CINE > EL CISNE NEGRO: PORTMAN Y ARONOFSKY BAILAN POR UN SUEñO
Es una de las mimadas de la temporada: el marco sofisticado del ballet, la preciosa Natalie Portman en un papel hecho a su medida y el atormentado Darren Aronofsky para filmar la historia de una bailarina perfecta que debe abrazar su pasión para consumar el papel de su vida: el protagónico en El lago de los cisnes. Es eficaz y celebrada, ¿pero es así el mundo del ballet?
› Por Maria Gainza
Anna Pavlova se está muriendo. Metida en cama, sin fuerzas para levantarse, le pide a su hermana: “No te olvides de prepararme el traje”. Se refiere a su tutú para La muerte del cisne, el ballet de Fokine que durante años puso a prueba sus delicados nervios y su técnica de acero. Aquel rol aún la visita en su vejez. Su mente divaga, “Toca el último fraseo, lentamente”, repite al aire mientras espanta con su mano los pájaros blancos que vuelan frente a sus ojos.
Toda bailarina clásica sueña con ser pájaro. Pero entre todas las aves, es el rol principal en El lago de los cisnes, la coreografía de Petipa con música de Tchaicovski, la vara más alta a la que una bailarina puede aspirar. El papel que requiere la mayor precisión y el máximo desdoblamiento: que una misma bailarina personifique a Odette, el espiritual cisne blanco y a Odille, el pérfido cisne negro. La exigencia del rol es tal que puede poner a prueba la entereza psíquica de cualquier artista.
En estas aguas se interna la nueva película de Darren Aronofsky. El cisne negro cuenta la historia de Nina (Natalie Portman), una exquisita bailarina de ballet que se acerca al final de su carrera. Tiene 28 años (pero su mente parece de 15) y no le quedan muchas oportunidades de brillar. Supuestamente es un modelo de concentración y disciplina pero ya desde la escena inicial la vemos algo trastornada. Es una muñequita de porcelana, un títere de vidrio tímido y virginal que vive bajo el pulgar de su madre. Sus líneas son hermosas pero carecen de sensualidad. Para alcanzar la perfección ella ha suprimido el caos y toda su danza se juega en una fría capa exterior. Pero debajo de su controlada fachada una zona inexplorada está en ebullición. Thomas, el coreógrafo, lo presiente y le ofrece el rol protagónico en la nueva puesta de El lago de los cisnes. Lo que pasa es que cuando uno mantiene por mucho tiempo aplastado algo que está empujando por salir, esto gana momentum. Y entonces, cuando finalmente sale, mejor no estar ahí. Sólo que Nina no puede escapar de sí misma y mientras intenta conectarse con su lado oscuro se ve arrastrada por fuerzas siniestras que convierten a El cisne negro en una de Polanski, algo así como El bebé de Rosemary con tutú.
Rodeada de una madre psicópata a lo “Mamita Querida” (Barbara Hershey) que habiendo sacrificado su carrera en el altar de la maternidad hará que su hija pague la deuda; un coreógrafo perverso y mujeriego (Vicent Cassel) que recuerda un poco a George Balanchine y otro poco a Peter Martins y que va descartando “princesitas” en busca de su visión artística; una bailarina en retiro patético (Winona Ryder en un papel que parece una broma de Saturday Night Live, algo entre Norma Desmond en Sunset Boulevard y Margo Channing en La malvada pero todo el tiempo con el delineador de ojos corrido) y Lily, una rival que viene de California para encarnar todo lo que Nina no tiene (Mila Kunis que tiene el look de una bailarina de caño). Con todo este grupete a cuestas, Nina tiene más de un problema, aunque su mayor escollo es, desde el comienzo, ella misma.
Dentro suyo una guerra de identidades se caldea. Nada se explica: ¿sufre de esquizofrenia? ¿Por qué se lastima así? ¿Dónde está su padre? La historia de un trauma parece sobrevolar pero nunca llega a establecerse la causa y Aronofsky no pierde tiempo justificando acciones. La mayor parte de la película transcurre en un espacio difuso que podemos inferir es el interior de la mente de Nina. Un lugar que los espejos vuelven aún más tambaleante. Nina y su madre comparten un departamento claustrofóbico que tiene en el living un espejo de tres cuerpos. Nina no para de mirarse, se observa con atención, nadie aguantaría semejante escrutinio. No es de extrañar que pronto la veamos nadando en lagos turbulentos. El único lugar de privacidad que tiene Nina es el baño. Ella, que ha crecido bajo la mirada de los otros, es en el baño donde puede mirarse en soledad y donde su verdadero yo sale a la luz. Es también ahí donde aparece su comportamiento más autodestructivo (en una escena que recuerda a La mosca, de Cronenberg, tira de su piel, justo sobre el omóplato, donde le crecerían las alas), pero esta conducta sólo la protege de otro dolor, le ofrece una forma de escape. Así, El cisne negro es una visión especular sobre una artista meticulosa que reduce su vida para alcanzar su arte. Aronofsky estetiza la locura con juegos de terror y aun cuando roza lo ridículo hay algunas escenas visualmente increíbles. La Nina del comienzo bailando en su tutú blanco bajo un reflector y sobre un fondo negro petróleo captura el brillo helado de las cajas de música (los tutús diseñados por las hermanas Mulleavy son de otro mundo, desde las polleritas cochambrosas de Degas no se veía algo tan lindo).
