Dom 20.03.2011
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HALLAZGOS > EL GRAN ROBERT HILBURN, COLADO EN LA GRABACIóN DE DOUBLE FANTASY

La última tentación de Lennon

A pesar de dedicarse a escribir de rock en Los Angeles Times, el diario más importante de la capital del mundo del espectáculo, Robert Hillburn siempre se consideró un fan antes que un periodista. Fanático de Hank Williams y Elvis Presley, amigo de John Lennon y respetado por Bob Dylan, estuvo en primera fila del ascenso –y también del descenso– de la mayoría de las estrellas del género de las últimas cuatro décadas. Lejos tanto de los sesudos análisis de Greil Marcus como de los entusiastas desbordes de Lester Bangs, Hillburn recorre sus grandes anécdotas, diálogos y episodios con los famosos en el flamante Desayuno con John Lennon (Turner). “Bob nos hizo mejores”, asegura su amigo Bono desde el prólogo de un libro del que se repdocuce a continuación su gran primer capítulo.

› Por Robert Hilburn

John Lennon entró como una exhalación en la oficina de Yoko Ono, situada en el gigantesco y antiguo edificio Dakota. Llevaba una copia del nuevo single de Donna Summer, “The Wanderer”.

–¡Escucha esto! –gritó, mientras lo ponía en el tocadiscos–. ¡Canta como Elvis!

Al principio, yo no sabía de qué estaba hablando. El arreglo sonaba más a rock que al habitual estilo electro-disco de la cantante, pero cuando empezó a oírse la voz me pareció el sonido de siempre de Donna Summer. A mitad de la canción, sin embargo, su voz cambiaba y adoptaba el estilo juguetón, como con hipo, que caracterizaba la de Elvis en muchas de sus primeras grabaciones.

–¡Míralo! ¡Míralo! –dijo John, señalando los altavoces.

Ese disco era el saludo de John después de cinco años. Yo había pasado algún tiempo con él en Los Angeles a mediados de la década de 1970, durante la época a la que, años después, él se referiría como su “fin de semana perdido”: unos meses en que, separado de Yoko, pasaba muchas noches emborrachándose con sus colegas Harry Nilsson y Ringo Starr. Una noche, John se excedió tanto que lo echaron del Troubadour, una de las principales salas de conciertos de la ciudad. Por entonces me invitó a cenar unas cuantas veces, y más adelante me enteré de que lo hacía cuando tenía una reunión de negocios importante al día siguiente y no quería levantarse con resaca. En esos casos me elegía a mí, y no a Harry y a Ringo, porque lo más que yo bebía era Coca-Cola light. Solíamos cenar en un restaurante chino muy chic y después volvíamos a su suite en el hotel Beverly Wilshire. El tiempo se nos pasaba muy deprisa hablando de nuestro héroe de rock favorito, Elvis, lo que nos lleva de nuevo a “The Wanderer”.

He vivido muchísimas experiencias memorables en conciertos y entrevistas, por lo que me resultaba difícil escoger mis preferidas, pero las últimas horas que pasé con John en Nueva York estarían, sin ninguna duda, entre las primeras. Fue unas semanas antes de su muerte, en diciembre de 1980, y el hecho de que me pusiera ese disco de Donna Summer era un saludo entrañable, un saludo típico de John. De los cientos de músicos que he conocido, John es uno de los pocos que tenía los pies en la tierra.

Yo había viajado a Nueva York para pasar tres días con John y Yoko mientras terminaban su disco Double Fantasy, la primera entrega de material nuevo de John desde su prescindible Wall and Bridges, aparecido seis años antes. Tras el período del “fin de semana perdido”, había regresado a Nueva York y había pasado cinco años rehaciendo su vida con Yoko y dedicándose a criar a su hijo, Sean. Aquel día tenía un aspecto agradable y esbelto con sus vaqueros, su camiseta blanca y su chaqueta vaquera. Debía de pesar unos doce kilos menos que la última vez que nos habíamos visto.

–Es por la dieta macrobiótica de “Madre” –me dijo después, empleando el apodo que le había puesto a Yoko–. No me deja saltármela ni un día.

Cuando llegamos al estudio de grabación ya casi había anochecido. Mientras la limusina se acercaba a la entrada del estudio, tenuemente iluminada, pude ver las siluetas de unas dos docenas de fans en la sombra, que echaron a correr hacia el coche en cuanto el conductor abrió la puerta de John. Inmediatamente empezaron los fogonazos de los flashes. Sin un guardaespaldas, John estaba a su merced, y más tarde le pregunté si no le preocupaba su seguridad.

–No quieren hacerme ningún daño –me contestó–. Además, ¿qué vas a hacer? No te puedes pasar toda la vida escondiéndote de la gente. Hay que salir y vivir un poco, ¿no?

