculos intelectuales, defendido a capa y espada por sus pocos estudiosos serios, la dificultad empieza desde el momento de intentar presentarlo. Porque en su vida Jung supo ser de todo: psiquiatra tan reconocido y famoso como experimental, discípulo de Freud y luego su detractor, un hombre que se nutrió de cuanto pudo –mitología, antropología, filosofía, alquimia, gnosticismo, astrología, tarot, I ching, Kundalini Yoga, etc.– a fin de comprenderse e integrarse; una especie de profeta que señaló que para alcanzar la paz, Occidente debía recuperar su universo simbólico más arcaico; un marido infiel y un padre ejemplar; un intelectual que mentó teorías peligrosamente cercanas a los momentos fundacionales del nazismo y, luego, en la misma guerra, fue agente secreto para el Servicio de Inteligencia norteamericano. Una personalidad que, luego de su muerte, siguió dando que hablar.
Mientras sus textos continúan sin poder ser reunidos en una obra completa acabada, alrededor suyo siguen construyéndose y destruyéndose teorías. Hay escuelas, centros, fundaciones y cursos “junguianos” de lo más sospechosos y variados. Salen biografías no autorizadas y de las otras, y sus libros se reeditan y se venden de a cientos de miles por Amazon.com. Sus parientes y herederos, suizos recelosos de su legado y su propia intimidad, se esconden cuando los extraños que llegan de lejos (mayormente Estados Unidos) buscan tocarlos, saltar su cerca, intrusar su puerta para sacar una foto. Y así, mientras pocos se toman el trabajo de descubrir de qué van las ideas de este hombre profundamente original, el mito Jung –que se reforma, se transforma y se deforma– sigue vivito y coleando. La última de las novedades que trajo consigo fue la salida a la luz de su construcción más esperada, el Santo Grial de los junguianos: su Libro Rojo.
Por un lado, se trata de un relato alucinado y dantesco: el camino de un hombre que en la mitad de su vida pierde su alma y emprende su búsqueda enfrentándose a su propia oscuridad para encontrar la luz. El hombre desciende a su propio infierno y allí se irá topando con deidades y demonios, árboles míticos, serpientes y otras representaciones arquetípicas de las culturas más vastas y remotas (el Héroe, el Viejo Sabio, la Bestia, la Sombra), que lo llevarán más y más hondo a enfrentar su propia oscuridad, despojándolo de lo que le sobra hasta su reencuentro con su alma. Por el otro, es un despliegue visual a lo William Blake, de ilustraciones bellísimas, o asombrosas y muy complejas, de esas mismas figuras mitológicas y sus símbolos que pueblan el relato. Pero el Libro Rojo no es la pretensión de un escritor novel, un poeta maldito, ni un artista plástico en potencia. Es más bien (aunque no exactamente) el diario íntimo en el que Jung ordenó y analizó las alucinaciones que lo aquejaban. Un valiente intento por seguirse en un viaje arrollador a través de apariciones y diálogos que en un principio lo atormentaban en la soledad de su escritorio, pero en las que luego se zambulló adrede.
Aunque, en rigor de verdad, hay que decir que el Libro Rojo no es pura catarsis, sino que representa el destilado ordenado de otro (se supone) más caótico: el Libro Negro. Pero mientras ése permanece oculto, el Rojo hace pocos meses salió a la luz. Un libro enorme en edición de lujo. Copia fiel del original, viene con el facsímil en donde se comprueba que Jung lo escribió todo al estilo medieval (utilizando caligrafía gótica, con capitulares ilustradas y un lenguaje antiguo).
Jung estuvo dieciséis años sumergido en el estado que decantó en ese libro y siempre dijo que ahí estaban las simientes de su trabajo: “Todo lo que vino después fue la mera clasificación externa, la elaboración científica, su integración en la vida”.
Pero para comprender cómo y qué sucedió, hay que seguirle los pasos.
