Dom 20.04.2003
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MúSICA

¡Bob mío!

Las mejores voces del gospel y el spiritual se reunieron para grabar Gotta Serve Somebody, un disco que exhuma buena parte de las canciones que Bob Dylan compusiera entre 1978 y 1983, luego de que una inesperada aparición divina lo convirtiera al más desenfrenado de los cristianismos. Rodrigo Fresán revisita esos turbulentos años de trance en que Dylan anunciaba el fin del mundo, arengaba al bautismo universal, denunciaba a la Unión Soviética por satánica y producía discos notables y exitosos como Slow Train Coming.

POR RODRIGO FRESAN
Es raro que un tipo para el que los domingos siempre fueron nada más que ese día que viene después del sábado y antes del lunes asegure de golpe que se ha convertido al más furibundo de los cristianismos. Pero es más raro todavía que el tipo en cuestión sea un judío llamado Robert Allen Zimmerman, mejor conocido en el mundo entero como Bob Dylan. Increíble pero cierto. Y la transformación mística tuvo lugar en una sola noche de 1978, en medio de una gira, en –las versiones divergen– San Diego o Tucson City, EE.UU., luego de que alguien del público le arrojara una cruz de plata al escenario y él se arrodillara a recogerla. Y semejante metamorfosis –que según los especialistas se mantuvo hasta finales de 1983 y deparó grandes canciones y un desconcierto todavía más grande– vuelve a quedar a la luz, tantos años después, en el flamante álbum Gotta Serve Somebody: The Gospel Songs of Bob Dylan. Un compacto expansivo donde se juntan grandes voces de la música gospel y spiritual para versionar canciones de aquellos venerables e incendiarios discos –Slow Train Coming y Saved–, alabar a Dios y honrar al Señor. Al Señor Bob Dylan.
Abrid vuestros misales en el himno titulado “When He Returns”. Ahora, todos juntos.

GLORIA
De acuerdo, siempre hubo síntomas, destellos. El mismo Bob Dylan definió alguna vez su disco John Wesley Harding como “el primer álbum de rock bíblico”, y varias de sus canciones (como las de buena parte de sus reverenciados bluesmen) desbordaban de alusiones a Dios y, sobre todo, al Diablo. Pero Dylan también se había reído del Sermón de la Montaña en “Up to me” y se había disfrazado de Jesús beatnik en “Shelter from the Storm”. Era como decir que Fellini (que, de acuerdo, murió bien confesado y muy temeroso) fue un católico ferviente porque inundó sus películas de curas, monjas y apariciones milagrosas en las afueras de Roma.
A finales de los setenta, Dylan experimentaba el que hasta entonces era su más intenso vía crucis. El rencor de los folkies neoyorquinos ante su éxito, la condena de los unplugged cuando se pasó a la guitarra eléctrica, las bestiales giras anfetamínicas, el accidente de moto que pudo haber sucedido o no... Pero nada se comparaba con la seguidilla de divorcio virulento y público de la madre de sus hijos, la resaca por la farra con la Rolling Thunder Revue, las burlas unánimes recibidas por su docudrama Renaldo y Clara y el desinterés –después de una serie de éxitos críticos y de ventas– por su nuevo disco Street Legal y por el, para muchos, “look estilo Las Vegas” con el que lo promocionaba por los escenarios de Estados Unidos, anunciando, desde el single “Changing of the Guards”, que “El Edén está en llamas”. Todo esto condimentado con polvitos mágicos para empolvarse la nariz (y la nariz de Bob es una nariz grande) y demasiadas novias de una noche y desayuno. La verdad sea dicha: debido a esos inevitables flujos y reflujos de la vida pop, pocos creían en Dylan por entonces. Y Dylan estaba listo para dejar de creer en sí mismo y ponerse a creer en algún otro.

