UNA ENTREVISTA INéDITA
› Por María Moreno
“Hola, ¿comisaría? Soy Martha, de Crónica, ¿tienen algún muerto para mí?” La voz rasposa, áspera, como si hubiera sido diseñada por la ginebra tomada de parado en un estaño de los de antes –mármol y grifería de bronce– y el cigarrillo negro sin pausa, no pone ni demasiado énfasis ni demasiada ironía. Ella la acompaña con un gesto de clandestinidad, acercando demasiado la boca al tubo y sin dejar de mirar de reojo a la redacción bochinchera donde, de la antigüedad, sólo queda el sonido de la motorola del cronista que transmite desde el tercer cordón, restadas de la hilera de escritorios las pesadas Remington que, en el caso de la sección Policiales, justifican que su nombre coincida con el de las armas largas usadas en la revolución del 90. La imagen es de la película Tinta roja, un documental sobre el diario Crónica donde Martha Ferro se representa a sí misma como con sordina, a pesar de que sus relatos populares y toda su mímica, que mezcla el ademán del detective privado con el de la reina del hampa, pide biografía no autorizada o historia de vida registrada por alguien con oído absoluto para el habla porteña. Por eso, uno se la imagina levantándose el cuello del impermeable, de espaldas a una rubia sospechosa con cara de Lauren Bacall. Despedida por el director del diario donde era la cronista estrella y delegada gremial, conserva ante la mesa de un bar su antiguo aire conspirativo: se inclina sobre el interlocutor mientras relojea la puerta, la mano desdeñosa alrededor del vaso ancho, como corresponde al protocolo del bebedor duro y parejo, y sin que la ginebra se le suba a la cabeza más que para la pendencia ingeniosa o la réplica de novela negra. Sólo que ahora, en el vaso hay agua mineral. También Fray Mocho debía tener esos gestos cuando entrevistaba a los “chorros” en el Derby, adonde también iba el presidente Carlos Pellegrini. Martha ha leído a Fray Mocho, no porque fuera el creador de la galería de ladrones célebres sino porque estudió Letras. Incluso se enamoró de los beatniks y de Allen Ginsberg (a quien fue a buscar a Nueva York). Bilingüe, trotska como se autodefine, sabe que esas cosas no le sirven para una investigación en La Boca o una temporada en la Isla Maciel. El cronista popular siempre esconde su cultura letrada. Quiere, en cambio, hablar en nombre y con el modo de las mayorías silenciosas, que no es que sean mudas, sino que hablan en los bordes.
Usted nota un deterioro aun entre los infractores de la ley, que antes mantenían un cierto “código”.
–La degradación empezó con la crisis económica y a la crisis se le agregaron otras cosas, no solamente el alcohol, sino la pasta base, el denominado crack, que te vuelve loco. Ayer en Pinzón y Martín Rodríguez andaba un pibe de quince años. Se le acercó un viejo y le dijo “tomá, comete un sándwich”. Después el pibe entró a robarle un televisor. Entonces el viejo lo vio y lo mató a martillazos. Quince años tenía... La Boca tiene un montón de asentamientos en fábricas cerradas donde antes muchas mujeres tenían laburo y ahora el único que tienen es el de prostitución, en las casas vacías luego de la dictadura. Es que en La Boca iban a desalojar a un montón de gente porque la autopista iba a pasar por la calle Suárez. Pero ¿qué pasó? No se hizo. Entonces quedaron casas solas y empezaron a tomarlas. Hasta hace poco todavía había gente que laburaba. Los hombres en el puerto. Y las mujeres en las fábricas de alimentos, como Bagley y Terrabusi, en algunas textiles de Avellaneda o en el servicio doméstico. Eso se fue terminando. Entonces empezaron las migraciones de gente desesperada que venía de la provincia ya sintiendo el olor de 1986, donde las economías del interior quedaron sumergidas. Sobre todo en el litoral. Se cerraban las fábricas y los desocupados se venían para acá. La Boca era un barrio barato, en el sentido de que no tenías que pagar garantía. Pero en realidad, barato no era, porque una pieza salía doscientos pesos con baño compartido. Por entonces la violencia era por el fútbol. La Boca estaba libanizada.
