ENTREVISTAS > EL DIRECTOR DEL PROGRAMA QUE BUSCA VIDA EXTRATERRESTRE SE QUEDA SIN FONDOS
Aunque las probabilidades lógicas son altas, la humanidad apenas exploró el 0,0000005 por ciento de una sola galaxia y ya languidecen sus esfuerzos por captar señales de vida inteligente en el universo. El instituto SETI, que tantos millones le redituó a Hollywood, ya no recibe fondos de la NASA y sobrevive con donaciones privadas. Las últimas naves continúan en el espacio por inercia. Y las 42 antenas del proyecto ATA (financiado por el cofundador de Microsoft) entraron en hibernación. Sin embargo, el astrónomo Seth Shostak, responsable de SETI, es optimista y empecinado. En esta entrevista explica por qué.
› Por Federico Kukso
Desde Washington
“Ni siquiera nos pusieron en los créditos finales.” Al hablar de la película Contacto (1997), de Robert Zemeckis, al astrónomo estadounidense Seth Shostak se le transforma la cara como si fuera gelatina. No lo quiere recordar pero finalmente –y luego de varios intentos fallidos para extraerle una respuesta con un sacacorchos– lo recuerda. Al fin y al cabo, el film que coronó a Jodie Foster como la reina científica del cine (trono que comparte con Sigourney Weaver) y les quitó el verde a los alienígenas, hizo que la iniciativa que dirige este hombre canoso y habitué de varios programas de Discovery Channel, el Instituto SETI (acrónimo de Search for ExtraTerrestrial Intelligence o Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), dejara de ser en sólo 150 minutos de película una iniciativa conocida por unos pocos para convertirse en una apuesta de comunicación intergaláctica conocida por muchos.
“Aun así Hollywood nos pagó con la indiferencia. Conseguimos que más gente supiera un poco de nuestras investigaciones aunque no logramos captar el interés de los políticos: en los últimos años hemos perdido los fondos de la NASA –revela con gran aplomo este fanático de la ciencia ficción en medio del caos creativo habitual que caracteriza a cualquier mega congreso científico, en este caso el de la American Association for the Advancement of Science (AAAS), realizado en la capital estadounidense–. Ahora recibimos donaciones privadas y ya casi no nos alcanza la plata para mantener funcionando los equipos. En el Instituto SETI somos sólo diez las personas que buscamos señales de vida inteligente extraterrestre. A los gobiernos ya no les interesa esta búsqueda.”
A 50 años de la pérdida de la virginidad espacial del ser humano y de los primeros intentos para contactarse con alguien –o algo– allá afuera, el estado de abandono de proyectos colosales como el llevado a cabo por este grupo de científicos expone la extinción de un fuego hasta no hace mucho vivo: aquel que en los ’60 y ’70 del siglo pasado movió a naciones enteras, a ejércitos de ingenieros, industrias, presidentes, políticos y demás entusiastas y soñadores a querer romper la cadenas que nos atan a esta roca de 4500 millones de años llamada Tierra y reclamar nuestro lugar en las estrellas.
En días, meses, años, décadas (o sea, nada en comparación de las laxas escalas temporales del universo), el cielo se volvió más negro de lo que ya era. Al mismo tiempo que el espacio se instalaba en los folletos turísticos como un destino para millonarios tan exótico como visitar los fiordos islandeses o tomar sol en Groenlandia, los astronautas dejaron de ser los héroes planetarios, aquellos próceres vivientes a imitar y admirar, para hundirse en el anonimato y ganarse la indiferencia del planeta que –además de anular el futuro como campo de juegos de la imaginación– dejó de mirar hacia arriba (o afuera) como proyección de un deseo o inquietud interna.
Es cierto, varias naves-robots continúan siendo enviadas al infinito y más allá: la sonda Messenger orbita en estos momentos Mercurio, la New Horizons está viajando furiosamente rumbo a Plutón, la Cassini fotografía con rabia a Saturno, la Epoxi persiguió a un cometa y la nave Dawn tiene agendada una cita con los asteroides Vesta y Ceres en 2012 y 2015. Pero se tratan en realidad de un reflejo, una especie de movimiento inercial o resistencia a aceptar una derrota histórica, un renunciamiento al cosmos.
El espacio se vació de glamour un minuto después de la medianoche del 31 de diciembre del año 2000 cuando, ya instalado el año 2001 –fecha mítica de la ciencia ficción– la realidad nos explotó en la cara y nos invadió la decepción ante tanta promesa incumplida de vacaciones en Titán, ciudades en Marte y partidos de fútbol en la Luna.