GLORIA
En la profunda noche del alma, entre un concierto y otro, a solas en su habitación, Bob Dylan sintió que –son sus palabras– “Jesús se me apareció como el Rey de Reyes y el Amo de Amos y me movió la cama”. O algo así. Para la hora de los huevos revueltos y el café casi transparente, ya se consideraba un converso que acababa de renacer. Seis noches después, Dylan salía al escenario del Convention Center de Forth Worth, Texas, con una considerable cruz colgando del cuello y cambiando la letra de “Tangled Up in Blue”: la mujer que antes citaba versos de Dante ahora citaba versículos de la Biblia. Y Dylan no paraba de componer nuevas canciones y de conversar por teléfono con Mary Alice Artes, una amante que lo había dejado “para reencontrarse con el Salvador”, la inspiradora de nuevostemas como “Precious Angel” y “Covenant Woman”. De golpe, los últimos shows de ese tour mundial de 115 fechas –conocido entre los íntimos como “The Alimony Tour”, o La Gira Para Pagar el Divorcio– aparecían salpicados de melodías nuevas y letras de lo más espirituales, y –lo más desconcertante– el siempre parco Dylan ahora presentaba sus nuevas creaciones con largas diatribas religiosas en las que el apasionado cantante de protesta cedía su lugar sorpresivamente al más comprometido de los protestantes.
Terminada la gira, Dylan se enroló en las filas de la casi fundamentalista Vineyard Church of Christianity. Cuatro días por semana para leer la Biblia. Dylan –era de esperarse, así lo confirma otro de los fieles– siente un particular entusiasmo con el Libro de las Revelaciones y cuando les piden a los asistentes que narren sus sueños. El resto del tiempo Dylan se la pasa fumando un Marlboro tras otro en el estacionamiento de la iglesia, con el cuello de su campera de cuero subido hasta casi los ojos. Aun así aguanta tres meses y medio. Tiempo después comentaría: “El período de mi conversión religiosa forma parte de mi experiencia. Era algo que tenía que suceder. Cuando yo me meto en algo, me meto a fondo. No me quedo mirando desde afuera”.
Con el tanque lleno y el espíritu satisfecho, Dylan vuelve al camino y sus fans comienzan a sentirse ligeramente desconcertados. ¿Quién es ese tipo que desde el escenario les advierte que Jesús está en camino y que esta vez viene con una espada grandota para borrarnos a todos de la faz de la Tierra? Los periódicos y críticos empiezan a hacer correr la mala nueva: ahora, en un concierto de Dylan, es muy difícil oír “Like a Rolling Stone” y muy fácil oír “Knockin’ On Heaven’s Door” con una letra nueva en la que ya no era un cowboy agonizante el que golpeaba las puertas del cielo sino un rocker que había visto la luz y –para inquietud general– quería que todo el mundo la viera con él.
Para mediados de 1979, Dylan estaba listo para comunicarle su visión al mundo. Una visión que ha reemplazado aquello de “Ev’rybody must get stoned” por “Todos deben correr a bautizarse”. Y por una vez –a diferencia de su habitual sistema Ed Wood, de grabar rápido y sin repetir tomas– Dylan quería que su visión sonara bien. Así recluta la guitarra de Mark Knopfler y la batería de Pick Whiters (de Dire Straits, que llevaron al número 1 de ventas al muy dylaniano “Sultans of Swing”); se suman el bajo de Tim Drummond, session-man y miembro de la banda de Ry Cooder, los teclados de Barry Beckett, los bronces implacables de la Muscle Shoals Horns, las voces de Carolyn Dennis & Regina Davis, y –detalle impecable– la producción del legendario Jerry “Memphis” Wexler, famoso por sus trabajos para Aretha Franklin, Ottis Redding y Ray Charles.
Dylan llega a la primera sesión con un puñado de canciones nuevas que interpreta para los músicos en piano y guitarra. Knopfler piensa que es un chiste. “¿Es idea mía o todas las canciones son sobre Dios?”, pregunta con cautela. Wexler –cuando Dylan intenta convertirlo ahí nomás– le advierte: “Bob, estás hablando con un judío ateo confirmado de 62 años de edad. No gastes energía. Mejor hagamos un muy buen disco”.
Y el muy buen disco se hizo. Y Bob vio que era bueno.

