Dom 22.05.2011
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ARTE > EL PROYECTO VERGEL, DEL HOSPITAL GUTIéRREZ A LA GALERíA CECILIA CABALLERO

Poderes terrenales

Desde hace dos años, las artistas plásticas Catalina León y Florencia Rodríguez Giles van todas las semanas al Hospital Gutiérrez para llevar adelante un proyecto conmovedor: un taller de pintura en el que los chicos internados se entregan al poder liberador del arte. Ahora, varios de esos cuadros llegan a una galería firmados con el nombre colectivo de Vergel, con el propósito de seguir financiando ese espacio, que ya ha despertado más de una vocación artística.

› Por Veronica Gomez

Friedrich Schiller guardaba manzanas en el cajón de su escritorio y las dejaba pudriéndose allí por largos días. La cáscara se ablandaba calcando la papilla oxidada del interior mientras los volúmenes se consumían, en un lento proceso de decadencia. Pronto, el perfume dulzón y nauseabundo se apoderaba del estudio del escritor. Dicen que cierta vez, Goethe salió espantado cuando abrió uno de estos cajones y lo asaltó el olor que su amigo guardaba allí celosamente. Sin embargo, el tufo, embriagante e inspirador, construía una atmósfera propicia para la inspiración y, envuelto en ella, el artista dejaba correr las líneas sobre el papel dando rienda suelta a sus fantasmas. Los rituales siempre fueron necesarios para la creación, así se trate de acomodar pinceles por tamaños, tener un gato cerca o dar vueltas alrededor de una lámpara como un mosquito. Diversos y extraños métodos para inaugurar un espacio sagrado que, parafraseando a Mircea Eliade, constituye una irrupción en el espacio continuo, un sitio distinto del cotidiano, del cronometrado y utilitario. En ese rumbo se inscribe el proyecto Vergel llevado a cabo por las artistas Florencia Rodríguez Giles y Catalina León en el Hospital R. Gutiérrez, habilitando un espacio luminoso en un sitio con una atmósfera específica, para dar lugar a un hecho artístico, un encuentro afectivo y transformador. La atmósfera, en este caso, no es autoprovocada ni elegida, sino más bien inevitable y, muchas veces, irremediable. En este ambiente, el proyecto Vergel pone en el tapete, una vez más, el poder del arte en su instancia más pura, más brutal y, sobre todo, profundamente vital. Desde hace dos años, Catalina y Florencia concurren al hospital para compartir y propiciar experiencias artísticas con los niños y adolescentes internados. Llevan bastidores, bolsos repletos de acrílicos y pinceles, cartones y libros de arte. El encuentro se desarrolla dentro de la habitación de cada chico. Durante dos o tres horas, la única inquietud de los pequeños y potenciales artistas y de Catalina y Florencia, que ofician de artistas guías, es el color, la forma, el movimiento del espacio, la expresión exacta en la cara de un perro, el vestido flameando de una princesa, la cantidad de colores del arco iris o cómo las hojas de un árbol se vuelven amarillas en otoño. Si la principal preocupación de una persona internada es la cura, la segunda es, indefectiblemente, qué hacer con el tiempo de la convalecencia. Esa cosa homogénea sólo interrumpida por las rutinas de medición de la supervivencia y las visitas de quienes habitan el mundo de los vivos. Pues todo hospital es una especie de limbo, de interrupción de la vida, como un paréntesis de todo lo que somos, excepto un cuerpo que duele. Cuando algo duele, y duele mucho, ya no somos Verónica, Joaquín o María. Somos un hígado, un cascote de ansiedad en la nuca o una uña del dedo gordo del pie. Nos convertimos en aquello que nos duele y eso se vuelve absoluto nublando todo el resto. Lo que solíamos ser, aquello por lo cual nos reconocíamos en los espejos y en los demás, se ha reducido a un resto. En un hospital, como en una cárcel, el tiempo es una cosa que hay que emplear. El proyecto Vergel concibe e invita a los niños y adolescentes internados a ocupar otra posición, ya no pasiva, sino protagónica, transformando la espera en acto y despojándose del rótulo de pacientes. Sin hacer apología del dolor, hay que reconocer que durante la estadía en hospitales y la convalecencia se dieron a luz obras de arte de alto calibre, basta pensar en un poema estremecedor como “Hospital Británico”, de Héctor Viel Temperley, o los minuciosos y exuberantes cuadros de Frida Kahlo. La angustia como una especie de guía misteriosa y punzante es una idea que se reitera a menudo, desde el psicoanálisis hasta el arte. “Sin la enfermedad y la angustia, yo hubiera sido un barco a la deriva”, confesaba Edvard Munch. La efectividad del arte como práctica terapéutica ya no es puesta en duda. Matisse estaba tan convencido de la benéfica irradiación de sus colores y de su poder curativo que colgó sus cuadros alrededor de las camas de sus amigos enfermos. Las relaciones entre arte y enfermedad son complejas y fueron analizadas exhaustivamente por variopintos especialistas. Nunca sabremos bien si la enfermedad constituye en el proceso del arte un “a pesar de” o “a causa de” o ninguno de los dos. Ejemplos de batallas silenciosas hay muchísimos: La peregrinación a Citera, la isla donde no existen las penas ni los sufrimientos fue pintada por Watteau bajo el acecho de la tuberculosis. También la tuberculosis acosó a las hermanas Brontë, Chéjov, Mansfield y Beardsley, y en cada uno de ellos dejó huellas de distinto tono, desde la melancolía hasta el humor cínico pasando por una férrea sed de vida. Tal vez sea la enfermedad, en su carácter de situación extrema, un hada maligna que contribuye a generar un arte rotundo, inevitable y necesario.