Jung nació y murió y vivió todos sus 82 años en Suiza. Era nieto de un médico masón que organizó la Universidad de Basilea y dirigió un instituto psicológico para niños, e hijo de un filólogo en lenguas semíticas convertido en pastor con cuya fe, que exigía creer antes que ofrecer la esperanza de saber, él no comulgaba. Su infancia transcurrió en un hogar bastante conservador en el que, sin embargo, las mujeres hablaban de espíritus y fenómenos paranormales. Cuando descubrió la psiquiatría casi por casualidad –se topó con un manual en la clínica donde trabajaba mientras estudiaba medicina–, encontró “el cruce entre mi naturaleza y mi espíritu”.
Para 1900, a los 25 años, Jung trabajaba en un manicomio, en el que por supuesto había mayormente mujeres y se empezaba a investigar qué era eso de la locura que aquejaba la mente humana. Desilusionado con el tratamiento más bien sintomático que se daba de las personas, enseguida se interesó por las pruebas y los estudios sobre el flamante inconsciente que estaba haciendo un tal Sigmund Freud.
Ambos se conocieron personalmente en 1907 y no pasó mucho antes de que Jung fuera proclamado “discípulo y príncipe heredero” por Freud. Pero la historia entre ambos, a medida que cada uno avanzaba en sus teorías, terminó inevitablemente bifurcada. Mientras
Freud atendía neuróticos, Jung no podía aplicar sus teorías en sus pacientes psicóticos. No estaba de acuerdo en que el universo personal de ellos (ni el suyo) terminara en la razón. Veía en sus pacientes una especie de lucha religiosa donde no sobresalían los impulsos sexuales ni operaba la represión de igual modo que en la teoría freudiana.
Y entre ellos hubo dichos y entredichos y acusaciones y hasta desmayos. Un día de 1913, todo estalló, cortaron la relación por carta y la leyenda termina con ambos emocionalmente destrozados.
“Después de separarme de Freud comenzó para mí una época de inseguridad interior, de desorientación incluso. Me sentía enteramente en el aire, pues no había hallado todavía mi propio puesto”, escribió Jung en sus memorias.
Pero estar solo también lo hizo sentirse libre. Se despojó de las técnicas al momento de atender a sus pacientes. Empezó a soñar con las primeras criaturas de otros mundos y con representaciones mitológicas sagradas. En sus fantasías encontró huellas de la teoría de Freud sobre las figuras arcaicas, pero no los tomó “como formas muertas, sino como parte de la psiquis viva”. Figuras arquetípicas que se repetían y sobrevivían al paso del tiempo. Había mitos más allá de él, se dijo y él debía encontrar el que le correspondía.
Un día, unos meses antes de los comienzos de la Primera Guerra Mundial, los sueños se volvieron alucinaciones. Y ese día temió estar sufriendo su propio brote (algo que sus principales detractores sostienen como cierto al día de hoy). “Temía perder mi autocontrol y convertirme en víctima de lo inconsciente, y lo que esto significaba me resultaba, como psiquiatra, suficientemente claro. Pero debía arriesgarme a apresar esas imágenes. Si no lo hacía, esas imágenes me apresarían a mí. No podía esperar de mis pacientes lo que yo no era capaz de hacer.”
Así, seguro de que esas palabras que escuchaban a veces en sus oídos, otras en su boca, o murmuradas con su propia voz, querían enseñarle algo, se transformó a sí mismo en su propio experimento. Día a día, manteniendo su vida familiar y su profesión como un ancla segura que lo fijaba al mundo, se entregó a los impulsos inconscientes. Soñando despierto, escribiendo, dibujando. Dispuesto a ofrecerse lo mismo que ofrecía y les pedía a sus pacientes: el tiempo y la disposición para comprender las imágenes y analizarlas como un punto de partida. Concentrarse en lo que “la íntima personalidad quiere y dice” hasta que desaparezca el dolor.
