CINE > EL GANADOR: BOXEO Y CINE MANO A MANO
Con un director inesperado (David O. Russell, que viene de hacer I Heart Huckabees), papeles pensados para otros actores y un guión ablandado para la ocasión, The Fighter juntó a Cristian Bale y a Mark Wahlberg y se alzó con inesperadas siete nominaciones a los Oscar. A su manera, se cuela en la tradición de películas de boxeo que tantas alegrías ha dado, aunque esta vez lo mejor pasa abajo del ring.
› Por Mariano Kairuz
El boxeo mantiene desde siempre una relación visceral con el cine, que parece renovarse con cada película de cuadriláteros y pugilistas por muy mala que sea. Una película sobre un boxeador es por lo general mucho más que un relato sobre un desafío deportivo: suele ser un relato de superación personal, a la vez que el retrato de un contexto social, de una época y un lugar; una historia de ascenso a alturas épicas y derrumbes igualmente dolorosos, de gloria y de miseria, de magia y pérdida; una conmovedora aventura de perdedores que se elevan por encima de sus circunstancias, rodeados de mafiosos, de políticos, de celebridades y de ratas. También es un universo que ofrece un catálogo visual impresionante, de la oscuridad de callejones temibles, a las luces parpadeantes y mareantes del estadio en plena contienda: las imágenes de los guantes que chocan, los cuerpos que se abrazan para repelerse y destruirse, los rostros magullándose contra toda expectativa gravitatoria en sufrida cámara lenta; la trayectoria del sudor que surca el aire o la de la sangre salpicando a la platea; los ojos deformados hasta lo irreconocible (y quién no se acuerda del “córtame el párpado, córtame el párpado”, de Rocky Balboa) o el rostros cediendo finalmente para besar abruptamente la lona.
El boxeo en el cine es una experiencia que, cuando está bien filmada, se vuelve física y atraviesa la pantalla, golpeando al espectador como ya le gustaría poder hacerlo al nuevo sistema 3D. El boxeo en el cine pega y hace doler. Que una vez más una película sobre otro pobre diablo capaz de hacer temblar de emoción a un estadio entero alcance cierta repercusión en todo el mundo y llegue con siete nominaciones al Oscar, incluidas varias de las categorías más importantes, genera expectativas altísimas. La película se llama The Fighter y se estrena acá el próximo jueves, diez días antes de la entrega de la estatua, rebautizada El ganador.
Dirigida por David O. Russell (Tres reyes, I Heart Huckabees), The Fighter cuenta la historia de Micky Ward y Dicky Eklund, dos hermanastros pertenecientes a una familia irlandesa del barrio obrero de Lowell, en Massachusetts, centrándose en el arduo y hasta un poco dudoso ascenso del primero bajo la sombra de la ya demasiado antigua gloria del otro, y en las relaciones de ambos con el pequeño mundo que habitan y en especial con la dominante, expansiva, absorbente madre (y manager profesional) de ambos, Alice Ward. Esta es, como el Alí de Michael Mann, como el The Hurricane, de Norman Jewison, como el Toro salvaje, de Scorsese, y como el Gatica, de Favio, entre muchas otras biopics pugilísticas, una historia real, la del poco carismático, más bien introvertido y apocado guerrero que llegó a hacerse conocido en los ‘90 y en la categoría welter como Irish (“El Irlandés”) Micky Ward, gracias a un puñado de peleas que todavía pueden verse en YouTube.
La técnica de Micky Ward consistía en no pegar ni primero ni más fuerte, sino en aguantar. Y cuando llegaba el momento, ir a la cabeza, provocar el reflejo defensivo, y entonces encajar sus letales ganchos al vientre o a los riñones del adversario. Lo que reproduce la película de Russell no es un proceso exactamente glorioso: la energía física de la película está puesta mayormente fuera del cuadrilátero, en las calles de Lowell y en especial en la casa de Alice, donde viven también su marido y las ¡siete! hermanas de Micky y Dicky. Acaso The Fighter sea menos una película de boxeo que todos esos referentes famosos recién mencionados, pero sigue siéndolo porque, como siempre, las historias de boxeadores son tanto más que lo que pasa en el ring, y porque una vez más vuelve a pegarnos en la cara, con su vuelo ligero y su movimiento punzante, como la abeja y la mariposa de Alí.