ALELUYA
En principio, la idea era que las canciones de Slow Train Coming las grabara otro u otra: alguna estrella de la música spiritual y gospel. “Esas canciones me daban un poco de miedo”, le confesó Dylan al siempre extático Bono no hace mucho. Pero al final Dylan se hizo cargo y puso todos los pecados y toda la carne en el asador. Las canciones se dividían claramente en dos grupos: las que agradecían la iluminación recibida y las que condenaban la oscuridad de los otros. Para Dylan –ése era el motor oculto en su nueva encarnación– el fin del mundo estaba cerca, la Unión Soviética e Irán eran instrumentos de Belzebú y ya era hora de que “lossheiks dejaran de pasearse por su patria como reyes decidiendo el futuro de América desde Amsterdam o París”. En “Precious Angel” advertía que “se cree o no se cree, y no hay terreno neutral”, mientras que en la despojada y final “When He Returns” aseguraba que Jesús venía esta vez con ganas de patear templos y se había acabado toda esa tontería de ofrecer la otra mejilla. Rolling Stone –en una reseña de dos páginas firmada por su director, Jan Wenner– señaló que Slow Train Coming, más allá de su temática, era uno de los mejores discos de toda su carrera: Dylan sonaba y cantaba como nunca, y “su voz es el regalo más grande que Dios alguna vez le pudo haber hecho”. Tenía razón. Y –sorpresa– Slow Train Coming subió en los rankings y permaneció allí durante veintiséis semanas hasta convertirse en el segundo álbum más vendido en toda la carrera de Dylan hasta entonces. Milagro: Slow Train Coming vendió más que Blonde on Blonde y Blood on the Tracks y, por si todo esto fuera poco, la letra juguetona de la canción-reggae “Man Gave the Name to All the Animals” terminó convertida en un exitoso libro para niños.
Distinto era lo que ocurría en sus shows, donde un Dylan flamígero y arcangélico arremetía contra árabes, judíos, homosexuales, cantantes pop que “se prostituían cantando semidesnudas” y diversos perros infieles con una intensidad por lo menos incómoda, pero también –hay que decirlo– fascinante. Los conciertos de Dylan se habían convertido en verdaderas performances, y el aire de su protagonista oscilaba entre el de un pícaro a la Robert Mitchum en La noche del cazador y el de un Jim Jones eléctrico con ojos pintados y camisa abierta.
Testigo de esa nueva gira que comenzó el 1 de noviembre de 1979, el New Musical Express de Inglaterra tituló con ironía: DYLAN & DIOS: ES OFICIAL.

HOSANA
Ah, Dylan no paraba de componer y ahora los shows estaban armados nada más que con canciones devocionales, y al que no le gustara ya sabía dónde estaba la puerta. Y por primera vez en la historia no era demasiado difícil conseguir entradas para uno de sus conciertos. Y el público gritaba “¡Rock and Roll!” y Dylan respondía que “no habrá rock and roll hasta que el Anticristo que está suelto aquí esta noche muestre su rostro y pida clemencia, amiguitos”. Y las críticas eran espantosas. Y Dylan decidió volver a los estudios y grabar Saved, una virtual continuación de Slow Train Coming –con buena parte de los músicos de aquél y Wexler una vez más en la consola– y ya empezaba a sentirse la fatiga de materiales. Saved no le gusta a nadie ya desde su horripilante portada (no está de más apuntar que Slow Train Coming, Saved y Shot of Love, la trilogía cristiana de Dylan, comparten una espantosa dirección de arte), y los mismos que se habían prosternado ante el primero ahora se burlan del segundo. Aunque la cosa a Dylan no parece preocuparlo mucho: también se rieron de Jesús después de idolatrarlo, ¿o no?
La verdad sea proclamada: Saved (1980) no es tan malo, pero sí más patológico. Lo que no quita méritos a las tumultuosas “Solid Rock” y “Pressing On”, las dulces “Covenant Woman” y “Saving Grace” y ese solo de armónica en “What Can I Do For You?”. En cualquier caso era mucho mejor y más compacto que Shot of Love (1981), donde ya todo está como colgado con alfileres y en cuyos alrededores se manifiesta el furioso single “The Groom Still Waitin’ at the Altar” (con el que gana su primer Grammy) y en su final, como una caricia redentora, “Every Grain of Sand”, una de las mejores canciones de Dylan: un tema religioso que cita directamente la Biblia, sí, pero apelando ahora a una forma cósmica y pacífica y privada de entender la religión. Alguien del entorno del artista comenta lo que ya es sabido: “Dylan es un explorador. Y cuando ya no queda nada que explorar, a otra cosa”. En 1983, Dylan edita un disco con tapa linda (en la que da la cara) y título revelador: Infidels. Producido por Mark Knopfler –a quien Dylan casi enloquece cambiándole sus mezclas de lugar ydescartando los mejores tracks–, Infidels insiste en visiones apocalípticas que otra vez, como en los viejos tiempos, están más cerca de William Blake que del Vaticano. “Ya no hay seguridad ni en el palacio del Papa”, canta allí Dylan, y están los que aseguran que por entonces Dylan se hizo un tiempito para grabar todo un disco de canciones hasídicas que algún día será recuperado de las bóvedas de la Columbia Records. Lo que sí es seguro es que Dylan había vuelto a creer en sí mismo. Después de todo, Jesús no había llegado y Satán se había ido a dormir la siesta: mejor dejar el fin del mundo para otro día.
Infidels era su mejor álbum en mucho tiempo. Y, sí: al tercer disco, Bob resucitó.

