Domingo, 20 de marzo de 2011 | Hoy
TELEVISIóN > SE ESTRENA RUBICóN, UNA GRAN SERIE PARANOICA
La señal de cable detrás de Mad Men quiso expandir su gran momento metiéndose en la trastienda de otro de esos mundos donde se toman decisiones que afectan a éste. Así, las agencias de publicidad de los ’50 y ’60 dieron paso a una agencia secreta de los 2000 que se dedica a pensar todas las posibles amenazas, catástrofes y atentados que corren bajo la superficie del río de nuestras vidas cotidianas. La buena noticia es que es buenísima. La mala, que sólo hicieron 13 capítulos. Y la otra buena es que se estrena esta noche.
Por Rodrigo Fresán
La cosa, dicen, fue más o menos así: El Rubicón –o Rubicone, río breve pero torrencial al noreste de Italia, aguas de color rojo sangre por su fondo de arcilla– era, por los días del Imperio Romano, frontera natural y simbólica y política de muchas cosas: línea que separaba a la república del imperio, límite entre el territorio de Roma y la Cisalpina y cuyos bordes no podían ser cruzados por ningún general en armas. La noche del 11 al 12 de enero del 49 a.C. un general decidió cruzarlo con la espada desvainada y diciendo aquello de “Alea iacta est”, lo que equivale a “La suerte está echada” o “Allá vamos” o “Lo vamo’ a reventá’”. El general en cuestión se llamaba Julio César, el resto es Historia y, desde entonces, se utiliza la expresión “cruzar el Rubicón” como reflejo automático de punto de no retorno, de imposible dar marcha atrás, de estamos jugados, de que Júpiter nos acompañe y proteja.
O de que, al menos, nuestros superiores no soliciten nuestro despido.
Y cuando digo “despido” no me refiero a algo tan simple e inofensivo como quedarse sin trabajo y poner los efectos personales dentro de una caja y pasar por personal.
No, cuando digo “despido” quiero decir eso que ocurre cuando alguien, personalmente, ordena meter a nuestra persona dentro de un cajón.
Y después, cruzando la calle, arrojarlo al río.
Y de eso trata la excelente y desafortunada serie Rubicón con la que la AMC quiso reforzar su apuesta de Mad Men. Excelente porque es excelente. Desafortunada porque apenas alcanzó los trece episodios de una primera y única temporada.
Y, sí, Rubicón –¿Paranoid Men? ¿American Paranoid?– podría definirse como una cruza de Mad Men con The Wire: el tempo lento es el mismo de la última y, de la primera, se insiste en la disección en vida de un determinado ambiente profesional. Sólo que aquí no se trata de drogas duras y slogans adictivos sino –como en las anteriores, brillante reparto de rostros no demasiados conocidos– de uno de esos think-tanks patrocinados por las agencias de inteligencia cuya misión es ponerse a pensar y decodificar todas las posibles amenazas y catástrofes y atentados a cargo de seres peligrosos que se arrastran por debajo de nuestra cotidianidad. Bienvenidos al API (el American Policy Institute), bunker de cerebros de alto coeficiente y más bien escaso sentido práctico (ah, las torpezas que comete el bueno de Will cuando se sabe seguido y vigilado y perseguido) con terraza para fumadores y neuróticos al pie del puente de Brooklyn y a pocos metros del Hudson. Pero en Rubicón –donde las esposas y los novios no tienen la menor idea de en qué trabajan sus parejas– todo es underground, debajo del agua, classified y a escondidas, con tunnel-vision periférica y restringida, hermético y envasado al vacío. La procesión va por dentro y la confabulación por fuera. El jingle publicitario y la jerga de dealers y policías son reemplazados por el mensaje cifrado en las tripas de un crucigrama y, enseguida, empieza a morir gente, empleados, amigos. Pero sin persecuciones ni explosiones. A lo sumo un accidente de tren. O un disparo seco. Y los micrófonos escondidos en los lugares menos pensados mientras todos piensan tanto, tanto, tanto...