Usted es testigo de varias décadas de violencia popular...
–Sí, pero ahora la cosa sería así: “Hola Martha, ¿cómo te va querida?”. “¿Tenés algún muerto para mí? ¿Algún crimen pasional?” “No. Todavía no hay nada.” “¿Cómo?, ¿en este país nadie se mata por amor? ¿Todo es por vino?” Me acuerdo del caso de un albañil en Mar del Plata, que era oligofrénico. Se empezó a cartear con una mina de Jujuy. Carta va, carta viene. La mina le oculta que es paralítica y va a Mar del Plata un poco asustada. Pero él no se enoja. Al contrario. Está contento, porque de esta forma la va a tener ahí sólo para él. Para siempre. Esa, piensa, no se le va a ir. Literalmente, ¿no? Pero ahí empiezan a tallar las vecinas del barrio. Le dicen a la mina que tiene que hacer rehabilitación. Que en Jujuy por ahí no había nada pero que en Mar del Plata sí. Ella empieza a hacer rehabilitación y al final logra caminar. Entonces él la mata. Pero hoy el crimen es por la situación política y social. El criminal es la sociedad. La mami se prostituye por un kilo de falda y el tipo se entera. Entonces agarra el cuchillo y lo usa. Pero también las mujeres están matando mucho.
¿Las envenenadoras?
–¡Ma qué envenenadoras! Las envenenadoras son de clase media. Las mujeres matan con el hacha o con el revólver. Muchas de ellas son mujeres golpeadas. Me acuerdo del sátiro de la dentadura torcida: violaba a las minas y las mordía. Tenía las prótesis mal hechas, les dejaba la marca. Y enseguida se lo reconocía. Ahora los asesinos seriales son los políticos. Como “el Turco” Julián, que vive en Palermo. Por eso yo siempre digo que no jugaría nunca al truco con esta sociedad.
¿Hace mucho que no va a la Isla Maciel?
–Mucho. No quiero ni pensar cómo estará la Isla Maciel. En el ochenta había mujeres que iban a buscar la grasa de los frigoríficos para hacer chicharrón. Como única comida de los chicos. O buscaban ratas en los basurales. Las limpiaban con vinagre y se las comían. Y también iban a los restaurantes de La Boca –te estoy hablando de los de la villa– a buscar la comida de la basura para lavarla y cocinarla. Porque la Isla Maciel fue territorio del puerto, y el puerto fue desmembrado. Acordate que la Isla había sido zona del ERP. Entonces las minas quedaron muy organizadas. Por ejemplo hicieron zanjas, brigadas para cagar a palos a los violadores y echarlos de la Isla. Había una que se llamaba “Mingocha”, no sabía leer ni escribir, pero aprendió. Fue candidata a concejal en 1983 y sacó bastantes votos, ¡como tres! Y organizaba a las mujeres para jugar fútbol. Me acuerdo que fuimos con unas compañeras del PST a jugar con las pibas de la villa y nos ganaron tres a uno. Pero sobre todo nos cagaron a patadas. Ni te cuento. Eramos unas pelotudas de treinta a treinta y cinco años y las pibas de quince nos daban unas patadas en el orto que nos mataban. Pero en realidad nos felicitaron porque no nos habían goleado. Y estas son las cosas que armaba Mingocha. Le dieron un departamento ahí en las torres. Ella lo pagaba. Después su hijo tuvo un problema con las drogas y se volvieron al Chaco. El marido era paraguayo. Era buena mina Mingocha, una tipa dura, seria, una pesada, parecida a Irene Papas. En la isla el partido tenía un local. En esa época yo llevaba al payaso Mamarracho y hacía títeres. Me respetan muchísimo, todavía hoy lo que yo digo es palabra santa ahí. Para todo “preguntale a Martha”. Y aparte por el hecho de que yo me llevo mal con la cana. La historia mía con la Comisaría 24ª empezó porque estaba contra la barra brava de Paquinco, que es un hijo de puta. Y a este Paquinco un día justo se le da por pegarle una piña a una amiga artesana. Entonces lo escraché. Lo saqué en el diario y acompañé a mi amiga a hacer la denuncia a la fiscalía, porque si no en la 24ª se muere.