La tijera presupuestaria no tardó en ensañarse con los grandes programas espaciales y así procedió a cortarlos de raíz: por ejemplo, el transbordador Discovery se jubila en septiembre de este año, se canceló el Proyecto Constellation, que iba a volver a poner a un ser humano en la Luna, y ahora se podan los fondos que mantenían en acción a las orejas espaciales del Instituto SETI, el Allen Telescope Array (o ATA, llamado así por el cofundador de Microsoft, Paul Allen, quien donó el dinero para el proyecto), un conjunto de 42 antenas (de las 350 originalmente planeadas), que se encuentran a 450 kilómetros de San Francisco.
“El ATA actualmente está en hibernación”, salió a decir uno de los encargados del Instituto SETI, Tom Pierson, al enterarse de que ya no iba a contar con el millón y medio de dólares necesarios al año para mantener a estas antenas de seis metros de diámetro funcionando.
La cara de Seth Shostak, también conocido por lo bajo como “el Carl Sagan del siglo XXI”, sigue sin poder esconder lo que el cerebro de este investigador realmente piensa. “Es como si a la armada de naves de Cristóbal Colón, recién salidas de Cádiz, se le hubiera ordenado volver a España”, suelta con la expresión de querer matar a alguien y sin dejar de experimentar con analogías náuticas. “Es como mandar al capitán Cook al Pacífico Sur sin alimento ni provisiones.”
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que el universo encarnaba la esperanza, el espacio de la posibilidad. Incluso, en las épocas más oscuras de la historia humana como la que le tocó vivir al monje napolitano Giordano Bruno que ya en el siglo XVI, rodeado de plagas, muerte y oscurantismo religioso, fue quemado en la hoguera por sugerir, entre otras cosas, que había otros mundos y otras formas de vida más allá de la Tierra.
Pero mientras algunos simplemente esperaban la llegada de extraterrestres sentados en sus casas y se fortalecía el miedo a invasiones y saqueos intergalácticos, otros salieron en su búsqueda. A pesimistas como el italiano Enrico Fermi (uno de los cerebros de la bomba atómica que no dejaba de preguntarse dónde estaban los alienígenas), los físicos de la Universidad de Cornell, Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, le respondían siempre de la misma manera: “La probabilidad de encontrar una civilización extraterrestre es difícil de estimar, pero si nunca buscamos, la probabilidad de éxito es cero”, frase que con los años se convirtió en el grito de guerra que inauguraría la iniciativa SETI.
Fue, sin embargo, un astrónomo de 29 años quien echó todo a rodar y se decidió de una vez por todas robarle al cine su exclusividad en materia extraterrestre. El 8 de abril de 1960, Frank Drake –aquel famoso padre de una ecuación que estima cuántas civilizaciones extraterrestres podrían existir en la Vía Láctea– se levantó a las 3 de la mañana y orientó el radiotelescopio Howard Tatel, de 26 metros, hacia la estrella Tau Ceti. Encendió un receptor, apretó el botón de On de una cinta grabadora y abrió la oreja en búsqueda de un canto, grito, un murmullo, algo proveniente de las profundidades del espacio. La única respuesta que tuvo –y tenemos desde entonces– es el más misterioso silencio.
“En este negocio hay que ser optimista. Hemos tenido falsas alarmas pero al día de hoy no sabemos si hay vida inteligente en el universo, además de nosotros, claro –remarca Shostak–. Pero no por eso perdemos las esperanzas. El universo es un lugar muy grande. Y según los últimos cálculos podría haber 10 a la veintiuno planetas como la Tierra allá fuera. Si sólo el 3 por ciento de los sistemas solares de nuestra galaxia tuvieran planetas parecidos a la Tierra, habría unos 10 mil millones de planetas como el nuestro en la Vía Láctea. Incluso asumiendo que sólo uno en un millón de estos planetas contiene vida inteligente, habría unas diez mil civilizaciones. Hasta ahora sólo hemos examinado el 0,0000005 por ciento de una sola galaxia, la nuestra.”