Los títulos se siguen agolpando década a década pero la verdad es que para toda una generación decir cine de boxeo equivale a nombrar, básicamente, al Jake LaMotta de ese Robert DeNiro inolvidable capaz de inflarse y desinflarse a voluntad, y al semental italiano llegado del porno (Stallone) para entrenar en los helados callejones de Filadelfia, bajando de un trago largo su desayuno de campeones hecho de huevos crudos, y dándoles duro a las reses de un frigorífico. No sólo la primera, emocionante Rocky –que fue un éxito bestial y se llevó el Oscar a Mejor Película– sino toda la saga, con sus ridiculeces y sus bajezas, consiguió tocar una fibra sensible en toda una franja del público contemporáneo: cómo un boxeador salido de la nada que llega a la cima –de popularidad, de fortuna material–, la serie Rocky se infló de ego y cayó, y Stallone supo darle un final redentor, cuando lo resucitó, con dignidad, a los 60 años. Y aunque no tiene mucho sentido detenerse en estas películas que casi todos sus fanáticos volvieron a ver infinidad de veces, muchos coincidirán en que una de las mejores escenas de ring (en una película que tiene otras no menos buenas abajo del ring) en Toro salvaje es ésa en la que Scorsese decide que la cámara adopte el punto de vista de su protagonista para mostrarnos la épica de la derrota en todo su doloroso esplendor, cuando Sugar Ray Robinson le quitó el campeonato mundial a LaMotta en el decimotercer round: ahí lo vemos, como transmutados por un instante en DeNiro, embotados como él por los flashes que registran el estertor final de la batalla, a “Ray” reclinando su fibrosa masa hacia atrás con gesto maléfico y avanzando como un mazazo, y luego a LaMotta resistiendo de pie, resignado a perder pero nunca a caer, y como pidiendo más, preparándose para un golpe que duele hasta de este lado de la pantalla, que casi nos obliga a correr la cara como en una película de terror.
Esa escena no está sola ni en la película ni en ese subgénero increíble y la lista de escenas indelebles es enorme. Pero si hubiera que elegir tan sólo un puñado, probablemente lo encabezaría alguno de los muchos grandes momentos de esa obra maestra de 1949 que es The Set-Up (El luchador, según alguna de sus traducciones rioplatenses), producción de la RKO basada en un poema (¡!), dirigida por Robert Wisey en cuya poderosa fotografía en blanco y negro (obra de Milton Krasner) se adivina una de las principales fuentes de inspiración de Scorsese para Toro salvaje. Impresionante e insoportablemente negra, amarga, su tema es uno de esos asuntos que aparecen regularmente en las películas de boxeadores: la pelea arreglada. Sólo que acá es el agente el que arregla la pelea de su pugilista, Stoker Thompson (Robert Ryan) a espaldas de éste, confiando en que no hay nada que hablar, ya que el pobre tipo está, a los 35, después de una eternidad “a un golpe de alcanzar el éxito” (las palabras con las que intenta convencer a su mujer), acabado. Las peleas son tremendas, pero alcanza con verlo a Ryan, vestido de civil, desde el principio, con el rostro magullado, cargado de cansancio, transmitiendo una vida de derrota y decepción. Si el tipo no se calzara los guantes ni una sola vez, seguiría siendo una obra maestra capaz de pintar un mundo en unos pocos planos.
Y hay muchas más, y Champion (El triunfador, también de 1949) es también una favorita indiscutible, dirigida por Mark Robson (que también hizo La caída de un ídolo), basada en un cuento de Ring Lardner y cuyo protagonista, el irritante Midge Kelly, nos arrastra en su descenso al infierno, gracias a la convicción de Kirk Douglas (otro nominado al Oscar, seguramente por su capacidad para hacerse detestar por el público).
De tener que destacar una escena de The Fighter, sería una escena abajo del cuadrilátero. Probablemente, ésa en la que la policía arresta a Dicky –que anduvo haciendo de la suyas, con el noble objetivo de juntar algo de dinero para bancar el entrenamiento de su hermano–. En cuanto Micky se entera, sale en su defensa, con lo cual no sólo quedan arrestados ambos, sino que un agente, de pura prepotencia, le rompe una mano a bastonazos. No es que las escenas de pelea no tengan cierto ímpetu, de hecho se convocó al director de las televisaciones originales de las peleas reales que se están recreando, y hasta se usaron las cámaras de la época, es decir, de principios de los ‘90.
Pero si bien el protagonista, el fighter del título, es Micky (Mark Wahlberg), el que se la lleva puesta es Dicky, su hermano y entrenador (Christian Bale). Honrado pero algo aburrido, Micky encuentra su pelea más dura en la que le toca dar en el frente familiar, para liberarse del control de su madre y de la sombra de ese aquelarre que parecen formar sus hermanas, a las que vemos siempre juntas y como pensando en bloque, en uno de los apuntes amargamente graciosos de la película sobre la disfuncionalidad familiar que pone en su centro. La estrategia de Micky se parece hasta cierto punto a la que lleva sobre el ring: aguantar, aguantar de pie todo lo posible. Su arranque es lento, y recién se ve capaz de hacer algo por sí mismo, por las suyas, cuando es azuzado por su nueva novia, Charlene, la ex atleta, frustrada pero animada ex universitaria que trabaja en el bar local. Charlene está interpretada, un poco contra-casting, saliéndose de su usual afabilidad pero con un encanto inevitable, por Amy Adams.