Hacia finales de la Primera Guerra Mundial, la ebullición comenzó a aplacarse. En el libro se ve claramente: la primera mitad son furiosas sucesiones de encuentros con lo desconocido: serpientes, deidades, batallas. Hasta que la intensidad se suaviza, y Jung dibuja un primer mandala. El símbolo, presente en la mayoría de las religiones (un dibujo simétrico que remite siempre a un centro) lo tranquilizó. “El mandala es la expresión de todos los caminos. Es el camino que lleva al centro, a la individuación. (...) Vi claro que el objetivo del desarrollo psíquico es la propia persona. No existe un desarrollo lineal, sólo existe la circunvalación del uno mismo.” Lo siguiente, era poder organizar racionalmente esas ideas.
Jung creyó haber encontrado en sus alucinaciones el modo de moverse libremente entre la conciencia y la inconsciencia, entre el sentido y el contrasentido. Y de vuelta en su vida, descubrió que su inconsciente no sólo no era aquella celda oscura que encierra los traumas, sino que se había manifestado hasta sellar el abismo que sentía volviéndolo una unidad integrada.
Los símbolos que se le presentaron, símbolos provenientes de las culturas más antiguas, eran mensajes del inconsciente (que para él no era únicamente individual, sino también colectivo), que desde el comienzo de los tiempos sólo se expresa de ese modo: a través de mitos. Jung aseguraba que las mismas fantasías existen en todas las civilizaciones, aunque en la era de la racionalidad se pretenda negarlas. Y que cuando uno se abandona al inconsciente hace una especie de “viaje” a esas tierras del sueño, o a “el país de los muertos”. En ese sentido, luego también sostuvo que las creencias religiosas, la idea de Dios, el conocimiento de lo divino, era una función psicológica absolutamente necesaria. Sin importar de qué religión se tratara: conocer a Dios era acercarse a esas representaciones, conocerse a sí mismo. Lo que la psiquis perseguía a lo largo de toda la vida.
Alejado desde entonces de un camino científico ortodoxo, Jung se dedicó a desarrollar, más que un método, un nuevo modo de entender la existencia. Se dedicó a estudiar profundamente aquello que compuso sus imágenes e ideas sueltas. Viajó por Africa, India, Nuevo México y Europa en busca de las raíces de culturas primitivas, meditó y construyó con sus manos diferentes objetos (desde tallados, esculturas y mandalas, hasta una casa entera hecha de roca) que establecieran una conexión entre su mundo interno y su mundo externo.
Y, en medio de todo, aparece el punto más oscuro de su relato. Mientras la enemistad de Jung y Freud crecía en las ideas, el nazismo aparecía en Alemania y con el nuevo régimen (además de todas las atrocidades), el psicoanálisis era prohibido, sus libros quemados, sus representantes obligados a migrar o llevados a los campos de concentración.
En ese contexto, mientras Freud debe huir de Austria, Jung fue erigido como el renovador de la psicología y asumió la presidencia de la flamante Sociedad Médica de Psicoterapia. Para peor, sus estudios sobre las diferencias entre los inconscientes colectivos de las diferentes culturas dieron lugar a una interpretación de la superioridad aria por sobre lo judío. Si bien Jung habló de su extrema torpeza años después y pidió perdón, se supo incluso que intercedió en muchas oportunidades para salvar a todo psiquiatra que supiera corría peligro, y hasta salieron a la luz los archivos del Servicio Secreto de Estados Unidos descubriendo que Jung fue el agente 488, nunca pudo evitar que aquello volviera sobre su propio nombre una y otra vez, y el caso acaso nunca se cerrara.
Así, Jung murió en 1961, más como un icono contracultural o un profeta de culto que como un intelectual. Dejó un gran legado bibliográfico editado, y una parte importante sin editar en manos de sus cinco hijos y nueve nietos.