AMÉN .
Aquí y ahora, Gotta Serve Somebody - The Gospel Songs of Bob Dylan recupera aquella extraña época cristiana y lo hace a lo grande: escogiendo las mejores canciones de Slow Train Coming y Saved, volviéndolas a grabar con músicos de aquella bendita banda (a la que se suman invitados estrella como los tecladistas Billy Preston y Spooner Oldham) y prestándoselas a las voces de venerables de la misa movidita como Shirley Caesar (que a pedido de Dylan cantó “Gotta Serve Somebody”, ganadora de diez Grammy, mientras Bob recibía el premio Lifetime Achievement en el Kennedy Center en 1997, de manos de Bill Clinton, otro pecador), Lee Williams And The Spiritual QCs (“When You Gonna Wake Up”), Dottie Peoples (“I Believe In You”), Los Fairfield Four (que aparecen en la O Brother, Where Art Thou? de los Hermanos Coen y se encargaron entonces de “Are You Ready”), los Sounds Of Blackness (“Solid Rock”), Aaron Neville (“Saving Grace”), Helen Baylor (“What Can I Do For You?”), el Chicago Mass Choir (“Pressing On”), los Mighty Clouds Of Joy (“Saved”), Rance Allen (“When He Returns”) y un último tema que es la hostia: Bob Dylan y la portentosa Mavis Staples cantando a dúo un “Gonna Change My Way Of Thinking” reescrito especialmente para la ocasión.
La crítica ha celebrado la idea. “Dylan reclama para sí otro rincón más de la música popular americana”, “Dylan se nos revela como uno de los más grandes autores de música gospel” y “¡Wow!” son algunos de los comentarios en la prensa de estos días; los especialistas del espíritu santo cantado aseguran que toda iglesia que se respete debe tener una copia en su sacra discoteca. Y lo cierto es que Gotta Serve Somebody está muy por encima de los cada vez más habituales tributos colectivos que se le ofrecen a Dylan, al mismo tiempo que permite vislumbrar, desde otro ángulo, uno de los períodos más fértiles y apasionados del artista.
Ya se sabe lo que ocurrió después. Durante el resto de los ochenta, Dylan fue poseído por el demonio: vestuario ridículo, discos grabados casi en la ducha (la decadente y perversamente fascinante trilogía compuesta por Empire Burlesque, Knocked Out Loaded y Down in the Groove), actuaciones en películas risibles y clips sórdidos para MTV, apariciones fantasmales en “We Are the World”, intervención catastrófica en el Live Aid. Después –como de costumbre– reaparición con el exitoso chiste de los Travelling Wilburys y el portentoso Oh Mercy para casi enseguida, luego del extraño Under Red Sky, desaparecer detrás de discos de covers primitivos, recibir homenajes varios, flirtear con la muerte por una infección cardíaca y salir de terapia intensiva con Time Out of Mind, y darse una vueltita para cantarle al Santo Padre (cobrando, claro). Y quién puede predecir qué ocurrirá mañana.
Con Dylan –el mismo Bob de siempre– nunca se sabe.
Mientras tanto y hasta entonces, un último, atendible y bíblico detalle: Love and Theft, su última obra maestra, salió a la venta el 11 de septiembre de 2001. Esa mañana inolvidable en que los aviones decidieron atravesar edificios.
Apocalipsis Bob ataca de nuevo. Ahora y siempre.

Nota para fanáticos religiosos: los sermones improvisados durante los conciertos de la gira JesusBob Superstar fueron recopilados en forma de libro. Todo lo que allí sucedió es diseccionado en textos con títulos encendidos como “Restless Pilgrim: The Spiritual Journey of Bob Dylan” (“El peregrino incansable: el viaje espiritual de Bob Dylan”), de Marcia Ford, y “Prophecy in the Christian Era: A Study of Bob Dylan’s Work from 1961 to 1967 Emphasizing His Use of Enigma to Teach Ethics & Comparing Him to Dante Alighieri & Other Poets” (“La profecía en la era cristiana: un estudio sobre la obra de Bob Dylan entre 1961 y 1967 con el énfasis puesto en su utilización del enigma para enseñar ética y comparándolo con Dante Alighieri y otros poetas”), de Jenny Leden. Lectura imprescindible sobre el asunto: el ensayo “Dylan: What Happened?” (“Dylan: ¿qué pasó?”) de Paul Williams, incluido en su libro Bob Dylan: Watching the River Flow).

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