Siempre parece que los actores en las películas de Aronofsky no van a llegar con vida al final. Es un milagro de que Ellen Burstyn saliera viva de Réquiem para un sueño. Pero Portman parece disfrutar del calvario y da el tipo de actuación que gana Oscars porque a Hollywood le encantan los actores que transpiran esfuerzo. Portman, que ha sido ovacionada mundialmente, pasó un año entrenando para el rol y aunque no hace papelones y eso es mucho decir, nada puede igualar los años que una bailarina en serio se pasa perfeccionando su técnica. Sus líneas son buenas: su cuello largo, su belleza esmaltada y su concentración es la correcta, pero Aronofsky parece haberla empujado a dar una performance compungida. Desde que empieza la película está al borde del crack up y pasada media hora, agota.
Edwin Denby, el crítico de danza más talentoso del siglo XX, escribió que en la danza uno debe mirar si la bailarina tiene control sobre sus movimientos, si sus líneas son claras para el ojo, si hay una diferencia de énfasis y urgencia en sus pasos, si hay una continuidad en el impulso y una culminación. Si además de ver a la bailarina se puede ver la danza: cómo los pasos se relacionan y cómo éstos se engarzan a su vez con la música y la historia. Decía también que una buena bailarina no se lanza sobre su público sino que se proyecta con una fuerza suave y constante. Sin duda, odiaría la manera grosera en que Portman se come la cámara, cómo se abalanza sobre nosotros.
Pero aun cuando toda la película gire en torno del ballet, en realidad la historia no es sobre danza sino sobre una identidad fracturada. Y aquí aparece el gran problema de la película porque al usar a la danza sólo como telón de fondo, El cisne negro lleva los clichés de ese mundo hasta el límite: el glamour sudoroso, los cuerpos envueltos en lana y deseo y la locura de ese tictac interno que marca la cuenta regresiva de cada bailarina, todo está ahí, caricaturizado. El ballet, parece decir Aronofsky, demanda una completa subyugación del placer y de todos los deseos normales de una mujer. Una vida amorosa, independencia, ideas propias, son cosas tan remotas para Nina como una buena cena y su transformación en este “ser integral” que el rol necesita es sádica y escabrosa.
Por supuesto que el mundo del ballet es un lugar insular y obsesivo. Requiere un esfuerzo descomunal alcanzar un nivel profesional, mucho más llegar a ser primera bailarina. Pero a Aronofsky no le interesa realmente la danza, fíjense, en el fondo, hay poquísima. El sólo quiere descender y escarbar en la mente paranoica de su protagonista. Al punto que al final la lucha brutal de Nina bien podría ser tanto para alcanzar el rol de su vida como por llegar a ser la empleada del mes en McDonald’s.
Y aunque nadie lo dice, El cisne negro parece haber tomado prestado mucho de Bailando sobre mi tumba, la biografía de Gelsey Kirkland, la historia real de una de las mejores bailarinas del siglo XX. El libro publicado en 1986 cuenta la lucha de Kirkland por mantenerse cuerda dentro del mundo del ballet, su relación amorosa con Baryshnikov, cómo casi paga con su vida al someterse al sistema de danza de Balanchine y las anfetaminas que el coreógrafo le daba en un tour por la URSS. Pero esa historia tiene todos los grises que una buena historia requiere. Y Kirkland –que también debe ser recordada por ser la única bailarina que inspiró coreografías en los cuatro titanes del siglo XX: Balanchine, Tudor, Ashton y Robbin–, tenía una magnificencia artística única. Hay que verla bailando Giselle en YouTube: no hay otra Giselle después de ella. Podía bailar con gracia agonizante en los adaggios, volverse una estocada en los ataques de un allegro o curvar su espalda en un souplesse hasta producir un aguijoneo en la médula del espectador.
Pero aún perdonándole a Aronofsky su falta de sensibilidad hacia el ballet, la película boicotea todo lo que pregona. No se entiende: o bien el director no tiene ni un gramo de corazón, o bien el guión hace agua. Después de tanto esfuerzo, al final Nina en lugar de adquirir la fuerza del cisne negro y volverse, por lo tanto, un ser humano más completo, termina por sucumbir a su oscuridad. Su nuevo rol no la vuelve una mejor bailarina, ni siquiera una mujer más atractiva, sino una histérica sin su pastillita azul. La verdad, si quieren ver una película de danza, pueden alquilar Momento de decisión, con Anne Bancroft, Shirley Mac Laine y Baryshnikov, y si quieren ver un buen thriller vuelvan a alquilar El silencio de los inocentes.
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