Dom 06.03.2011
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La cronista roja

Trotskista, alumna de Letras, amante de los beatniks a los que se fue a buscar a Nueva York, parte de las redacciones más emblemáticas de Policiales de las últimas décadas, Martha Ferro se volvió una cara conocida con el documental Tinta roja, de Carmen Guarini. Pero para entonces ya llevaba décadas como la cronista más entrañable y popular del género: con una red de informantes informales en los barrios, conocedora de la calle y de la policía, atendía denuncias en la redacción, abría expedientes propios y se especializaba en lo que denominó “el policial tramontina”. La semana pasada, Martha Ferro murió y Radar la despide recorriendo sus anécdotas, sus años de sangre y también los de poeta en Nueva York tras la pista de Ginsberg y Kerouac.

› Por María Moreno

Martha Isolina Ferro murió a medianoche entre el día viernes 25 y el sábado 26 de febrero. La precisión del dato, que me acercó su amiga Adriana Carrasco, no es forense, aunque tratándose de la más entrañable cronista de policiales que quedaba, no desentona, sino porque a ella le hubiera gustado esa precisión: era astróloga.

Todo el mundo cree que Martha Ferro nació en Olavarría. Pero no, era porteña. Lo que pasa es que Olavarría era una ciudad que se le impuso desde que, cuando era chica, vio en medio de la plaza una rayuela que había dibujado la militante montonera Norma Arrostito, como ella, una muchacha de mala conducta.

Cuando estaba en Buenos Aires Martha nunca estuvo muy lejos de La Boca, adonde formó a por lo menos tres generaciones de titiriteros. Decía que era para sacar pibes de la pasta base o del cartón por peso: usaba los clásicos de papel maché, nada de goma eva.

Trabajó en La Voz, ¡Esto! y Crónica. Fue militante del PST –en donde dirigió la revista de género Todas–, activista gremial, maestra titiritera y protagonista del documental de Carmen Guarini Tinta roja. El honor mayor que reconoció haber recibido fue que se bautizara Martha Ferro a una biblioteca infantil y juvenil de la calle Necochea.

Hasta aquí la necro oficial. Ahora, Martha ¿podemos empezar la joda?

En su ficción autobiográfica no falta el tradicional mito de origen: “Yo ya de chica hacía notas denunciando al almacenero que vendía menos de lo que tenía que vender. Hicimos todo un operativo de inteligencia con mi hermana y otra piba. Publicamos una hoja en mimeógrafo. Y fue un problema porque el tipo fiaba”.

No leía novela negra, vivía en novela negra.

En ¡Esto!, cuando la dirigía Pancho Loiácono, cubrió el caso Giubileo con la fotógrafa Cristina Fraire. “Que a la Giubileo Dios la tenga en la gloria pero que nunca aparezca el cuerpo, pensábamos, porque vivíamos de ella: acá compraba medialunas, acá se hizo el Papanicolau, hicimos chiquicientas notas”, se jactaba.

Loiácono le enseñó a mirar la escena del crimen: como en las novelas negras, un pucho apagado o una boleta de la tintorería podían llevar hasta el criminal, mejor que los pesquisas de la Federal a los que ella llamaba las SS.

Martha inventó un estilo en la tradición de los grandes cronistas populares como el Eduardo Gutiérrez de Hormiga Negra y los radioteatros de Juan Carlos Chiappe (alguna vez me contó que le hubiera encantado titular en verso como él: “Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya”. Sus poemas neoyorquinos eran el secreto de pocos (el que se publica hoy es una especie de “Aullido” canyengue). Se explicaba: “Antes escribía los policiales tipo Agatha Christie, pero después volví a mis orígenes porque la gente dice cuando cuenta un crimen ‘no, no me mate, se lo pido de rodillas’, pero se murió parada porque no pudo hincarlas”.