Y todos son el siempre con bolsito al hombro y parco y canoso viudo Will Travers cuya esposa e hija murieron en el ataque al World Trade Center (James Badge Dale). Un tipo corriente con una profesión rara que un día decide cruzar para ver qué hay del otro lado. Y del otro lado está, siempre, el Lado Oscuro. Y, con él, cruza o ya cruzaron hace rato su equipo de anticipadores de lo peor que puede llegar a ocurrir (mi favorita es la adicta y volátil y junior Tanya MacGaffin, pero todos tienen su punto). Y Margaret “Maggie” Young: una secretaria con cintura de avispa y cara de mosquita muerta (Jessica Collins). Y el jefe inmediato de Will: el implacable y cínico y gay y ex black-op de la CIA Kale Ingram (el formidable Arliss Howard). Y el jefe de todos: el todavía más mortal y más cínico Truxton Spangler (el tremendo Michael Cristofer) con su particulardicción y tono oscilante de voz. Y allí afuera hay una viuda de suicida millonaria que no entiende muy bien qué pasó (Miranda Richardson como Katherine Rhumor), una vecina sexy a quien las idas y vueltas de Will parecen divertirle un poquito demasiado, un ex empleado con las neuronas quemadas de tanto predecir complots, un chacal terrorista musulmán/norteamericano de nombre Kateb... y por encima de todos ellos y ellas, la Atlas Mac Dowell: un ominoso y turbio conglomerado empresarial donde se gestiona con gran éxito la sensación de habernos mudado a un mundo exactamente igual al que Philip K. Dick llevaba en su cabeza allá por los años ‘70. Ya saben: hoy estamos y mañana... ¿dónde estamos? Algo que es un sentimiento y que no puede parar y que remite directamente –en mística y estética– a películas pequeñas pero eficientes y peligrosas como Los tres días del Cóndor, Klute, The Parallax View, La conversación y –por supuesto– Todos los hombres del presidente de las que descienden, muy de tanto en tanto y cada vez menos, joyas solitarias como Michael Clayton. Ya saben: tramas y tramoyas que son producto directo de la muerte cierta pero incierta de JFK, de la debacle de Vietnam, de los pasillos de un hotel llamado Watergate tanto más embrujado que el Overlook de El resplandor. En Rubicón no es que los fantasmas existan o no, sino que todos, absolutamente todos, creen en ellos.
Y el asunto empezó muy bien. El primer y doble episodio de Rubicón con sus inquietantes tréboles de cuatro hojas –1 de agosto del 2010– fue el debut más exitoso en la historia de la AMC. Pero enseguida empezaron a oírse las primeras quejas (“La... serie... más... lenta... jamás... filmada...”, escribió alguien; “No se entiende nada”, se quejó algún otro; “Lo más parecido al ritmo de esos filmes para entrenamiento técnico y la lucidez de una obra maestra del cine checo sin subtítulos”, ironizó aquel) y enseguida, sí, la suerte estuvo echada. Hubo, parece, conflicto de intereses entre el creador Jason Horwitch (al que en su momento le levantaron su Carnivale y quien partió de aquí al poco tiempo) y el productor Henry Bromell. Y –al igual que con The Wire, que aun así tuvo la suerte de ser sostenida a regañadientes por la HBO hasta crecer a culto– los ratings no acompañaron y pronto se anunció que la serie no iría más allá del cierre de temporada del 11 de noviembre del mismo año. La AMC emitió un terso y críptico comunicado digno de la API donde lamentaban la oportunidad más desperdiciada que perdida. Y yo me quedé muy triste hace unas tres semanas cuando el Canal + español emitió el último y, por una vez, muy apresurado capítulo donde, por una vez, pasaron demasiadas cosas y demasiadas cosas quedaron flotando aunque Rubicón se hubiera quedado sin agua. Tan solo un doble capítulo más habría bastado para cortar flecos sueltos y limpiar márgenes de anotaciones y líneas interrumpidas dibujadas en sus orillas. Pero no. De nada sirvió que Time la eligiera entre las diez series del año (Breaking Bad y Mad Men fueron primera y segunda, Rubicón fue novena) y hubo críticos que supieron entender su paso pausado y asfixiante como rasgo inevitable e imprescindible del ecosistema a retratar con trazos más cercanos al Smiley de LeCarré que al Bond de Fleming. Y, claro, son demasiados años de pirotecnia anfetamínica fast-forward estilo Alias y Bourne y 24, o de conjuras con efectos especiales como Expedientes X y Fringe, o de incesantes sinsentidos estilo Lost. Lo que elegía mostrar y demostrar Rubicón, en cambio, era algo mucho más atractivo y raro y, de algún modo, cercano a Catch-22 pero sin risas de fondo: la laaaaaaaaaaaarga espera hasta que los acontecimientos se precipitan. Esa tensa y ambarina calma que precede a la tormenta o, mejor dicho, a la crecida. Así que están advertidos: casi nada se comprende y poco pasa hasta algo así como el octavo o noveno episodio. Y todo parece transcurrir entre cafés y horas extras y brainstormings que recuerdan a ese chiste que un crítico recordó a propósito de la parsimonia de la serie: “¿Cómo reconoces al tipo extrovertido en una fiesta de una agencia de seguridad? Es el que está mirando no a sus zapatos sino a los zapatos de otro”.
Digan lo que digan, yo fui muy feliz y muy nervioso viendo Rubicón –y los zapatos de los personajes de Rubicón– mientras duró.
Ahora (tómense su tiempo, denle tiempo a Rubicón y, a pesar de la tristeza por su cancelación, hay algo de consuelo en estar seguros de que no se prolongará innecesariamente a lo largo de demasiados años) es el turno de ustedes para cruzar. O no.
La conspiración es un río que fluye.
Rubicón se estrena por I.Sat hoy, domingo 20, a las 21 y se repite durante toda la semana.
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