Cuando trabajaba en Crónica se había armado un especie de sistema de cronistas populares.
–Ah, sí. Siempre tuve una especie de vida periodística anónima por los barrios. La gente me sigue llamando. “Martha, Martha, acá hubo un crimen.” “¿Y cómo fue?” “Pa, pa, pa.” “Bueno, averiguame rápidamente quién era el quía y me volvés a llamar. Después yo me voy hasta allá y nos vamos a comer una pizza.” Y lo hago. Yo no soy peronista, pero tengo una familia de peronistas, de patoteros: “¿Che, vos, me entendés lo que te digo o te tengo que fajar?”. Tenía un hermano “monto” que se murió hace poco. Yo utilizo ese estilo. Veo a uno medio pesado y le digo: “Vos que sos medio justiciero y yo que soy de Sagitario, cualquier cosa que pase me llamás a mí”. Y el tipo entra. A los fotógrafos de las comisarías, que por cinco centavos venden a la madre, les digo: “Vos loco, sacale un rollito para la cana, y sacá otro desde distinto ángulo para mí, que te lo compra el diario”. Al principio tenía que explicarles la cosa legal: “Si no son las fotos del sumario, a vos nadie te hace nada”. Ellos siempre están de acuerdo con la policía, pero uno siempre llega al lugar con ellos, y ellos, por cobrar la guita hacen cualquier cosa.
Usando la jerga policial, usted sabe “hacer hablar”...
–Y... me acuerdo de Sergio Durán, un pibe a quien mataron en una comisaría de Morón. Hicieron la autopsia ante el comisario, el juez y el médico forense. Por supuesto que el tipo estaba recontratorturado, pero en el informe pusieron que murió por un paro cardiorrespiratorio normal no traumático. Y yo conseguí que uno de los policías de la comisaría se quebrara. Es un tipo raro, que hace poemas en lunfardo. El se había enterado de todo lo que había pasado en la autopsia, que estaba fraguada. Y no lo aguantó. Entonces convencí a los viejos para que pusieran un abogado, porque si no nadie se iba a acordar de nada. Y lo hicieron. Todo lo que el cana me había contado se comprobó en el juicio. Por eso una vez un comisario me dijo: “Vos nunca te comprés un chalet en Morón porque sos boleta”.
¿Hay buenos informantes zonales o la mayoría aporta datos inútiles o meramente pintorescos?
–A veces venían a Crónica mujeres que habían estado en el campo de concentración y decían que les estaban quemando el departamento con la calefacción. Y ahí te dabas cuenta de que estaban medio “tocame un vals”. Pero me acuerdo de que había una mina de San Fernando, una pequeñaburguesa, lectora de policiales populares. Se juntaba con las fuerzas vivas de San Fernando. Se enteraba de cada quilombo, también de crímenes, entonces ella, para mandarse la parte, me llamaba: “Pasó esto, pasó lo otro”. Entonces yo ponía en las notas “según la Agatha Christie de la zona ribereña”, y la tipa chocha. Con ella teníamos cubierta la Zona Norte.
Esta entrevista es parte de un reportaje mucho más largo incluido en el libro La comuna de Buenos Aires (relatos al pie del 2001), que Editorial Capital Intelectual está publicando este mes en Argentina.
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