LUMINOSO JARDIN PORTATIL

La muestra Vergel, inaugurada el lunes pasado en la galería Cecilia Caballero, un espacio pequeño y cálido cedido generosamente por su directora, abre al público un conjunto de obras realizadas de manera colectiva entre Florencia, Catalina y los niños y adolescentes internados en el Hospital Gutiérrez. Las obras están a la venta a precios accesibles y lo recaudado será destinado a la compra de libros para seguir armando la biblioteca de arte en el hospital, mantener la página web, aumentar el acervo de pinceles –el proyecto ya cuenta como sponsors con el Cceba y con Eterna y Seurat para pinturas y bastidores–, financiar otros proyectos de arte dentro del Gutiérrez, como intervenciones en el espacio público del hospital que vinculen a los niños que están en las habitaciones con los que pueden salir y, por último, un tema clave, recaudar dinero a fin de solventar los sueldos de los artistas que participan en el proyecto, para que además de ser una experiencia enriquecedora sea también una fuente de trabajo.

Antonino tiene 12 años. En su cuadro, dos unicornios, uno con cuerpo de nube esponjosa y el otro de un azul profundo, flotan en el espacio estelar y avanzan al encuentro de un ser naranja con cabeza de hombre gato. Muy cerca, un Saturno de anillos rosados parece presenciar el encuentro cósmico con insólita atención. Antonino sabe que su pintura será parte de la exposición y que si se vende el dinero será encauzado a la continuidad del proyecto Vergel en el hospital y, por ende, a la continuidad de sus clases. Y propone: “Yo puedo vender desde acá”. El pequeño artista-dealer, por razones de fuerza mayor, no podrá asistir a la muestra, pero cuando sus ojos se ponen serios y chispeantes, con una confianza irrefutable, una no tiene ninguna duda de que si pudiese asistir convencería al público y usted volvería a su casa con un pequeño tesoro bajo el brazo, un pedacito portátil del jardín, sintiéndose afortunado, no por haber hecho un acto superfluo de beneficencia, sino por haber realizado una inversión extraordinaria. La reciprocidad es la clave del proyecto Vergel. No es caridad, no es compasión. Es intercambio de energías. Vergel no es un plato volador que se instala en un edificio de frías luces de neón, gasas, sondas y termómetros, como un planeta de otra galaxia que viene a devolver la sonrisa a los niños enfermos. Abre el camino que lleva a esa instancia mágica del acto puro de pintar, de descubrir un color nuevo e innombrable, de reencontrarnos con la vibración de un fucsia y la parquedad de un marrón. Cuando comienza un cuadro se pone en marcha una aventura. Catalina y Florencia llevan los materiales para expandir junto con los chicos, en cada jornada, un tramo más del Vergel. Les recuerdan que si el cuerpo no puede moverse, la mente, fascinante y poderosa, puede viajar a cualquier parte. Podría resultar llamativo que un trabajo como el realizado en el hospital sea trasladado al mundo del arte y no permanezca en el anonimato, haciendo figurar los nombres de las artistas ostensiblemente en la muestra, no sólo como coordinadoras sino también como creadoras. Este punto marca una postura muy inteligente del proyecto Vergel, que capitaliza y aprovecha el mundo del arte, en el cual tanto Catalina como Florencia tienen su reconocimiento, para que ese ámbito beneficie el trabajo regular, intenso y silencioso que vienen llevando con constancia puertas adentro del hospital. Otra cuestión algo confusa es la de la autoría. Los cuadros no están firmados ni por los pequeños artistas ni por las artistas guías. Y esto es una oferta inquietante para un coleccionista. Una pregunta recurrente en la muestra es: ¿de quién es este cuadro? ¿De quién es la firma? Detalle fundamental para todo aquel que pretende adquirir una obra. Florencia y Catalina responden concisamente: “Vergel, la obra es de Vergel”. Pues cada cuadro es la punta del iceberg de un proyecto de intercambio donde lo fundamental no es la quintita propia, sino aquello que nace cuando las huertas se entremezclan para ampliarse, para generar terrenos inciertos en el sentido privado y a la vez tan concretos como un cuadro donde una mujer descansa su cabeza sobre una mesa mientras sostiene un corazón entre sus manos. Entonces, cada cuadro es una pieza resultante de una experiencia vital, un fruto cuidado y cosechado en equipo. Y lo que se lleva el coleccionista es exactamente eso, un fruto, un alimento. Una cosa viva que seguirá creciendo en otro lado.

