MúSICA >THE CULT, DE VUELTA EN ARGENTINA
En la década del ’80, The Cult se elevó sobre el páramo musical de sintetizadores y soul blanco con psicodelia, actitud punk, glamour y, más tarde, un rock & roll poderoso que despertó a sus contemporáneos a las patadas. Incomprendidos por la prensa, enormemente influyentes y camino a ser clásicos, la banda de Ian Astbury y Billy Duffy sigue dando uno de los mejores shows de rock del mundo, ubicándose más allá de cualquier revival y con una actitud que les permite tanto escapar de la decadencia como de vivir de la gloria pasada.
› Por Santiago Rial Ungaro
A esta altura ya todos deberíamos saberlo: en los ’80 el tiempo se detuvo. Nos guste o no, los ’80 nunca terminaron. Basta prender la radio, la televisión o abrir un mail para escuchar “música de los ’80”, los “hits de los ’80” o para enterarse de alguna “fiesta temática de los ’80”. Pero basta con haber crecido en esa auténtica “década infame” para saber, de primera mano, que ese eterno sueño ochentoso fue, desde el principio, una verdadera pesadilla. Más allá de la calidad de algunos de los “hits” de esta década, desde adentro, para el que creció en esos tiempos, está claro que los sonidos de casi todos esos teclados que en su momento fueron el no va más hoy en día causan risas incómodas e incrédulas, y que el soul de ojos azules de cuarta mano ayudó a moldear a una generación de seres dormidos. Que los ’90 hayan sido aún peores no nos debe confundir sobre algo muy simple: los ’80 fueron un bajón.
En ese contexto, justo a la mitad de la década, en Inglaterra apareció una banda como The Cult, un grupo de rock que salía de una escena con cierta estética gótica, y que conjugaba una actitud punk, un glamour innato e insólito con un sonido psicodélico y desafiantemente rockero.
The Cult (en realidad un dúo integrado por el cantante Ian Astbury y el “guitar hero” Billy Duffy, acompañados siempre por muchos otros músicos que fueron entrando y saliendo según las necesidades o caprichos de los líderes de este culto) le enseñó a toda una generación que podía existir una música que fuera a la vez sexy, misteriosa, apasionada y electrizante. “Es menester que sea rock”, decretó en algún momento Pappo, aunque lo cierto es que El Carpo nunca tuvo un cantante así. Y si lo hubiera tenido probablemente le hubiera dado con la guitarra en la cabeza: Ian Astbury, además de ser magnético y salvaje, tenía cierta belleza exótica, según él consecuencia de la sangre sioux que corría y aún corre por sus venas.
Claro que esta imagen exuberante (de la que tomaron nota en distintos continentes desde el aún ignoto Axl Rose hasta el por entonces punkísimo Pil Trafa) no era lo única virtud de la banda: Ian Astbury tenía (y aún mantiene) una voz inconfundible grave, profunda, con fuerza y amplitud de registro para rockear y gritar como un poseído, pero también con la técnica y la sensibilidad necesarias para cantar como un auténtico crooner. Una voz que le valió, en el 2002, ser elegido para reemplazar al Rey Lagarto en el bizarro pero fascinante regreso de The Doors. Pero volvamos a 1985, año en que sale editado el disco Love, en el que desde la tapa los jeroglíficos egipcios daban una pista de su contenido musical: allí, y en todos los discos de The Cult, el contrapunto exacto para la voz de Astbury se lo daban las guitarras de Billy Duffy, cuya actitud canchera siempre se apoyó en su enorme talento para armar, en base a riffs tan enigmáticos como recordables, solos furibundos y a la vez melódicos y todo tipo de sutilezas y manierismos guitarrísticos, una música que, efectivamente, tenía mucho de culto, de secta. El simbolismo de sus letras, sus referencias al Nirvana y la lluvia, con sus Angeles Negros, sus hombre huecos, su chicas que vendían santuarios y sus citas a San Francisco de Asís se las ingeniaban para que el rock mítico (el de la psicodelia, el de justamente The Doors, los Stones, Hendrix o Led Zeppelin) volviera a imponerse en pleno furor de las vinchas flúo y los pantalones de jean nevados.
