Domingo, 20 de marzo de 2011 | Hoy
CINE > ZACK “300” SNYDER FILMA UNA ALUCINANTE FUGA DE UN MANICOMIO FEMENINO
Por Mariano Kairuz
Cinco chicas en minifaldas dándose a lo bestia con enormes y robóticos guerreros samuráis, hordas de orcos y criaturas de la imaginación medievalista, dragones de aliento flamígero, o un ejército alemán de zombies en trincheras de la Primera Guerra: todo vale en los mundos que se acumulan como niveles de un videojuego en Sucker Punch, la última película de Zack Snyder, que el director viene promocionando desde hace tiempo como su “Alicia en el país de las maravillas con ametralladora”. Violenta fantasía de venganza y liberación, Sucker Punch camina —o, más que caminar, corre, salta, vuela y gira como un torbellino en el aire— sobre ese delgadísima cuerda que en el cine sex-ploitation suele dividir la celebración explosiva del girl power —la aventura de chicas superpoderosas que le hacen frente a lo que sea, destinada a hacer delirar a sus espectadoras—, de la action babe y desplegable central para adolescentes alzados que no ven la hora de que esas tremendas minifaldas queden pulverizadas en el fragor de la batalla digital. Es la misma cuerda que le gusta recorrer a Robert Rodriguez con sus femmes letales, aunque Snyder lo hace voluntariamente sin humor y por lo tanto ingresa en un territorio más inestable, arriesgándose con sus Sailor Moon carnales a dos puntas: o bien calentar la pantalla hasta incendiarla, o dejar la sala de cine tan fría como la sucesión de algoritmos que hay detrás de su barroca imaginería.
Antes de entregarse a ese vale todo en el que se superponen sin solución de continuidad su infinidad de referencias visuales, Snyder (que por primera vez trabaja con un guión original propio) nos zambulle en un mínimo pretexto argumental que traza la línea común con casi todas sus películas previas, al menos de 300 a la animada Ga’Hoole, la leyenda de los guardianes, pasando por Watchmen: una obsesión por el retrato de sociedades fascistas y sistemas represivos. En su impresionante secuencia inicial, ralentizada al ritmo de una rara versión de la ochentera “Sweet Dreams (Are Made of This)” de Eurythmics, conocemos a la angelical Baby Doll. En unos pocos planos sin diálogos nos enteramos de que su madre acaba de morir y vemos cómo, tras intentar rescatar a su hermana menor de las garras de un padrastro abusivo y grotesco, va a parar a un asilo psiquiátrico en el que, según se ha dispuesto, en pocos días se la someterá a una lobotomía destinada a “traerle paz”. Como la reciente La isla siniestra, la subvalorada película de Scorsese ambientada en un loquero, la historia de Baby Doll elige como escenario “real” los años ‘50 y sus oscuros relatos sobre la creciente intervención de la psiquiatría en la vida de los norteamericanos.
Y apenas acabamos de atravesar sin aliento la secuencia de títulos y no sabemos muy bien cómo pero ya la muñequita rota (Emily Browning) se encuentra con que el opaco pabellón al que fue confinada es también un colorido burdel donde las chicas son conducidas y entrenadas para el placer de otros por su madama, la doctora Vera Gorski, interpretada con un acento alemán divertidamente ridículo por Carla Gugino. También recurrente chica Rodriguez, Gugino es a los 39 la más veterana en un reparto de veinteañeras casi adolescentes, a la vez que la mejor actriz y el más potente y siniestro de los múltiples fetiches eróticos que pone en escena Snyder. Sus chicas llevan nombres de superheroínas porno como Sweet Pea (Abbie Cornish, por momentos sobrenaturalmente parecida a Nicole Kidman), Rocket (Jena Malone), Amber (Jamie Chung) y Blondie (la morocha Vanessa Hudgens, intentando despegarse de la imagen virginal que le impuso la saga High School Musical). A pesar de que ya están bastante curtidas cuando se conocen, Baby Doll consigue sumarlas a su delirante plan de escape, fuga mental y no sólo eso: las obligará a atravesar todos esos escenarios y situaciones en los que Snyder gastó buena parte de los más de 80 millones de dólares que le dio la Warner.
La condición que le puso el estudio para filmar un artefacto tan raro y tan caro fue la de entregar una película apta para adolescentes, mayores de 13 años, no más. Su inevitable consecuencia es que Sucker Punch no termina de ejecutar todo su potencial como fantasía de liberación. Todo funciona más y mejor en los momentos en que la película abandona toda racionalidad y culpa, y se dedica a mezclar imágenes refritadas sin otra lógica que la pura incandescencia hormonal, sin llegar nunca a prenderse fuego pero convirtiendo, al menos en esos momentos dispersos, la más berreta y menos sutil tapa de revista erótica (o el más convencional baile de caño) en alguna extraña pero efectiva forma de arte.
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