MEDIR EL SOL

Frente al bastidor en blanco, Nieves sueña con la primavera. No tarda en aparecer el sol, enorme y esplendoroso, que ilumina a un conejo asomando entre el pastizal y a un árbol lleno de manzanas, no las de Schiller, sino manzanas rojas y jóvenes. ¿Será la primavera de Nieves mucho más brillante porque está lejos? La dimensión que cobra aquello que nos es vedado es infinita. Emily Dickinson definió delicada y rotundamente a ese lapso de vida suspendida: “Lo que perdí en la enfermedad, ¿fue pérdida? ¿O fue esa ganancia etérea que se obtiene al medir la tumba para después medir el sol?”. ¿Acaso todo arte verdaderamente conmovedor no nace de un deseo ardiente de saltar las barreras físicas, sociales o mentales? ¿No atraviesa todo arte estadios de muerte, neblina y florecimiento? La sensación de poder que implica inventar un mundo es embriagante. El arte puede ser, bien lo sabemos, altamente adictivo. El concepto de cuadro-ventana en ningún caso es tan real como aquí, en la experiencia Vergel. Después de un rato de trabajar inmersos en una paradójica distracción ultraconcentrada, la cama del hospital desaparece –o se convierte en barco o en alfombra mágica– y ya estamos paseando entre los árboles violetas de Thibon de Livian, esquivando los soles de Tarsila do Amaral, espiando el extrañamiento de un Balthus, para cruzarnos luego con Pucca, el sapo Pepe y saludar de cerca a Kitty. Florencia y Catalina pueden viajar junto con los niños a los más cercanos, ridículos, lejanos o grandiosos lugares, pero nunca este viaje es un escape. Es más bien lo contrario. Es una toma de posesión del universo propio, una falta de respeto irreverente y maravillosa a las circunstancias limitantes. Ir hacia el sol no es otra cosa que ir hacia adentro. Después, ver crecer el Vergel, acompañar, descubrir, compartir, suspirar, reír, extrañar... Un trabajo intenso si los hay. Diana Bellesi lo diría así: “Tener un jardín es dejarse tener por él y su eterno movimiento de partida. Flores, semillas y plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay poda y hay momentos en el ocaso dulce de una tarde de verano, para verlo excediéndose de sí...”.


Vergel
Catalina León, Florencia Rodríguez Giles. Trabajos en colaboración con niños y adolescentes internados en el Hospital R. Gutiérrez.
Del 16 de mayo al 6 de junio de 2011.
Cecilia Caballero Arte Contemporáneo.
Av. Alvear 1761. Local 9.
Lunes a viernes de 11 a 20.
Sábados de 11 a 14.

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