El asunto es que la historia y los dramas de Micky se vuelven ordinarios cada vez que Dicky entra en escena. Gritón, vociferante, gracioso y patético a la vez, a menudo metido en problemas con la ley, o colgado en una nube de crack, Dicky fue antes que su hermano una leyenda del ring conocida como “El Orgullo de Lowell”, con una carrera notable entre mediados de los ‘70 y mediados de los ‘80. Se atribuye a su adicción el fin de la promesa; en todo caso, cuando ya estaba claramente terminado él seguía hablando de su “regreso”, y viviendo del recuerdo de la ocasión en que enfrentó a Sugar Ray Leonard (“Lo arrojé a la lona”, insiste sobre esa pelea que terminó perdiendo, aunque para muchos se trató de una confusión en la que Leonard se pegó un patinazo y cayó solo). En 1995 la cadena HBO produjo un documental para su serie America Undercover, que puso el foco sobre Eklund, siguiéndolo con sus cámaras durante un año y medio. Dicky le decía a todo el mundo que se trataba de una película sobre su gloria pasada y su inminente “comeback”, pero lo cierto es que los productores lo habían elegido como un caso testigo de la adicción al crack que estaba considerado como uno de los grandes males que corrían entre los adolescentes de esa zona de Boston. El documental, titulado High on Crack Street: Lost Lives in Lowell, se convierte en uno de los centros dramáticos fundamentales del guión de The Fighter, aunque el tema está tratado con saludable humor, poniendo en escena la rutina en la que, cada vez que su Alice no lo encuentra, va a buscarlo al crackhouse de sus amigos y cada vez que la escucha llegar en busca de él, Dicky se arroja por una ventana para dar con su huesudo cuerpo contra un container lleno de bolsas de basura.
De las siete nominaciones al Oscar con las que la película llegará a la ceremonia de entrega el próximo domingo (entre ellas mejor película, mejor dirección, guión y montaje), tres son por las actuaciones: una para Melissa Leo y otra para Amy Adams, que compiten como actrices secundarias, y otra no para Wahlberg, sino para Christian Bale, como mejor actor secundario. Lo cual viene a confirmar un poco eso de que el personaje presuntamente secundario se impone sobre el protagonista de esta historia, y habla también del trabajo de Bale, que es impresionante pero también divide aguas de tan impresionante que es: para algunos críticos se nota mucho el esfuerzo, la intensidad, las ganas de comerse la película, la vanidad que hay implicada en su voluntarioso afeamiento, para el que perdió muchos kilos y se peló la coronilla, y se muestra dispuesto a hacer las morisquetas más idiotas –los dientes afuera y una expresión infantil en los ojos– para volverlo un chiflado querible, un pequeño criminal que no entraña ningún peligro serio para nadie excepto para él, y, en el fondo, en definitiva, el verdadero corazón de la historia.
Se sabe que Wahlberg viene persiguiendo este proyecto desde hace años, que se le dieron muchas vueltas al guión, que el papel de Dicky estuvo a punto de ser de Brad Pitt y de Matt Damon, y que, antes de Russell, iba a dirigirla Darren Aronofsky (que se fue a hacer El cisne negro, y como llegó a hacer algunos diseños, tiene en el film terminado un crédito de productor ejecutivo), y que antes todavía, Wahlberg se la pasó a Scorsese, con la esperanza de que se interesara y volviera al terreno de Toro salvaje. Pero el director no quiso, alegando no tanto que no quería volver a meterse con un boxeador –después de todo, tampoco sabía nada del tema cuando hizo su obra maestra sobre LaMotta, y aceptó con desconfianza, llevado por DeNiro–, sino porque no quería repetir en ese ámbito tan específico, tan idiosincrásico, tan fácil de hacer mal cayendo en el ridículo con malos acentos y registros miserables de la vida en los vecindarios populares, que es el Boston irlandés, el de su film anterior, Los infiltrados.
Para Wahlberg, en todo caso, es claro que esto es un asunto personal: éste es el mundo en el que se crió, el que mejor conoce, el que más le llega. Al punto que, como ha señalado J. Hoberman en su reseña en el Village Voice de Nueva York, The Fighter parece la película más convencional de su director (en especial después de esa rareza incomprendida que fue I Heart Huckabees), mientras que su verdadero artífice es su protagonista. De un modo análogo, las escenas de cuadrilátero están ahí, pero los verdaderos golpes de la película son los que se dan y los que se reciben y resisten abajo, a diario, en las calles y en los hogares.
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