Sin instrucciones precisas de qué hacer con ese material y con el afán de cuidar la imagen de Jung, lo primero que entendieron sus herederos fue que debían salvaguardar su imagen tanto de los ataques del mundillo académico, como de los que lo tildaban de nazi y, no menos especialmente, de los junguianos. Para eso, montaron su propia línea editorial desde donde se manejarían sus derechos –con un único agente que congrega pedidos– y se lanzaron a esconder lo que no había sido publicado, a prohibir interpretaciones, a rogar que los dejen en paz.
En ese contexto el Libro Rojo era un poco su talón de Aquiles. El secreto a voces había ido apareciendo en pequeñas muestras, volviendo evidente que Jung en algún momento había pensado en publicarlo. Pero por algo no lo había hecho. Su único hijo varón, Frank, lo encontró en el cuartito donde su padre guardaba sus cosas. Y ahí lo dejó hasta que lo mudó a la caja de seguridad de un banco en 1984, donde se quedaría por 23 largos años.
¿Qué los hizo cambiar de opinión? En primer lugar hay dos actores fundamentales. Primero, Stephen Martin, un junguiano de pura cepa, analista norteamericano y director de un diario dedicado al psiquiatra suizo que, cual pajarito picasesos, desde 1989 empezó a visitar a los Jung con la única misión de convencerlos de publicar el famoso Libro Rojo. Tras un reiterado no por respuesta a Martin, años después aparece Sonu Shamdasani, un profesor de Historia de la Universidad de Londres y también psicólogo junguiano pero con un estilo serio y racional, mucho más afín al estilo con el que los europeos hacen negocios. Shamdasani, que en diferentes archivos universitarios había encontrado copias de partes textuales del Libro Rojo que evidentemente Jung les había dado a leer a sus amigos, aprovechó la muerte de Frank y dos acusaciones de plagio bastante difundidas sobre la obra entera de Jung, para arremeter.
Iba a ser peor si se publicaba de ese modo, dijo Shamdasani, y a la familia no le quedó otra que rendirse. El historiador trabajó afanosamente en la traducción. Pero en 2003, los Jung le dijeron que se habían quedado sin fondos para costearlo. Es entonces cuando vuelve a cobrar protagonismo (por supuesto nunca había dejado de merodear) Martin. Con una fundación armada (Philemon Foundation), este hombre que asegura leer al menos dos veces por año el libro de memorias de Jung y contar con la mayor cantidad de memorabilia conseguible de su ídolo, se dedicó a recaudar fondos entre los junguianos de todo el mundo.
Luego de su edición en alemán, en 2009 el Libro Rojo norteamericano no sólo se hizo realidad (un tomo inmenso, bastante difícil de leer pero preciosamente impreso), sino que fue promocionado casi como El Secreto o El Código Da Vinci. Incluso el New York Times cubrió el proceso paso a paso y le dedicó un especial en su revista dominicial titulado “El Santo Grial del Inconsciente”: “Todos opinan, pero nadie realmente sabe. Apenas una veintena de personas han podido leerlo o siquiera mirarlo hasta ahora”, escribió la periodista Sara Corbett. Todo esto, por supuesto, le dio grandes ventas pese a los 180 dólares de su precio y de algún modo logró el otro cometido de Martin: “Que se vuelva a hablar de Jung a lo largo y a lo ancho del mundo”.
“Por suerte soy Jung y no un junguiano”, se comenta que dijo Jung alguna vez. Hay quienes aseguran que el libro no debería haber salido, otros que de todos modos no tiene mayor sentido, están los que lo leen como un enigma develado y finalmente los que lo consideran apasionante y digno de estudio. Lo cierto es que bien o mal, delirado o no, el Libro Rojo no ofrece ningún dogma, ni verdad absoluta, sino que sirve como testimonio de la búsqueda de un hombre que no se conformó con la exigencia de creer, sino que intentó encontrar un camino mejor con la esperanza de saber.
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