En el estudio escuché algunos temas de Double Fantasy, que era el disco más atrevido de John desde Imagine. Algunos críticos consideraron que el tono suave y relajado del álbum era demasiado blando; echaban de menos la vieja aspereza de Lennon. Para mí, sin embargo, se trataba de un maravilloso reflejo del estado de ánimo de John, y los votantes de los Grammy acertaron al nombrarlo disco del año.

Pasé horas hablando con John, en su casa y en el estudio, sobre los cambios en su vida desde la época de Los Angeles. Aquel era uno de los pocos momentos en que se sentía en paz. Estaba profundamente enamorado de Yoko y muy emocionado con la perspectiva de volver a ser padre. También hablaba con cariño de la época de Los Beatles y de lo mucho que todavía le gustaba ver a Paul. Eso me sorprendió, ya que había hecho varios comentarios sarcásticos en distintas entrevistas y había escrito algunas letras mordaces sobre Paul desde que la banda se había separado.

–Ay, no te creas nada –dijo, sonriendo–. Paul es como un hermano. Ya hemos superado todo eso.

También habló con cariño de Ringo, y con más distancia de George. Se había sentido desairado por algunas cosas que aparecían en la autobiografía de George, I, Me, Mine (Yo, mí, mío), especialmente porque George no reconocía que John le había ayudado a aprender ciertas cuestiones técnicas de la guitarra.

Sobre todo hablamos de la etapa de “amo de casa” que entonces estaba concluyendo, una época de desintoxicación emocional, una oportunidad para restablecer el orden de prioridades. En la canción “God”, perteneciente a su álbum Plastic Ono Band, de 1970, declaraba: “No creo en Los Beatles”. Sin embargo, necesitó los cinco años sabáticos que siguieron al “fin de semana perdido” para liberarse de las presiones asfixiantes que suponía ser un ex Beatle, como la de que su música y su vida reflejaran la imagen de un tipo ingenioso y sarcástico. En el tiempo que estuvo retirado, aprendió a hallar alegría y a crecer como persona, lejos del tiovivo del rock and roll. Para Double Fantasy escribió incluso una tierna canción, “Watching the Wheels”, sobre sus nuevas perspectivas y la libertad que acababa de descubrir.

Aquella noche de noviembre, el ambiente en el estudio de grabación era tan relajado que John me invitó a participar en la creación de los efectos sonoros para el disco. Yoko y yo fuimos echando monedas por turno en un cuenco de hojalata para reproducir el sonido de alguien que da limosna a un mendigo. Tuvimos que hacerlo varias veces hasta lograr el nivel de ruido adecuado. Durante la mayor parte de la velada me limité a ver trabajar a John y a Yoko, y aproveché los descansos para hacerles preguntas. Al parecer, casi todo aquello quedó grabado, porque unos años más tarde apareció en Japón una grabación pirata de esa entrevista.

Una cosa me preocupaba en aquellas sesiones de grabación que duraban toda la noche: el hecho de que John se metiera, de vez en cuando, en una sala contigua. Lo primero que se me pasó por la cabeza es que estaría tomando alguna droga, porque estaba acostumbrado a ver a los músicos pasándose cuencos llenos de cocaína con la naturalidad de quien consume gominolas. John había tenido problemas con las drogas y temí que hubiera sufrido una recaída, a pesar de que decía sentirse más sano que nunca. Tal vez la presión de volver al estudio era mayor de lo que quería admitir. En un determinado momento me metí en aquella sala estrecha y vi a John al fondo, cogiendo algo del estante de un armario. Mi reacción instintiva fue volver al estudio para no invadir su intimidad, pero él me vio y me indicó que me acercara mientras se ponía el dedo sobre los labios para que no hiciera ruido. Cuando estuve junto a él, volvió a meter la mano en el armario y sacó algo envuelto en una toalla.

–¿Quieres un poco? –me preguntó–. Pero no le cuentes nada a “Madre” –añadió con una mirada pícara–. No quiere que tome estas cosas nunca más.

Cuando abrió la toalla, no pude evitar reírme.

El tesoro secreto de John Lennon era una gigantesca barra de chocolate Hershey. Cortó un trozo para mí y otro para él. John cogió el suyo como brindando, sonrió y me dijo:

–Me alegro de volver a verte.

Unos años más tarde le conté la historia de la barra de chocolate a Bono, y le encantó la idea de que un Beatle, alguien que había estado expuesto a todas las tentaciones posibles, disfrutara tanto de algo tan sencillo como una golosina. Pasaba un poco de la medianoche y Bono y yo éramos los únicos clientes que quedaban en el restaurante del hotel Clarence de Dublín. Muchas cosas habían cambiado desde los comienzos de su banda, cuando estuvimos sentados en las escaleras de aquel mismo lujoso hotel mientras me contaba los sueños que tenía para U2. Ahora, él y The Edge, su colega del grupo, eran los propietarios de Clarence. Yo le acababa de hacer una entrevista de un par de horas sobre el último disco de U2, pero ya había apagado la grabadora y era Bono quien hacía las preguntas. Le gustaba que le contara historias sobre algunas de sus estrellas de rock favoritas, especialmente de John, Elvis y Bob Dylan.