Los nombres de los proyectos científicos dicen mucho más de lo que los científicos se animan a confesar. Que el primer intento de Drake se bautizara Proyecto Ozma (en honor al tercer libro de la saga de El maravilloso mago de Oz, de Lyman Frank Baum) dejaba en claro las intenciones tácitas –hasta inconscientes– de la época: la búsqueda de una entidad, un ser, un otro desconocido y lejano. Cansado de tanta indiferencia espacial y luego de observar un total de 659 estrellas, Drake redobló la apuesta y sin pedirle permiso a nadie en 1974 envió la primera carta espacial: desde el radiotelescopio puertorriqueño de Arecibo mandó al cúmulo globular M13, a 25.000 años luz de la Tierra, 1679 bits de información con las coordenadas de nuestra ubicación en el Sistema Solar, un recetario de fórmulas químicas y una especie de identikit de cómo nos vemos. Pese a que le llovieron las críticas, por entonces el gobierno estadounidense estaba de su lado y lo apoyó financieramente. “Pensaban –admite Drake– que los mensajes se detectarían en unos pocos días.”
Pero no. Medio siglo después, en una constante lucha entre optimismo y pesimismo, la búsqueda se va desacelerando. Además del Instituto SETI, en todo el mundo apenas 40 personas siguen rastrillando el cielo –reciben y analizan miles de señales por día– en una iniciativa global llamada Proyecto Dorothy, en la que participan observatorios de Australia, Japón, Corea, Italia, Holanda, Francia y Argentina (representada por Guillermo Lemarchand y el Instituto Argentino de Radioastronomía en La Plata).
Salvo por aquel arranque auspicioso, la búsqueda de una señal extraterrestre siempre tambaleó y estuvo por abandonarse del todo. Sin antenas propias –hasta la reciente construcción del Allen Telescope Array–, los científicos del SETI desarrollaron la curiosa capacidad de pedir prestados radiotelescopios ajenos como el de Arecibo en Puerto Rico. “Si alguna vez existieron, las civilizaciones extraterrestres están muertas y desaparecidas”, chicaneó el senador William Proxmire, de Wisconsin, a comienzos de los ’80 ridiculizando la iniciativa. “Esperemos que éste sea el fin de la temporada de caza de marcianos a costa del contribuyente”, sentenció en 1993 el senador demócrata de Nevada, Richard Bryan, para justificar el retiro de financiamiento estatal.
Los golpes, sin embargo, no han hecho más que fortalecer el ánimo de los cazadores de alienígenas, quienes no dejan de reformularse las preguntas fundamentales de estos proyectos que buscan una señal como quien busca una aguja en un pajar 35 veces más grande que la Tierra. Por ejemplo, el conocido astrofísico inglés Paul Davies sostiene que el gran problema de SETI siempre fue su ofuscado antropocentrismo, o sea, pensar a las civilizaciones extraterrestres como remotamente parecidas a la humana.
Tanto Shostak como Davies conciben a los aliens como seres posbiológicos. “Me imagino a los extraterrestres lo suficientemente evolucionados como para haber dejado atrás la fase biológica –dice Shostak–. Pienso en ellos como máquinas inteligentes interesadas en lugares ricos en materia y energía. Marconi ayudó a inventar la radio hace cien años. En este tiempo inventamos la computadora y dentro de cien años probablemente estaremos rodeados por computadoras pensantes. Por eso creo que si alguna vez recibimos una señal provendrá de máquinas inteligentes.”
A falta de plata, afloran las ideas, los debates y las preguntas: si se descubre vida inteligente más allá de la Tierra, ¿deberíamos responder? ¿Qué deberíamos decir? ¿Y si nos llega una señal de una civilización ya extinta? ¿Se habrán intentado comunicar los extraterrestres con nosotros sin que nos hayamos dado cuenta? ¿Nos habrán llamado en la misma época que el cuerpo de Julio César recibía un aluvión de puñaladas por parte de Bruto o a fines de 1780 cuando San Martín no era más que un chico?
Nunca lo sabremos. O sí. “Estoy seguro de que en 24 años detectaremos una civilización alienígena –confiesa Shostak, mostrando su lado más optimista–. Aunque nos saquen todo financiamiento, el aumento del poder de cómputo es imparable y nos permite cada día analizar más datos que nunca. La velocidad de la búsqueda se duplica cada dos años. Eso es una gran motivación porque significa que dentro de cinco años podremos recolectar más información que todo lo recolectado en los últimos 55 años.”
O quizá no haga falta tanto esfuerzo. Al fin y al cabo, como decía J. G. Ballard, el único planeta verdaderamente alienígena es la Tierra.
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