En su búsqueda de lograr una personalidad propia, un sonido mítico dotado de poderes mágicos, los The Cult empezaron a desarrollar un universo onírico: Dreamtime, un buen álbum debut, salió editado en 1984 y marcó el primer encuentro entre Astbury y Duffy y los primeros desencuentros con la prensa inglesa que, tan puntuales para el snobismo como para el té de las 5 de la tarde, se burlaron ácidamente de su look fantasioso, sin reparar en que para hacer esa música tan extraordinaria hacía falta justamente tener esa imagen extravagante.
Pero, ya que lo que no mata fortalece, con Love, The Cult se convirtió en grupo importante, poderoso que, sin perder su mística rockera y su imaginario tan pletórico de simbolismos, se convirtió en una banda cada vez más popular. Y así, en 1997 logró darle forma a otro disco histórico. Producido por Rick Rubin (que ya se había convertido en una celebridad por haber producido a los Beastie Boys), el disco es probablemente el mejor disco de rock & roll de los ’80. Y acá el acierto es en gran medida de Rubin, ya que The Cult había grabado el disco en Inglaterra, y habían ido a los Estados Unidos para convencerlo a Rubin de que les hiciera un remix de “Love Removal Machine”, despreocupado choreo al riff de “Start Me Up” de The Rolling Stones y temazo por mérito propio. Y Rubin aceptó, pero sólo si lo grababan de nuevo. Después los convenció de grabar de nuevo todo el álbum, que también significó un cambio de dirección para la banda: el sonido de Electric era más pesado, metalero, con influencias de Zeppelin y AC/DC y un cover de “Born to Be Wild” de Steppenwolf que, al lado de “Lil Devil”, “Wild Flower” o la nueva versión de “Love Removal Machine” parecía un tema propio.
Después de Electric, se diría que para The Cult su obra maestra fue también su perdición: aunque haya vendido un millón de discos, aunque tenga canciones que en vivo se suman con dignidad a los clásicos de The Cult (como “Fire Woman”, “Edie (Ciao Baby)”, (dedicada a Edie Sedgwick) o “Sweet Soul Sister”, con Sonic Temple (1988), The Cult se convirtió en una banda de rock americana. De hecho, la producción del disco es de Bob Rock, el productor de Aerosmith. Y es que a partir de ese momento, con nuevos managers, nuevas novias, nuevos amigos (como los Guns n’ Roses) y seguramente nuevos dealers y nuevas groupies, The Cult mutó su identidad: su sonido se volvió cada vez más metalero, con discos como Ceremony, de 1991, y Beyond Good and Evil, del 2001; más allá de algunos aciertos, la magia se perdió. Quizá la cultura americana y la entrada del grupo en el show bizz y el rock de estadios hayan ayudado a que el grupo se terminara convirtiendo en una caricatura de sí mismo, que sólo es posible cuando un grupo tiene una personalidad.
Y es que, si el arte verdadero (el que buscaban los alquimistas) siempre tiene que ver con saber conciliar los opuestos, es probable que, más allá de las críticas despiadadas y la incomprensión, el The Cult de los ’80 se haya nutrido de manera más original y estética en el Reino Unido que en EE.UU. Y más allá de algunas iniciativas muy reveladoras sobre la importancia histórica de una banda como The Cult (como el festival A Gathering of the Tribes, que Ian Astbury organizó en 1991 en Los Angeles y San Francisco con artistas como Soundgarden, Ice T, Indigo Girls, Queen Latifah, Iggy Pop, The Cramps, The Charlatans y Public Enemy, que duró dos días en los que asistieron 40.000 personas e inspiró el comienzo de Lollapalooza, que arrancó justamente en 1991), las consecuencias de irse a vivir a Estados Unidos fueron que lo que antes era sofisticado se volviera vulgar. Lo que no les impidió en su última visita, ni les impedirá, por supuesto, seguir siendo en vivo uno de los mejores shows de rock & roll del mundo. Y es que The Cult está más allá de cualquier revival y su música nos confirma el potencial del sonido para hacernos tomar conciencia de que estamos vivos, y que, aquí y ahora, al final de cuentas, el tiempo no para.
The Cult toca en Buenos Aires el martes 10 de mayo en el Estadio Cubierto Malvinas Argentinas, Gutenberg 350, La Paternal, junto a Cuarteto de Nos y Utopians. Arranca a las 19; entradas desde $ 200. Y el 11 de mayo en Teatro Colegiales, Federico Lacroze y Alvarez Thomas, junto a Coverheads; entradas desde $ 300.
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