Conozco a Bono desde que U2 vino a Estados Unidos por primera vez a comienzos de la década de 1980, y siempre he disfrutado mucho de estas charlas informales que siguen a las entrevistas. Desde el principio me impresionó su creencia en la capacidad del rock and roll para mejorar a la gente, que a mí me parecía la característica más destacada de esta clase de música. Pero también aprecio su interés por las historias que muestran el lado humano de sus ídolos. En un primer momento pensé que me hacía todas esas preguntas desde su faceta de fan, pero a medida que U2 se convertía en un grupo cada vez más exitoso me di cuenta de que a Bono le daba seguridad enterarse de los aspectos más personales de sus héroes. Muchos grandes artistas me han contado lo difícil que es encontrar un equilibrio entre el fervor y la atención que despiertan, y sus dudas, inseguridades y necesidades íntimas.

Con el tiempo, empecé a detectar en Bono muchas de las cualidades de sus ídolos, especialmente de John. Habrían podido ser grandes amigos. A John le habría encantado la pasión de Bono por Elvis, desde luego, pero, por encima de todo, su capacidad para hacer campaña por sus convicciones sociales. Como John, Bono cree decididamente que el cambio social es posible y no un sueño utópico. John, más que nada, se dedicaba a cantar sobre ello, pero Bono siente la responsabilidad de emplear su fama para hablar sin intermediarios con los dirigentes mundiales de la economía y la política. Asimismo, para Bono es muy motivador, a la hora de escribir sus canciones, observar de primera mano el impacto que tiene el rock and roll sobre esas personalidades. “Lo veo en toda la gente que conozco, se trate de Bill Clinton o de Bill Gates”, me contó. “La música rock ha dado forma a sus valores sociales. Cumple una función de guía en el mundo moderno.”

Bono y yo seguimos conversando durante un par de horas más; hablamos de cuando le preparé el repertorio a Dylan en Israel, de cuando fui a visitar a Leonard Cohen, otro de sus músicos favoritos, en una colonia zen cerca de Los Angeles, y de todas las veces que vi a Elvis en Las Vegas. Ya le había contado antes algunas de estas historias, pero él disfrutaba escuchándolas de nuevo. Al final tuve que irme; al día siguiente tenía que levantarme a las siete de la mañana para tomar un avión a Londres. Durante ese vuelo, volviendo a casa, pensé en lo que había dicho Bono sobre la capacidad de la música para cambiar los puntos de vista y los valores de la gente, y me di cuenta de lo mucho que, también a mí, me había afectado escuchar este sonido revolucionario a lo largo de los años.

Siempre he pensado que una de las cosas más difíciles para un crítico de rock es concentrarse en aquellos músicos que contribuyen a que el rock crezca como arte. En mi búsqueda de estos artistas, con frecuencia acababa escribiendo sobre promesas que no llegaban a cumplirse: artistas que se quedaban sin ideas, que terminaban autodestruyéndose o que renegaban de sus ideales musicales con la esperanza de aumentar las ventas. Pero también he sido lo suficientemente afortunado como para conocer a los artistas más importantes de la era del rock.

Soy consciente de las tremendas limitaciones que el rock puede imponer en la vida privada de un artista; con frecuencia, hay más drama fuera del escenario que sobre él. Al fin y al cabo, para ser una estrella basta con tener suerte y un sonido comercial, lo cual explica por qué tantos músicos mediocres llegan a coronar las listas de ventas. Pero convertirse en un verdadero artista exige un talento enorme, una gran ambición, un punto de vista original y una tenacidad indestructible. He sido testigo de cómo ciertos artistas triunfaban gracias a su tenacidad, y de cómo otros sucumbían por no tener la suficiente.

También he hablado con miles de fans sobre lo que esperan de la música. Algunos buscan solamente entretenimiento; otros, una manera de canalizar sin trabas su enfado y sus ansias de rebelión; a otros les gusta una banda porque les gusta a sus amigos, pero también hay quienes valoran a los artistas con visión y técnica suficientes para levantarles el ánimo y servirles de inspiración. En el rock and roll no existen recetas. Cada uno de nosotros tiene su propio ADN musical y sigue su propio camino en lo que a la música respecta. Sin embargo, sí hay un elemento común, algo que ayuda a infundir confianza y esperanza a millones de aficionados en esos momentos de la vida en que casi nada tiene sentido.

Si algo tienen en común Elvis Presley y Chuck Berry, Johnny Cash y Ray Charles, Los Beatles y Bob Dylan, es la antigua idea norteamericana de que cualquier individuo puede llegar a destacar, sea un camionero de Memphis o un pianista ciego del sudoeste de Georgia. El rock and roll es la promesa de un tiempo mejor, y los mejores artistas difunden ese mensaje con una dedicación casi apostólica. Siempre he confiado en ese mensaje liberador, y probablemente por eso los artistas que más me conmueven son los que luchan por mantener viva la promesa.

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