Como titulera de la revista ¡Esto! fue original: cuando se encontró con un pato que estaba parado en el féretro de un asesinado y no dejaba pasar a nadie sin que lo picara, tituló: El pato gay. El cuento de ella que más me gustaba era el de la travesti Carmelita Valenzuela: “Carmelo Valenzuela era un tipo que tenía su pareja pero su pareja era un taxi boy. La madre del taxi boy no sabía que Carmelita era Carmelo: entraba a la pieza y estaba chocha con la chica que había conseguido su hijo porque cocinaba, planchaba, baldeaba todo con lavandina. Carmelita había venido de Corrientes porque ahí no la soportaban. En Rosario no le fue bien y pidió trabajo en un frigorífico. Cuando llegó, todos se le cagaron de risa entonces ella dijo que iba a trabajar un mes gratis e iban a ver que podía. Le dijeron que sí y de paso los muchachos se divertían un poco. Carmelita levantaba la media res sobre un hombro y llegó a ser delegada. Iba a trabajar con tacos altos y era muy respetada en el gremio de la carne. Un día el taxi trae a una pareja homosexual para que hagan la fiestita. Entonces Carmelita lo mató. Adiós tacos y pollera con tajo. Cuando la llevaron en cana lo único que pedía era que la dejaran pintarse los labios antes de que la vieran de varón. A ese lo visité en Olmos, después lo perdí porque lo mandaron a Sierra Chica.” Cuando escribió la nota Martha había titulado El travesti cuchillero, el guapo que a Borges le faltó conocer.

No era populista, era popular: en el diario “firme junto al pueblo” en donde podía hacerle la carta natal al chorro redimido, en La Boca en donde se metía con los barrabravas cuerpo a cuerpo, en el Nueva York de los hipsters latinos y de la droga arty pero también de la política que exige jugar al truco con una camiseta con la cara de Trotsky.

Su amiga Graciela Fernández dice que la conoció así: “Se materializó en los pasillos de la estación Grand Central con una capa y sombrero de mosquetero feliz. Se había mandado a NY impulsada por Allen Ginsberg y los long-plays de The Mamas and The Papas. Me acuerdo de su inglés del principio: apenas tenía el vocabulario absurdo de los libros de Molinelli Wells. Llegó, padeció una estadía en el Alton Hotel para desocupados donde algunos negros lumpen la acosaron. Disfrutó encuentros múltiples con Mary, Peggy, Betty, Julie, rubias de NY”.

Una noche de hace cinco años, Graciela Fernández y yo le hicimos, en el casino flotante de Puerto Madero, la remake de Rubias de Nueva York a ese Gardel beat y mina que era Martha. Había cobrado parte de la indemnización de Crónica y nos dio dos lucas a cada una con la recomendación: “No se guarden nada como perejilas y, si arrugan, no traigan vuelto. Si ganan, hablamos”.

Yo perdí mil, guardé otros mil y los usé en algunos viáticos para un documental sobre los presos políticos de Coronda: arrugué pero seguí el estilo de la dadivosa que esa noche se tomó varios gin tonic, se enamoró de una florista del cementerio de Chacarita y ganó pero no se fue hasta que perdió y a las tres de la mañana aceptó un remise sin dejar de hablar de la florista. Al día siguiente se despertó enamorada de otra. Venía zafando del cáncer y, fuera del diario, conservaba el estilo de dandi fuyera, astróloga y zurda.

Graciela Fernández dice que dejó dicho que sus cenizas fueran esparcidas entre Buenos Aires, Olavarría y Nueva York: “Ahí por primera vez podía ser quien era, adherir al feminismo radicalizado sin perder su fidelidad a la cocina criolla: bocadillos de espinaca impecables y radioteatro que hacíamos en casa de un colombiano: diferentes versiones de Margarita Gauthier. Vivió en el ghetto de Connecticut trabajando a favor de la infancia puertorriqueña más desmadrada que los chicos negros protegidos por los Panthers, superstars del momento. Fue comandante de las Rent Strikes (huelgas de alquiler) de la calle 6 entre la Primera y la Segunda. Era la más solidaria, la que todos visitábamos, la que rescató a Héctor Libertella después de un asalto y fueron juntos a visitar la casa de Kerouac. Andaba vestida de Trotsky, a veces de Colón. Enviaba mescalina por correo a los amigos porteños y muchas veces nos lavaba los sweaters a todos”.

Esa era Martha Isolina Ferro.


Radar agradece a Ana María Fioravanti y Néstor Latrónico la ayuda brindada para esta producción.

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